• Emma Yanes Rizo
  • 31 Marzo 2016
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Este ensayo está basado en información historiográfica y en los testimonios de padres e hijos compilados en los años ochenta del siglo XX, por Sergio Mastretta y una servidora, en torno a dos fábrica textiles emblemáticas de Oaxaca, San José Etla y La Soledad Vista Hermosa, mismas que cerraron sus puertas en definitiva en los años ochenta del siglo XX, para posteriormente convertirse en el año 2000 en el Centro de Artes San Agustín Etla o CaSa, por iniciativa del pintor Francisco Toledo, con financiamiento de CONACULTA, el gobierno del estado de Oaxaca e instituciones privadas. Un envidiable espacio industrial afortunadamente recuperado.  

 Tratamos con la publicación del presente texto de recrear el mundo del trabajo fabril de finales del siglo XIX a las últimas décadas del XX en dichas fábricas, sin el que no hubiera podido existir el hoy importante Centro de Artes San Agustín Etla. Una disciplina, la de la historia obrera, que al parecer ha perdido interés entre los investigadores actuales, desorientados ante el marasmo del neoliberalismo que poco a poco ha terminado con las conquistas sindicales y también con ello, al parecer, con la voluntad académica hacia el estudio del mundo laboral. 

(Este texto se ilustra con fotografías históricas de la fábrica de la Soledad Vista Hermosa, y fueron tomadas del blog “Proceso de restauración del templo de la Soledad Vista Hermosa”)

 

Diciembre 1984

Los patrones se han ido. Las fábricas San José y Vista Hermosa enfrentan el futuro cada una por su cuenta; ganadas en juicio a los dueños que querían cerrar, hoy tienen una administración obrera por cooperativa. Las dos luchan por su subsistencia con salarios abajo del mínimo. En San José, según nos comentan los trabajadores, los aprendices ganan 45 pesos la hora y los oficiales 80; el trabajo a destajo y la jornada son medidos por el metro de tela y el hilo producido. San José produce manta para costales que el comprador les paga a 40 pesos el metro; Vista Hermosa produce franela. Ambas fábricas tienen su abastecedor de algodón y su comprador: Convertidora Mexicana, empresa de Distrito Federal, para Vista Hermosa; Antonio Fernández, fabricante de telas en San Juan del Río, para San José. Esta última se endeudó recientemente por más de cinco millones de pesos en la compra de maquinaria que data de los años treinta. Las industrias sobreviven gracias a la decisión de los trabajadores, que combinan el trabajo agrícola y el textil, así como a la calidad de la ingeniería industrial del siglo XIX, elaborada para durar a largo plazo.

 

Este delantal es nuestro

“Ah qué gentes -dice Agustín, el trabajador que controla la producción y el buen funcionamiento de la maquinaria en La Soledad Vista Hermosa--. Lo oyera y no lo creyera… Así que quieren tomar en cuenta a estas ruinas. Miren, en esa casa vivieron los que aquí fincaron. Al fondo, en esos paredones caídos, estaban las casas de su gente de confianza. Más alto que una paca de algodón sería el libro que escribieran de las cosas de aquí. Los patrones fueron poderosos en Oaxaca, pero los acabó la revolución. Ya ven, nosotros quedamos. Vinieron más dueños, hasta el gobierno estuvo, pero todos la abandonaron cuando ya no rindió, cuando ya la habían explotado, cuando ya le habían sacado todo a las máquinas, cuando ya sólo quedamos nosotros.”

El 16 de diciembre de 1884, el gobernador de Oaxaca, Luis Mier y Terán, celebró un contrato con los señores José Zorrilla y Jacobo Grablisson, propietarios de las fábricas de San José Etla. El gobierno de Oaxaca concedería exenciones fiscales para el establecimiento de las fábricas de hilados, tejidos y estampados en la región de Etla, adecuada por su caudal de agua y la humedad de su ambiente. Los industriales extranjeros montarían en contraparte un motor hidráulico de sesenta caballos de fuerza para la electrificación de la ciudad de Oaxaca, y se verían obligados a portar a su costa la línea eléctrica entre la planta y la ciudad. Además se comprometieron al sostenimiento y educación de trescientos jóvenes del estado, con sueldo de veinticinco centavos diarios.

