• Diana I. Hernández Juárez
  • 29 Noviembre 2012
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La noche sentida, violenta, a la orilla del despeñadero, se deja acariciar por los dedos de la muerte.

En La región más transparente me extravié. En la enorme ciudad de México me perdí. Pero luego de incontables  lecturas, años de trabajo y viajes, ahora me atrevo a analizar la monumental novela de Carlos Fuentes y hacer mía a la ciudad del sol detenido.


Leí La Región más transparente por primera vez en 1984, cuando estudiaba la preparatoria y me deslumbró por completo, aunque muchas cosas me resultaron incomprensibles y opté por seguir  las palabras de Sor Juana Inés de la Cruz: “Mi entendimiento admira lo que entiendo y mi fe reverencia lo que ignoro”. [1] Debo confesar que en ese entonces reverencié la mayor parte de la compleja novela.


Extraviada en La región más transparente, disfruté los relatos y me sorprendí por sus historias; me perdí en las disertaciones filosóficas, traté de entender los pasajes históricos, pero sin analizar nada; sólo admirando esa   perfección de narrar: vidas y emociones, que me hicieron gozar y sufrir, e incluso llorar.


Todo ese universo caótico, fragmentado y múltiple, descrito por Fuentes me fascinó, tanto que  decidí estudiar Letras, ser periodista y conocer a la ciudad de México, misma que al tiempo,  me ha seducido y a la que  me he vuelto adicta.


Tengo cuatro ediciones distintas de La región más transparente.  Mis favoritas son: la primera que tuve, un pequeño libro del Fondo de Cultura Económica, con la fotografía de la Torre Latinoamericana,  imagen de la modernidad en esa época, toda maltratada y subrayada. Y la elegante edición conmemorativa de la Real Academia Española, con una serie de ensayos, que la catalogan como “el primer estallido del llamado bum de la Nueva Novela Hispanoamericana”, obra fundacional, clásica y ejemplar.


Al concluir la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica, en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP, tenía la intención de escribir mi tesis acerca de esta novela, pero  enfrenté el enorme reto que implica una obra de tal envergadura: hay tantas tesis, trabajos, ensayos, análisis, artículos, comentarios y demás textos sobre ellas, que se corre el peligro de caer en plagios involuntarios, lugares comunes, estudios reiterativos y no aportar nada nuevo. Así que mejor opté por el tema del periodismo, del que casi nadie escribe desde el ámbito formal de la academia literaria.


Las palabras manchadas de vida de Carlos Fuentes acerca del  Distrito Federal acabaron con mis temores, aun cuando narren con tanto detalle ese  dramático universo, en donde es permanente la lucha entre la vida y la muerte. Las descripciones tienen tal fuerza que nos llevan a identificarnos con Ixca Cienfuegos y a comprender que pese a todo: “En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”.


Dueños de la noche, porque en ella soñamos; dueños de la vida, porque sabemos que no hay sino un largo fracaso que se cumple en prepararla y gastarla para el fin…No tienes memoria, porque todo vive al mismo tiempo; tus partos son tan largos como el sol, tan breves como los gajos de un reloj frutal: has aprendido a nacer a diario, para darte cuenta de tu muerte nocturna (523).


La voz narrativa central de la novela maneja todos los tiempos: pasado, presente y futuro se encuentran.  Esa simultaneidad se desborda en los relatos y provoca una cascada de acontecimientos que se dispara en todas direcciones, generando un caos, pero un caos integrado dentro de la misma novela,  máximo ejemplo de la suma de géneros narrativos, en donde la ficción va al fondo del ser humano.


A  54 años de su publicación, La región más transparente es una obra que está más vigente que nunca, nos estremece por la densidad de su contenido y la maestría  con que Fuentes explora  la caótica identidad del mexicano, mediante un intrincado universo intertextual, junto con profundas reflexiones filosóficas, estéticas e históricas.


“Varias generaciones descubrieron a México en este libro”, afirma el poeta José Emilio Pacheco en la edición conmemorativa. Estoy totalmente de acuerdo, eso precisamente me ocurrió desde la vecindad cercana-distante entre Puebla y el Distrito Federal, pues era yo de las personas que tenía miedo de ir a la capital del país,  pensaba que era una ciudad monstruosa, en la que me iba  a perder, me podrían asaltar o hasta me iban a matar.


