• Diana I. Hernández Juárez
  • 29 Noviembre 2012
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La noche sentida, violenta, a la orilla del despeñadero, se deja acariciar por los dedos de la muerte.

La noche sentida, violenta, a la orilla del despeñadero, se deja acariciar por los dedos de la muerte. El caos de mariachis locos, narcocorridos, bombas yucatecas, sones jarochos y boleros desgarradores que chocan sin respeto alguno, alentados por litros y litros de alcohol, de pronto sucumbe. El orden irrumpe en la colmada Plaza de Garibaldi.  La muchedumbre se separa milagrosamente, como cuando Moisés dividió las aguas del Mar Rojo, y se forma un círculo o, mejor dicho, un ring humano, porque es la violencia y el morbo, no las canciones ni la algarabía, lo que ahora reina en una de las cantinas públicas más grandes y famosas del mundo.


            Ahí están, dueños de la noche, en su región más transparente. Dos pandillas han logrado acaparar la atención de la multitud, porque la riña entre miembros de cada bando, se ha convertido de pronto en una puja colectiva que provoca  remolinos y tropieza con los tríos, los jaraneros, los soneros, los norteños, mariachis y la concurrencia. Todos observan la pelea entre  jóvenes, muchachos que parecen no rebasar los 20 años, quienes a puño limpio resuelven entre sí el agravio, porque en "México no hay tragedia, todo se vuelve afrenta".  La lucha callejera se torna en un espectáculo alucinante que contagia a los presentes. Pero el encanto se rompe cuando una lluvia de botellazos inunda la explanada, convirtiéndola en un pandemónium: gritos, empujones, carreras, adrenalina  y miedo, instantes de temor que parecen detener el tiempo. La permanente lucha entre la vida y la muerte se manifiesta y se percibe detrás de los que buscan dónde esconderse.


Resulta extraño, en ese caos y como si fuera natrual la gente se organiza para huir y hasta se protejan unos a otros. Se impone entonces “la ciudad dolor inmóvil”, y así como empezó el zafarrancho también desapareció. Enseguida la fiesta se restablece en todo su esplendor: de nuevo todos los ritmos de México cantan al mismo tiempo, en medio del desmadre colectivo.


Música y baile hasta el amanecer para quienes se dejan  caer en la cicatriz lunar de la ciudad de México, sin importar los riesgos, ni el frío. Ricos, pobres, jóvenes, adultos, parejas de enamorados del mismo y de diferente sexo, grupos de amigos, turistas y tribus urbanas son parte de este auténtico ritual del caos que invoca al “eterno salto mortal hacia mañana”, pues aquí se aprende a nacer y a morir a diario.


Un grupo de jóvenes adinerados contrata a una gran banda norteña, cantan con tanto sentimiento, que terminan llorando abrazados. Extrañan a sus familias,  están en el DF estudiando, unos en la Ibero, otros en el ITAM y otros en el Tec de Monterrey.


En ese marasmo de embriaguez no hay faltas de respeto, al contrario hay una solidaridad intrínseca. Una tribu urbana me ofrece protección, porque les da la impresión de que estoy sola. Ven con nosotros, me dicen, quieres un trago o un cigarro, no vaya a apañarte algún gandalla. Mis amigas regresan y compartimos un rato con ellos. Nosotros no tenemos licenciaturas, nosotros tenemos oficios, somos artesanos y vivimos del trabajo de nuestras manos. No le robamos, ni le hacemos daño a nadie. Y sonríen con una candidez de niños.


Los agaves decorativos del centro de la plaza se convierten en mingitorios colectivos al aire libre; los borrachos pierden el pudor y tienen el honor de orinar sobre ese símbolo nacional. Conforme se acerca el amanecer empiezan los estragos, crecen las montoneras de basura junto con deshechos humanos, hombres y mujeres tirados en el piso. Comprendo mi extravío y huyo de inmediato, antes de que sea demasiado tarde.


Por un instante, sin embargo, fui dueña de la vida.

 

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