Según las crónicas, el poder de los Zorrilla se equiparaba al de los grandes hacendados del país. La fábrica de San José contaba, años antes del establecimiento de Río Blanco en Orizaba, Metepec en Puebla y San Antonio Abad en México con más de diez mil husos y trescientos telares, y su producción rebasaba las siete toneladas de manta al mes.



La popelina de mi patrón

La casa de los ex patrones está tomada actualmente por la maleza y la herrumbre. La utilizan como bodega. Las escaleras se encuentran derruidas, las barandillas están atadas involuntariamente por una enredadera, los pasamanos se ven  oxidados, las habitaciones, polvosas y oscuras, yacen cruzadas por rompecabezas de tróciles; en el baño el agujero del excusado se encuentra tapado como si por ahí se hubiera escurrido toda la grandeza de la fábrica. Sólo las dos estatuillas plateadas casi tragadas por los matorrales al frente de la casa, como si fueran dos mujeres inaccesibles traídas por el sueño de prosperidad de los Zorrilla, recuerdan el ingreso a su casona con sus amplios salones, cuadros y madera tallada, quizás también con manteles bordados y platería en el comedor. Las esculturas parecen recordar ellas mismas los marcos dorados de los espejos y los plateados reflejos de las cabelleras de los señores, con sus manos y sus ojos que vienen de las cuentas y de las órdenes a los cabos y a los maestros en los talleres; sólo ellas escuchan las conversaciones a los devotos industriales en un domingo cualquiera después de la misa hablando de la cotización del mercado del algodón, con el silencio respetuoso de los telares en el descanso dominical.

Pero el casco sigue aquí, con el mismo rumor metálico de hace cien años. El mismo rumor que tejió las sedas y la ropa suntuosa de aquellas mujeres que encarnaron el esplendor industrial porfiriano. A la entrada un hombre viejo, con su delantal de manta y el pelo adornado con una pelusa de algodón, se entretiene leyendo una novelita vaquera. A mano izquierda, colgada de la pared, hay una imagen guadalupana con sus veladoras. Se llama Agustín, es el mismo que antes nos había hablado ya de los Zorrilla,  por un momento deja el libro, comenta:

“Nuestra fábrica tiene historia. Cuentan los más viejos que más o menos en 1907 fue la primera huelga, que iban a correr a unos obreros y los demás se opusieron. Cuentan que fue la primera huelga de Oaxaca.”

            

 Yo soy el corazón de la fábrica

Pegados al techo, tendidos de flechas cruzan de un extremo a otro las naves en la fábrica de San José; las poleas cuelgan y hacen temblar la maquinaria. En el cuarto de máquinas, una banda de 5 metros por 40 centímetros sale del fondo del socavón que guarda la turbina grande, voluminosa. Una bomba de tiempo. Por las escaleras terregosas aparece el cuerpo pequeño y regordete del obrero que controla el funcionamiento de las turbina. Con el torso denudo y el pantalón arremangado, Alonso Ruiz Rivera trabaja ocho horas y media en el turno de la tarde y gana 80 pesos la hora. Entró de aprendiz en 1955, en el departamento de hilados; en 1979 lo llamaron a la turbina.

“El que está en la mañana –dice-- trabaja los dos turnos pero se cansaba mucho; por eso me pidieron a mí que aprendiera. Él ya es un señor grande; era el único que sabía escuchar a la turbina, porque haga de cuenta de que ella como que nos habla. Un mes me pasé con él en las mañanas, hasta que una tarde me quedé solo con la máquina.”

            Una cadena larga sube desde la turbina hasta el volante que maneja Alonso. Con este domina la entrada de agua en la turbina y la fuerza de la banda que mueve toda la maquinaria. Mientras mueve la cadena sigue:

            “Aquí, como quien dice, yo soy el corazón de la fábrica. De la turbina depende el funcionamiento de las poleas; los telares, las cardas y los tróciles, y hasta el esmeril y los tornos del taller mecánico, trabajan con bandas. Antes tenías que estar siempre en el socavón pegado a la turbina; había muchos accidentes. Pero el maestro Palacios ideó el sistema de la cadena. Aquí arriba no tenemos manómetro, por eso uso esto tres cordoncitos amarrados a la cadena, con ellos cálculo qué tanto necesito abrir la válvula para darle mayor o menor fuerza a la banda. La manejo a puro oído, ya me acostumbré al sonido de la banda, sé cuándo hay que disminuir la velocidad porque ya se apagaron algunos telares o cuándo tengo que aumentar porque ya están adelantando otros.”

