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Hay en Cartagena un restorán cuya mesa del fondo se aprieta contra dos ventanas. Es para ocho comensales, pero aquel miércoles resguardó el hambre de diez. El salón da a la muralla y a una calle angosta. Pasaba la gente y metía sus ojos por el vidrio, como adivinando.

Al rato se acercó un mesero: “ahí hay una señora que pregunta si puede tomarle a usted una foto con su hijo”. Gabo dijo que sí, y la señora entró con un niño gordito y sonrojado. Tomó la foto. Se fue dando un abrazo. Luego llegó a la puerta un muchacho que preguntó si podían llevarle un libro a Don Premio para que le pusiera una firma. Don premio dijo que pasara. Al rato había en el lugar una peregrinación que no cesó hasta que la noche iba a convertirse en madrugada.

Afuera empezó entonces un estrépito de gallos y charolas tocando  “La Gota Fría”. Vuelto a nacer a las tres de la mañana, don Premio se echó a bailar a media calle.

“Me lleva él o me lo llevó yo,

pa que se acabe la vaina.

Moralito a mí no me lleva,

porque no me da la gana.”

La guaraguacha es un instrumento de metal, parecido a un rallador de queso, al que se lija con una suerte de peine inmenso de dientes muy largos. Solo, el hombre que lo hacía sonar escandalizaba como un baterista con veinte platillos. Había un acordeón y guitarras de varios tamaños. Una boruca como arrancada al aire tomó la esquina de la ciudad amurallada. Don Premio bailaba con los brazos extendidos hacia delante y la sonrisa mejor que se le vio en toda la semana. Una sonrisa que por fin resolvía su timidez, desatándola. “Es que esto es lo mío” dijo tras muchos días de celebraciones y discursos en su honor.

¿Quién sabe qué mal quiso compensar la fortuna cuando puso en el siglo veinte la vida y los milagros del Gabo García Márquez? ¿Quién sabe de dónde sale el genio? ¿Quién la razón por la cual el destino nos lo acerca? Que las estrellas lo adivinen, a nosotros nos tocó atestiguarlo.

Ver a García Márquez andar el mundo con sus ojos en vilo y sus palabras en el aire, fue siempre un privilegio. Tanto como leerlo.

No se juega con el amor, ni con la historia, ni con los cuentos de la tierra y el río. O se juega para ganarles, como hizo él.  De semejante triunfo hemos sido testigos sus lectores, que siempre somos sus amigos. Imposible no quererlo cuando lo hemos leído. Uno lo admira con la misma naturalidad que al mar, y del mismo modo se acerca a su prodigio. Lo quiere, como a la luna, porque igual que la luna le pertenece a cada quien de distinto modo. Nadie ha sido tan pródigo con su talento ni tan drástico con su audacia. Aquel marzo cumplió ochenta años, como podrá cumplir tres mil.  

No sé si haya existido un tiempo en el que los humanos estuvieran orgullosos de su especie, sé que el espejo que puso García Márquez frente a nuestros ojos nos asombra con los seres excepcionales que encontró para regalárnoslos. Sé que las palabras con que dijo el mundo lo mejoran, lo alumbran, nos lo devuelven aliviado de sí mismo.

Sólo él supo cómo le hacía, sólo nosotros cuánto se lo agradecemos. Eso y la serenidad con que vivió, como si no le pesara el aire.

Poesía de la edad de oro, era lo suyo y era él.

¿Quién gobernaba España mientras Cervantes escribía el Quijote? ¿Quién Viena mientras Mozart hacía prodigios con la música que le cruzaba la imaginación? ¿Quién Florencia mientras Leonardo se preguntaba cómo volar? No importa. Ya nadie se acuerda, nadie siente en su piel ni  las guerras ni los desafíos de tales señores. En cambio, cada día y todos los días, algo de la estirpe de estos genios arropa nuestra vida.

¿Quién gobernaba nuestro mundo mientras García Márquez lo fue contando? Tampoco importará en unos años. Pero cómo eran los hombres, los peces de oro, las mujeres de lumbre, las piedras, la música, los eclipses, las dichas y desdichas de su tiempo, se sabrá para siempre. Y alguien, algún poeta después de la siguiente era glacial, terminará una fiesta con amigos repitiendo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

La esperanza y la alegría fueron el sello de agua de este hombre excepcional al que tanto hemos querido.

 “No te apures. Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree” le dijo una tarde, en mitad de la guerra, el coronel Aureliano Buendía a su amigo Gerinaldo Márquez, que lo veía, temeroso, guerrear por su libertad con “entusiasmo enardecido”.

Consuela recordar semejante sentencia pensando que Gabo, como su personaje, también vivió ganándose una inmunidad misteriosa. Morirse no será la suyo. Por eso estamos hoy aquí.   

* Este texto fue leído por su autora en la reciente Feria Internacional del Libro de Guadalajara.