• Sergio Mastretta
  • 01 Mayo 2014
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Trabajar en Puebla, 1989

José Aurelio detuvo su taxi en el Paseo Bravo, sobe la 3 poniente.  La rubia altísima caminaba sobre la acera en busca de cliente. Miró por un momento los ojos del taxista y luego siguió el rumbo apretado de su hastío. 

“Trabajo no le falta  —pensó José Aurelio—, mamey 75, palito 150…sus razones tendrá de estar aquí todas las noches.  Lástima que sea puto, porque de verdad deslumbra de primeras esa güera”.

Arrancó despacio el auto.  Las demás muchachas esperaban algún despistado en las bancas en la noche fresca de mayo. “Se visten bien, parecen amas de casa o secretarias.  Seguro tienen sus hijos y su familia como cualquiera”, se dijo el chofer para pasar el rato, que a veces se alarga, sin pasajeros; recorría los barrios de mujeres en venta, iluminados por foquitos solitarios en las esquinas, con las sombras fraccionadas de muchachas de escotes explosivos, barrigas gruesas, nalgas adivinadas en la malla justísima. Sombras cuarteadas por rostros femeninos encendido de rímel y bilé, con lenguas chispeantes que ultrajan la luz, la ensalivan en desatinos que prefiguran su amor nocturno, pagando, eficientemente la estrechez de la cartera. José Aurelio metió el acelerador y pensó en Estela.

Era su amante. La subió un día al taxi cuando ella iba de carrera a la maquiladora.  En un rato tenía su historia: cuatro hijos, soltera, 26 años y un tiempo infinito dejado en el taller de calcetines. La vida contada por docenas de  pares, el destino atado a las manos que despeluzan formas aplanadas de pies futuros que ella no puede imaginar más que en sudores y malolientes callos, ojos de pescado, siente cueros, sabañones, juanetes y mil formas de podredumbre que el tiempo apisona en la carne a flor de tierra.  José Aurelio la tuvo en la mira una semana, con su carro como testigo de las penas de la Estela por llega a  tiempo a una jornada que inicia en la madrugada de niños somnolientos con el trago de café y la ropa húmeda recién planchada y que pasa por la escuela y el bebé encargado a la vecina y que tiene por aduana primera la supervisora a las ocho de la mañana en la maquiladora.

“Salgo a las seis —le dijo un día de pasada Estela—. Si quieres me esperas”.

La esperó, y José Aurelio siguió la ruta común de su experiencia amatoria: primero el estómago y después el hotel. Así llevaban ya varios meses.  Ya hasta la ayudaba con los calcetines que ella llevaba a la casa para completar el gasto.  En eso pensaba ahora, en lo que había dicho a Estela la última noche en la cama: para qué  fregarse tanto de obrera, se estaba matando y qué sacaba, diez, once mil al día, y el dolor en la espalda.  “Tienes razón”, murmuró para sí Estela, pero se quedó callada cuando le  aconsejó que mejor cobrara los favores a los amigos, que era su cuerpo y ahí ella mandaba, y nunca estaban demás quince vente mil pesitos.  Total, que le pusiera y ni quien se diera cuenta de que andaría de puta. “Es un trabajo como otro cualquiera…”

Estela no le dijo nada. Al otro día lo esperó como siempre a la salida de la maquiladora.

“Hoy no puedo —le dijo —, voy a que me pague el favor un amigo… ¿Y tú cuándo me pagas?”

José Aurelio apretó a fondo el acelerador. 

La avenida Juárez, solitaria con sus semáforos en amarillo, sin noctámbulos que impidan meterse en la vida de uno, era como los muslos abiertos de Estela, olvidados, perdidos.

(Foto de portadilla por Juan Carlos Olivares Morales, tomada de skyscrapercity.com)

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