Es así como el señor Alfonso regula el motor de la fábrica de San José y  controla el ritmo de trabajo de sus 150 compañeros. En diciembre de 1984, según el decreto del gobernador Mier y Terán, la fábrica cumplió el siglo de vida. El mérito es de los trabajadores que cuentan la historia de la fábrica como su propia historia.

Principios del siglo XX. San Agustín Etla, Barrio de Vista Hermosa, Oaxaca.

 

La urdimbre de la telaraña

Como en el siglo pasado, del departamento de batientes salen los rollos de algodón que pasan a las cardas. En un viejo galerón de madera te topas con esas máquinas. Hay once funcionando: llevan la marca Dobson and Barlow Bolton,England, 1900. Están apretujadas en un espacio de diez por diez; las maneja un solo operador. Por un lado entran los rollos de algodón como gruesísimas sábanas; por otro sale un hilo grueso, un chorizo blanco, una línea que se envuelve interminablemente en los botes. Dos grandes rodillos son miles de puntas desgarran la mancha blanca. 



Pelusas, cientos, miles, infinitas pelusas en el aire. Soplas y te rehúyen, aspiras y te acometen. Son como copos de nieve que nunca terminan de caer, pero ya tienen blanco el piso. Los hombres con sus delantales no atienden ni a la pelusa, ni al ruido. Sus ojos siguen las cuentas de hilo en los estiradores. Diría el señor Cresencio Ramos de 75 años, recordando sus primeros días de trabajo:

“El algodón va cayendo como una cascada, como un chorro de agua. Luego se va estirando, pasa el algodón como un velito, como un velo de mujer se va adelgazando, adelgazando.”

En un extremo de las estiradoras se distingue la marca Curtis & Sons. Manchester,1883. En el mismo departamento de batientes hay seis largos tróciles que son manejados por trabajadores jóvenes. De sus máquinas el hilo pasa a las coneras, para desenredarse después en el urdidor, donde una verdadera telaraña de hilos enrolla un gran carrete. Estratégicamente un muchacho no despega la vista de los hilos; tan sólo uno de éstos roto se notaría de inmediato en los telares. Más allá en un cuarto oscuro, se encuentra el engomado: para lograrlo, un inmenso tonel calentado a vapor hace girar e impregna el almidón y la grasa a los hilos del carrete, así les da más consistencia y elasticidad. A unos cuantos metros, trabaja el señor José Ramos. Está sentado junto a un bastidor de madera. A él le entregan los carretes que salen del engomado y es el responsable de anudar los hilos en grupos para pasarlos a los telares. Sus manos los enredan, cuidan que se crucen. Sólo sus manos se mueven. 



Los telares son la última parte del proceso. Se apiñan unos con otros en el galerón. El ruido se mete por los poros y rebota contra el techo, apenas logra escaparse por lo agujeros de los vidrios. Cada trabajador, cada nuevo aprendiz atiende sólo a sus telares. Lo que pasa más allá de su territorio individual no es su  ruido, no es su tela que se arma o se rasga, no es su hilo que se enreda o que corre liso, no es su manta defectuosa. El pago a destajo vuelve al trabajador indiferente hacia la labor del otro.

 

La estampa de la modernidad

 

Un hombre pequeño, delgado y muy abrigado en pleno día, camina con dificultad en la afueras de la fábrica. Es el señor Manuel González, el mecánico más antiguo de la fábrica. Recuerda con nostalgia al primer propietario después de la revolución. Se llamaba Mateo Solana, fue según él dice, quién llevó la fábrica a la modernidad de los años veinte.

