• Emma Yanes Rizo
  • 14 Febrero 2013
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Por: Emma Yanes Rizo

Publicada originalmente en la revista Artes de México (No. 77/2005), esta crónica de la historiadora Emma Yanes Rizo, ilustrada con  fotografías de Rafael Bonilla y Mariana Mastretta Larracilla, nos recuerda no solo la colorida riqueza de la Sierra Norte de Puebla, sino su profundidad histórica. La neblina enmascara al monte, y las palabras a la realidad. Por un momento, en el carnaval nada es lo que parece, en ese mundo mágico todos quedamos redimidos.

 

Historia de un Mundo Contrario

Carnaval en Tetela de Ocampo

POR: EMMA YANES RIZO
Fotografías: Mariana Mastretta

El carnaval es uno de los espacios que ofrece al hombre la fascinante posibilidad de enmascararse y   así pretender que encarna a otro. Pero las máscaras usadas durante esta fiesta no siempre son materiales.  Los habitantes de Tetela de Ocampo, en la sierra de Puebla, han aprendido  a usar máscaras hechas de palabras, que muy posiblemente revelen más de lo que cubre.

 

El personaje principal en Tetela de Ocampo, en la sierra de Puebla, es la neblina.

De ella son las calles, los recovecos, el paisaje. Sus habitantes se han acostumbrado a los duendes y a los nahuales. Ellos mismos de repente son seres que están y no están, figuras que caminan y se rozan entre sí, pero sin verse; individuos reales, pero amorfos. Cuando amanece, el inmenso cerro del Sotol vuelve a nacer y sus habitantes, tan sólo de mirarse, hacen una fiesta. Este pueblo vive de la producción de ajos que se utilizan en la industria farmacéutica, y de limones rojos que parecen manzanas. Sus habitantes también cultivan rosas verdes y duraznos que saben a ciruelas. En los días de carnaval, el de Tetela se convierte en un mundo mágico, en un mundo irreal, en el que se redimen las diferencias y rencillas cotidianas. Las cuadrillas, organizadas por barrios, comienzan a ensayar las danzas un mes antes de la fiesta, y sus miembros se perdonan entre sí lo que haya que perdonar para bailar en armonía. Y, una vez llegada la fiesta, el pueblo se otorga a sí mismo un acto de libertad: cambiar el uso del lenguaje. Por esta única vez en el año, huehues y vecinos hablan de forma contraria.

Los hombres les dicen a sus esposas:

—No me des de comer, vete de la casa.

Y ellas entienden lo correcto: —Comamos juntos, te quiero.

Al niño le ordenan: —No vayas a la escuela, ojalá repruebes.

Y él comprende: —Ve al colegio, no dejes de estudiar.

Y así la izquierda se convierte en derecha, la derecha en izquierda; lo blanco es negro, lo negro es blanco;  el novio declara su amor explicando “te odio desde nunca” y   ella le responde “jamás te he detestado” para contraer después un divorcio;  los años se vuelven meses y los meses días; los pesos son centavos; la leche se llama cerveza y al pan le dicen carne.

La habilidad en el manejo de este “lenguaje contrario” constituye una especie de máscara colectiva, donde aquellos que no portan caretas también transforman su vida. Se trata de un juego social en el que el sentido de las palabras adquiere una nueva dimensión y cobra elasticidad.

 

Esta manera de hablar sorprende por la rapidez, precisión y naturalidad con que se maneja. Parece una locura, pero nadie lo considera así. Es el disfrute de cambiar la realidad, aunque después de la fiesta todo siga igual.

Y, sin embargo, en estos días de lenguaje invertido, las coplas cantadas por los huehues se expresan tal como son, como si el lenguaje lógico que se maneja en ellas fuera producto de un acto de magia, de un mundo imaginario. Los huehues visten pantalón oscuro y camisa blanca. Portan sombrero charro o gorra militar y usan sencillas máscaras elaboradas con madera de ayacahuite, que imitan el rostro de los franceses vencidos en el siglo xix. Se distinguen por una vistosa capa bordada a mano con figuras como pavorreales y flamingos, que van acompañadas de versos también bordados: “Si Hernán

Cortés conquistó a la nación, yo conquistaré tu corazón”. Nuevamente entra en juego el lenguaje: las rimas de los capones se vuelven reto, enfrentamiento de voces.

Rodeado por el resto de los integrantes de la cuadrilla, uno de los copladores dice: —En el patio de mi casa hay una mata de limones, las muchachas de Juárez son para los trabajadores, no para los huevones.

Terminado el verso, otro personaje hace tronar el chicote (que representa el mal) y le da paso al siguiente huehue, que le responde:

—Las muchachas de Tetela no saben dar un beso, en cambio las de Juárez hasta estiran el pescuezo.

Así, entre versos y chicotes, van las cuadrillas recorriendo las calles de los distintos barrios a cambio de un poco de comida o aguardiente.

La niebla, la máscara de todos, baja temprano y oculta al pueblo. El Sotol desaparece. Los huehues se quitan la careta. Ya nadie puede verlos, pero siguen bailando. Sólo se  escuchan sus versos y el violín que los acompaña, mientras ellos caminan con certeza por las calles nebulosas, guiados tan sólo por el laberinto de su memoria y la destreza de su lenguaje, tan real e imaginario como ellos mismos. 

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