Nuestros imaginarios locales hasta hace algunos años, nos mantenían alejados en una especie de  burbuja  que nos hacía  idealizar nuestras pequeñas ciudades y despreciar a las grandes metrópolis. Esto va quedando en el pasado en la medida que avanza la modernidad, crece la población y se eliminan los límites territoriales, al menos virtualmente.


Con el paso del tiempo he aprendido a disfrutar de nuestra  “ciudad puñado de alcantarillas, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad perro, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera, hundida ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas” (21).


La ciudad de los tres ombligos me ha adoptado generosamente. Por trabajo y un posgrado que estudié en el DF, por años he ido cotidianamente. Puedo presumir que la conozco: he recorrido caminando todo su centro histórico; el Zócalo y sus alrededores, las avenidas Juárez y Madero; toda la hermosa avenida Reforma desde la Lagunilla hasta el Castillo de Chapultepec,  las librerías de la calle Donceles, las tiendas de ropa de la avenida Izazaga,  los museos históricos y los nuevos. Los modernos centros comerciales;  zonas perdidas y periféricas, sin tener jamás  una mala experiencia.


También he intentado las rutas de antros, bares y cantinas, como las sugeridas por el escritor Gonzalo Celorio en su novela Y retiemble en sus centros la tierra, pero nunca llego más allá del bar La Ópera. Reconozco que me falta entrenamiento en el arte del buen beber. Además de que es mejor evitar  el sacrificio al que convocan los atabales, si se sigue el recorrido completo.


 “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire”.
La frase que cierra el inicio de la narración y que se repite con toda su fuerza como  final de la novela representa un macro relato circular, que une el final con el principio,  con la intención de abarcar el todo. Un todo al que se integran las pequeñas historias y dramas de personajes tan disímbolos, pero que al mismo tiempo entre todos contribuyen a configurar la identidad del mexicano, aun cuando se trate de máscaras: una máscara, la piel del rostro sobre la piel del rostro o mil rostros, que van desde Cortés, hasta Sor Juana, Itzcóatl, Juárez, Tezozómoc, Gante, Madero, Felipe Ángeles, Cárdenas, Malinche, Zapata, Pancho Villa, Villaurrutia, Ávila Camacho, Nicolás Bravo y una muy larga lista que termina con los “tú sin tu nombre”. Los “tú que no te rajas y tú que me la mamas” (527).


¡Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc! ¡Jijos de Ruiz de Alarcón! ¡Don Asusórdenes y doña Estaessucasa, míster Besosuspiés y miss Damelasnalgas: no hay cuidado, se lo ruego, usted primero! (528)


Fuentes juega con nosotros y al mismo tiempo nos atormenta, porque así es el mexicano: llora y ríe a la vez, porque sabe “que no venimos a vivir, que venimos a dormir, que venimos a soñar”.  En esa exploración al fondo del ser, nuestro autor es despiadado y exhibe las miserias que se viven en las diferentes clases sociales, pero también nos redime, pues asegura que “si no se salvan los mexicanos, no se salva nadie. Por cada mexicano que murió en vano, sacrificado, hay un mexicano responsable”.


Y es que a pesar de todo –y otra vez el todo- “Todo lo que se puede compartir no se pierde, sino que es como si se tuviera dos veces”. Hasta que leí esto comprendí porque los mexicanos compartimos todo: alegrías, tristezas, riquezas, miserias, fiestas y hasta la muerte. Siempre he admirado el desprendimiento de nuestra gente de pueblo, que en sus fiestas comparte todo lo que tiene y hasta lo que no tiene, sin importarle quedar endeudada o sin nada.


“¡Qué más diera uno que trabajar bien y ganar lana en México!”. Cierto, qué más diera uno, y que vigencia de esta frase cuando la emigración y el narcotráfico están acabando con pueblos enteros de nuestro país.

 

[1] Fragmento del soneto de Sor Juana Inés de la Cruz dedicado a Carlos de Sigüenza y Góngora, frente a su “Panegírico” de los marqueses de la Laguna. Obras Completas (163).

 


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