“Don Mateo era también el dueño de un ingenio en Huahuapan, nos comenta, allí yo trabajaba de mecánico. Un día llegó Don Mateo y me dijo: ‘Manuel, se viene usté conmigo a trabajar la manta.’  Le contesté: ‘Como usté diga patrón, pero yo no sé de telas, nomás sé de fierros.’ Y me respondió: ‘Pues por eso mismo se viene conmigo.’ Entré como mecánico. Cuando llegamos la fábrica estaba en ruinas. La abandonaron unos Zorrilla. Llegamos en 1924 y el patrón trajo maquinaria importada de Inglaterra. La trajeron de la estación del tren en carretera. Recuerdo que don Mateo no cabía en sí del gusto. Hasta acariciaba a las cardas. Quién sabe qué tanto pensaría. Antes en el socavón, sólo había una escalera de palo; hasta el fondo fueron a encontrar la turbina, toda llena de tierra. Estaba como triste, se veía muy vieja y ya no quería jalar. Pero don Mateo se compadeció de ella, la arregló y la turbina quiso de nuevo echar a andar la fábrica.”



El viejo mecánico continúa su relato.

“Junto conmigo entró  a trabajar al taller el maestro Alberto Palacios. Antes, para hacer los cambios había que meter las manos; nosotros arreglamos los coples a la medida de las flechas para poder meter los cloches. Para hacer los cambios tenías que utilizar escaleras. Ahora nomás lo desacoplas y se arregla. Todo eso lo fuimos haciendo en el taller. Todo lo fuimos arreglando. Fueron los tiempos de la modernidad. Se hacía la mejor manta. Pero don Mateo quiso vender. Se cansó, yo digo. Don Mateo era español, era muy favorecido, buena gente. Era explotador, era el diablo como todos los patrones, pero así tiene que ser para que saliera el trabajo. Y nosotros éramos los diablitos. A finales de los años treinta se acabó la modernidad. Don Mateo le vendió la fábrica a un tal Manuel Seco. Ese ya no nos quiso.”

Luego de tan amena plática el señor Manuel se despide de nosotros, dice que a sus años le molesta el sol y ya le cuesta trabajo respirar.

Durante el período revolucionario la situación de la rama textil fue apremiante. En 1910, los 145 establecimientos que había en el país disminuyeron a 118. En 1913 ya sólo estaban funcionando 90 fábricas. Las dos de Oaxaca, San José y La Soledad, cerraron. En 1921 empezó a darse cierta recuperación en la rama y es a mediados de los años veinte cuando se inician nuevas inversiones. En 1924, las tres cuartas partes de los telares con los que funcionaba la industria textil del país, habían sido instalados entre 1898 y 1910. Para mantener un buen margen de ganancia que les permitiera sobrevivir en el mercado, los empresarios optaron entonces por intensificar el trabajo de sus obreros y reducir los salarios lo más posible. Lamentablemente si aumentaban los salarios, las empresas quebraban, es decir que resultaban incosteables  para el capital. Ese fue el gran problema de las fábricas  de Oaxaca. Después de los años de la modernización, no se volvió a invertir en maquinaria. Y los obreros, por su parte, exigían con razón constantemente aumento salarial. Sin embargo su propio derecho fue su condena.

 

Los nudos del hilado

 

A unas cuantas cuadras del zócalo de Oaxaca, el edificio de la Central de Trabajadores de México (CTM) rompe el estilo arquitectónico de la ciudad. Pasamos al despacho del señor Guadalupe Santiago, Secretario de la Federación Estatal de la CTM; en el muro lucen las fotografías de  Fidel Velázquez y del Presidente Miguel de la Madrid. Y a un lado, las fotos del propio Guadalupe Santiago en su campaña sindical. Nos comenta mientras se mece en su escritorio:

“Yo también trabajé en San José --nos cuenta con prisa, fríamente--. De chamaco me ocuparon ahí y me gustaba mucho. No tenía ni dos faltas al año. Era de los primeros en surtirme de trama. Tuve varias veces el primer lugar en producción. Mucho tiempo fui tejedor. Me salí de la empresa en 1972 porque quería superarme. La fábrica ya no tiene remedio. Sólo sobrevive porque los obreros ya se encariñaron, no les importa ganar menos del mínimo, no tener prestaciones. Trabajan en la fábrica y en el campo, se agotan.”

Y agrega:

“De la historia de la fábrica sí les puedo comentar que en  1939 fueron despedidos los primeros obreros que intentaron sindicalizarse. Les llamaban Los separados. Exigían siete horas de trabajo y contratación colectiva. Los corrieron, duraron tres años estuvieron fuera de la fábrica. En 1942 consiguieron su reinstalación a través de un laudo. Y entonces se constituyeron en la sección 36 del Sindicato de la Industria Textil y Similares de la República Mexicana, afiliados a la CTM. Como parte de la sección 36 logran una serie de prestaciones: ingreso al Contrato Colectivo de la Industria Textil, pago de los salarios caídos y Seguro Social. Ellos fueron nuestros pioneros.”

“Ya es hora de cerrar el local”, comenta la secretaria. El ex tejedor nos dice al despedirse: “El Seguro Social fue para los obreros como una bendición. El trabajo en la fábrica era muy pesado y no había ninguna protección. El algodón produce un polvo que se absorbe y va a dar directamente a los pulmones. Algunos trabajadores terminaron tuberculosos, tísicos. En el pueblo sólo atendían los curanderos. El primer médico fue Rafael Carballido, en 1943. Ese año llegó a la fábrica el Seguro Social.”

Los primeros sindicalistas, conocidos por los obreros como los separados, son recordados por los trabajadores en casi todas las pláticas. 

De calzón de manta, pistola y huarache

 

Un hombre moreno, de traje, como de 55 años, se baja de un carro Ford LTD frente a la fábrica de La Soledad. Lleva un portafolio, saluda a todos los que encuentra en su camino. Su aliento, su “qué tal paisano”, denuncian las copas que lleva encima. Se acerca a la puerta, le da un abrazo al portero. Los obreros que lo ven llegar lo saludan, algunos con timidez, casi a fuerzas, otros contentos. Es día de raya, pareciera que se trata del secretario de finanzas. Pero no, él sólo viene de paso, a saludar a sus paisanos. Nos dice que él también trabajó en la hilatura hace años. Regresa ahora con su coche, su traje, su corbata, su aire benevolente. “Mire usté –comenta--, yo de aquí me fui sin nada. Yo le conozco a usté de chivos y de huaraches, yo fui huarachudo. Pero quise superarme y me salí de la fábrica, me superé. No que mire usté a estos pobrecitos. Le mienten si dicen que ganan más de dos mil pesos, de dónde lo van a sacar. Lo que usted me pregunta, lo del sindicato, se lo voy a contar…”

Sí, nos damos tiempo. El hombre recuerda: “En los años cuarenta los separados consiguen el sindicato. Si no me traiciona la memoria porque bien que lo he leído  fueron Esteban Rojas, Juan León, Bartolo Ramos, Juan Ángel, Leopoldo Cruz, Fidencio Pérez, Guadalupe Lázaro, Norberto García y muchos otros, de aquí y de San José. Los separados…ah! También estaba Julio Romero. Los separados, ya le digo… ganaban creo 75 centavos al día… sería. Bueno, pues ellos pidieron de inicio el sindicato y los corrieron. Pedían las ocho horas, algo así. El patrón no quería. Yo lo vi; el ejército tomo la fábrica, hubo heridos, encarcelados… qué sé yo qué tanto hubo. Pero Los separados le metieron pleito al gobierno, se unieron con Fidel Velázquez, ganaron el pleito.”

El hombre lleva prisa por entrar a la fábrica, por saludar desde su grandeza a sus paisanos. Nos muestra su credencial: Capitán Antonio Rojas. Luego otra de Regidor del Ayuntamiento de Tonalá, Jalisco. “Yo quiero ayudar a mi gente”, dice.

 Por la tarde quedamos de encontrarnos de nuevo con él en el zócalo de Oaxaca, en el Bar Jardín, en los portales de la casona que según dice este ex trabajador fuera en otro tiempo de don Mateo Solana, el dueño de la fábrica. Las cervezas vacías, los vasos de tequila, las colillas en el cenicero son el paisaje de la mesa que compartimos con el capitán Antonio Rojas, ya ahora sí hasta atrás. No quiso hablar más de la fábrica. Era mucha la nostalgia. “Cuentan que aquí en la plaza de Oaxaca se vendía la manta. Antes ni soñar con el Bar Jardín y el Hotel Señorial, esto no era pa’los de huarache. Y ora aquí estoy. Miren allí frente a la iglesia, en 1947 había un soldado anotando a los que querían entrar al ejército, y yo alcé la mano, me enrolé. Hace de pronto una confesión inexplicable: “Yo soy el Capitán Antonio Rojas. El mismo que bajó en 1968 la bandera de la huelga de los estudiantes en el Zócalo, para subir la bandera nacional, así fue. Iba vestido de civil y me subí a la tarima y les dije a los muchachos vende patrias. Después, se los digo de corazón, me dio vergüenza y me fui a un pueblo inhóspito.”

La plática termina de tajo: “Así es que qué --dice por último, ante el asombro del mesero--: ¿otra ronda de chelas?, ¿o mejor un mezcalito?”

 

El círculo de la rueca

 

En 1950, la fábrica pasó a ser propiedad de Manuel Gómez Portillo. En 1958 la empresa les pidió a los obreros que renunciaran al incremento salarial del 10% que había decretado el gobierno, para que el dueño pudiera mecanizar la fábrica. Los trabajadores, claro, no aceptaron.

El señor Fernando Ramos, aceitador, recuerda:

 “Gómez Portillo nos dijo que quería modernizar la fábrica. El gobierno habría decretado un aumento al salario mínimo y él nos dijo: ‘Muchachos vamos a deshacernos de la chatarra, no les doy el aumento pero traigo nueva maquinaria’. Nosotros no aceptamos. Entonces don Manuel prefirió vender la fábrica. Al despedirse nos dijo: ‘Se van a arrepentir muchachos. Eso que hicieron conmigo lo van a sufrir toda la vida’. Y así fue cuando empezó la antigüedad; ya los nuevos patrones no cambiaron nunca más las máquinas y nos dejaron a los trabajadores a nuestra propia suerte.”

En 1960 apareció el nuevo propietario, según recuerdan los trabajadores, un señor de apellido Hernández. Este dueño, a falta de mercado para lo que se producía entonces, se vio obligado a la manufactura de manta más ancha con aviadora de alambre. Y en lugar de ocho, diez, o quince metros por telar, bajó la producción a tres metros. Al bajar la producción, lógicamente bajaron también los salarios a destajo. Posteriormente el dueño dejó de comprar materia prima y de pagarles a los obreros el destajo por día. En 1962 los 354 trabajadores que laboraban en la fábrica se quedaron sin salario cuatro semanas. Entonces vía el Sindicato decidieron demandar al propietario e iniciaron un juicio legal que derivó en el cierre parcial de la factoría. Diez años después, en 1972, se consiguió que las escrituras de la fábrica quedaran a favor de los trabajadores. Se formó entonces la cooperativa que nunca logró la renovación tecnológica y el incremento salarial tan anhelado.

 

La manta sin trama

 

De los últimos años, comenta Alonso Ruiz Rivera:

“Aquí acaba todo, en estos telares viejos, amontonados, en estas bandas que salen del piso y quisieran tragarnos. Ganamos el sueldo más barato de Oaxaca, y si estoy aquí es por la edad, no aprendí a hacer nada más que a tejer en estos armatostes y estos ya no los hay donde quiera. Uno se ayuda del campo, pero no se crea, poco es lo que se hace aquí y allá con tanto cansancio. Será que ya estamos acostumbrados, uno es pobre, pero andamos en nuestro propio pueblo, no tenemos que andar bien vestidos, andamos con huaraches y no pagamos vivienda, no es tanta la exigencia.”




Sobre la posibilidad de que protesten o pidan ayuda al gobierno reflexiona un momento y nos dice:

“No, señor, contra quién protestamos. De aquí corrió el último dueño. Un tal Baltazar Cruz, que era finquero pero no sabía de telas y se topó con que nosotros ya sabíamos de sindicato. Por eso nosotros ya no desfilamos el 1º de mayo, tenemos la cooperativa. Los demás obreros van a protestar porque tienen patrón, pero nosotros ya no, ya desfilamos mucho tiempo, ya nos estamos en paz. La lucha de clases, como dicen, está duro, los precios, sí señor…. Tal vez venga una revolución de nosotros los pobres, pero ¿contra quién?...”

Para bien o para mal, en diciembre de 1984, las fábricas cumplieron cien años. Un siglo. Para responder porqué siguieron funcionando hay muchas posibles razones: por la buena calidad de la maquinaria del siglo XIX, por la tradición de los obreros, por la combinación del trabajo agrícola e industrial, por los bajos salarios. Sin embargo, tal vez ninguna sea la respuesta.

Alonso Ruiz Rivera, deja por un momento de controlar las turbinas, nos mira y cierra el relato:

“Las mujeres del pueblo cuentan que la fábrica está hechizada. Que por eso las maquinas siguen andando y los trabajadores nos presentamos a la labor todos los días. Dicen que las máquinas nos atarantan y que luego ya no podemos dejarlas. Que soñamos con ellas, que estamos encariñados como con los animalitos del campo. Yo no sé, eso es lo que dice la gente. Yo sigo trabajando, porque ya finqué aquí y de aquí soy originario. Yo soy el corazón de la fábrica.”

 

Memoria y museo

 

Así hasta el año 2000, en que como ya comentamos, la factoría fue rescatada para constituir el Centro de Arte San Agustín, Etla, el primer centro de arte ecológico de Latinoamérica. Ahí están sus muros renovados. Sus galerones limpios que guardan lo mejor del arte moderno de Oaxaca. Los ventanales abiertos a la serranía de Etla, la tierra de los obreros que le dieron vida a este centenario edificio textilero.



GLOSARIO DE TÉRMINOS.

Abridor: la fibra se recibe con una serie de motas y botones que es necesario abrir y auditar para poder realizar con posterioridad un trabajo perfecto. Es la primera operación del proceso de trabajo, abrir el algodón.

Batiente : hay de dos tipos,

Batiente cortador, que mejora la mezcla recibida del paso anterior.

Batiente afinador, que puede ser de diferentes pulgadas según tipo y marca de las máquinas y es la máquina que limpia todas la impurezas que contiene el algodón.

Carda: La napa que se obtiene en los batientes pasa a alimentar las cardas, lo cuales hacían tres trabajos:

  1. Disgregación a fondo de las fibras;
  2. Eliminar cualquier material extraño  de las fibras;
  3. Y, obtener un velo que a base de torsión del algodón que forme una mecha continua.

Este último paso es decisivo para la obtención de un acabado fino del hilado, pues su funcionamiento influye directamente en la calidad de los mismos; en esta parte del proceso es donde puede corregirse el producto de fases anteriores. La idea que proviene de Inglaterra que dice que “cardar bien es hilar bien”, se debe a que en todas las cardas es posible corregir defectos en las operaciones de las máquinas anteriores, en cambio una mala calidad no puede cambiarse.

           Así, la obligación de los carderos era cuidar las cardas: aceitarlas, limpiarlas e inclusive llevar los rollos de los batientes a las máquinas y a sus departamentos correspondientes. En esta sección había un botero cuya función era cambiar los botes llevándolos al estirador y traerlos vacíos.

Conera: La función de las coneras es devenar el hilo de las bobinas del trócil para formar una sola unidad con la mayor cantidad de hilo posible, así como  limpiar al mismo de las partes gruesas y de los empalmes mal hechos.

Estirador: Paso siguiente de las cardas. El estirador se encarga de crear una mecha regular y obtener las mejores fibras a base de doblajes y estirajes sucesivos.

Peinadoras: El uso de las peinadoras es requerido cuando se produce hilo fino. Su trabajo consiste en darle un mayor grado de paralización a las fibras y en eliminar las de otra longitud que no permita la producción de hilos de calidad. Se ubican por lo regular entre las cardas y los estiradores.

Telar: Máquina para tejer construida de madera o metal, en la que se colocan unos hilos paralelos, denominados urdimbres, que deben sujetarse con algún peso. Los hilos se devanan en la industria textil de manera mecánica para formar la carda que permite posteriormente pasar a la trama.

Trama: Grupo de hilos que combinados y enlazados entre sí dan forma finalmente a la tela.

Trócil: Máquina en la que se hace el último proceso del hilado. Es decir que en n el trócil se obtiene hilo final. Las obligaciones de los trocileros, es la limpieza de las tablas y la limpieza de los husos, cada vez que sea necesario desenredar la hilaza, a fin de evitar desperdicios.

Veloz o pabilador: en este se produce el primer hilo grueso o pabilo. Este procedimiento se lleva a cabo a través de cuatro funciones simultáneas: doblar y tirar la cinta; torcerla convirtiéndola en pabilo y, finalmente enrollar ese pabilo en una bobina que habría de alimentar el trócil.  En el número de éstas con las que cuenta el trócil intervienen diferentes tipos de veloces: grueso, intermedio, fino y superfino. El trabajador de veloz o velocero respetará el ritmo impuesto por la fábrica.

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