• Judith Castañeda Suarí
  • 31 Octubre 2013
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Por: Judith Castañeda Suarí

En el camino

 

I

Estrené una libreta negra que llegó a mis manos como un obsequio. El bolígrafo empezó a dibujar lo que designo como mis habituales patas de araña mientras, atrás, voces femeninas imitaban el tono aflautado de una niña pidiendo “por favor” que le prestaran un celular. La razón para que llenara esas páginas amarillentas, para estrenarlas cuando siempre dije que no quería arruinarlas con mi fea letra, fue el viaje a un sitio también estrenado.

Iría al Festival Internacional Cervantino, a participar en una lectura de obra, invitación con la que me honró el maestro Jorge Arturo Abascal Andrade, el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes. Iría a Guanajuato. Los nervios de días anteriores se me hicieron nudo en el estómago y yo me acostumbré un poco a ellos, a su presencia disimulada por el acomodo y reacomodo de pasajeros y equipajes –ropa metida en una funda, mochilas–, por los restos de mi prisa para llegar puntual, a las ocho de la mañana, al Museo de Arte Virreinal, desde donde partiríamos. Antes, viendo las noticias acerca de la inauguración, las reseñas televisivas de algunas de las actividades, ese nerviosismo había ganado densidad y metros. Pero ahora, contra el respaldo, junto a Fernando Sánchez Clelo (con quien más tarde compartí el micrófono), quien tecleaba diálogos divertidos, los nervios iban adormeciéndose.

Y se me ocurrió que el rodar del bolígrafo sobre el papel amarillento y listado de una libreta nueva terminaría por apagarlos. Entonces empecé a llenar las primeras páginas con el viaje, que ya duraba unas tres horas.

 

II

El trayecto estaba estimado en unas cinco o seis horas y el paisaje empezó a marcarlas como si se tratara de las manecillas: casas, ocasionales gasolineras se asomaron al cristal de la ventanilla, a través de la apenas apertura entre las cortinas.

Abrí el libro que había estado leyendo desde hace algunos días, y por momentos fue como si se derramara la bruma que describía el autor colombiano en un volumen de casi noventa páginas, como si esa breve novela editada por Tusquets en su colección Andanzas, fuera una especie de contenedor o de crisálida que, nada más romperse, inundó una mañana calurosa con la nata blanquecina de ese pueblo lleno de pollos y ratones muertos.

Y yo apenas si miré los cambios; ante el sol y la neblina, ante las amplitudes sembradas con maíz, con nopaleras viejísimas y cumbres, con abismos de árboles y piedras que sólo un gigante podría mover, seguí escribiendo, tachando alguna palabra, dándole de vez en vez un vistazo a esa especie de máquina de escribir de Fernando, a esa pantalla táctil que no alcanzo a nombrar. Mientras, en mi celular tocaban el Réquiem de Mozart, Farinelli volvía a cantar para Haendel y Draco Rosa llevaba a otro nivel una de sus primeros temas como solista, Cruzando puertas, al interpretarlo a dueto con José Feliciano. De esa manera terminé sintiendo apenas el tiempo; hasta ahora esos ciento ochenta primeros minutos se habían escurrido en el vaivén del autobús, entre las pláticas de los asientos traseros y letras que aprisionaban una tradición decembrina, unas, y otras que contenían mis primeros intentos de un registro de viaje.

 

III

Poco pienso en el acto de escribir. No sé, imagino que lo anterior es una práctica más común en personas con formación universitaria. Seguro los cursos de filosofía o de lingüística les dan herramientas para reflexionar en el significado que guarda presionar un bolígrafo entre los dedos u oprimir un teclado. Lo anterior es algo ajeno a mí; sólo me asalta la necesidad de escribir y escribo. Es como una pulsión, un instinto.

La escritura aprisiona el mundo y lo que lo llena, se apropia de él, lo refleja, han dicho en presentaciones de libros, durante las que escucho atenta a quienes hacen uso del micrófono.

Rumbo al Cervantino, se me ocurrió que ese acto –llenar un pliego de celulosa con tinta– muy bien puede borrar la marcha del tiempo, porque al dejar de escribir uno puede darse cuenta de lo largo de las horas, y casi es posible ver cómo desfilan los tres mil seiscientos segundos que componen una sola de estas fracciones de medición.

Así, miré más el espacio entre las cortinas, adelanté la canción más seguido, cerré los ojos e intenté dormitar. Pero el tiempo siguió pesando, sólo un poco, antes de abrir la libreta de nuevo, antes de que el chofer hiciera alto para descansar, para que quienes así lo desearan bajaran a la tienda, a tomarse fotos o a buscar señal de internet. Quince minutos; otra vez el tiempo.

 

Hamburguesa con tenedor, cuchillo y vino tinto

 

I

De pronto el paisaje ya no fue más el habitual. Sí, eran las casas diseminadas aquí y allá cada tanto, en la carretera, los anuncios a nadie, quizá, pues quien conduce –y más en carreteras tendidas lejos de las ciudades– se mantiene atento a las señalizaciones, a la defensa de otros vehículos, a la intermitencia de la línea blanca entre carril y carril–. Las mismas casitas, decía, pero acomodadas en cumbres y en simas, en la geografía de una ciudad que está como agazapada, somnolienta, entre los pliegues de un manto verde y marón. Guanajuato; nunca había ido y no sé si regresaré alguna vez, aunque me gustaría; volver a perderme caminando a lo largo de túneles atravesados de puentes sería muy agradable.

Esto ocurrió al finalizar la lectura en el casco de hacienda donde se instaló Casa Puebla. Al bajar del foro en el que confluyeron una representación, minificciones con estructura de aviso de ocasión, cuentos y poesía escrita por un vampiro –la obra de Elvira Ruiz y la de Fernando Sánchez Clelo, la del poeta Pedro Vázquez Nieto, originario de Guanajuato, la mía–, dejé que el asfalto y las sugerencias de Fernando me guiaran.

Y entonces, casi a cada paso, iba encontrándome con escenarios dignos de llenarse con flashazos a discreción: túneles que más bien parecían ser producto de la mano de la naturaleza y no de la de los hombres –sobre los que, dijo Fernando, el escritor José Luis Zárate escribió en su cuenta de twitter que, de perderse ahí, inevitablemente se podía llegar a la Baticueva–, callejones estrechísimos y coloridos, donde las paredes y las angostas aceras cercaban a los vehículos –autos, transporte público en donde un Quijote de pintura galopa y se detiene para que el pasaje aborde y no para enfrentar a los molinos.

 

II

El nudo que son las calles, la enredadera arriba–abajo que hilvanan, se repite en la aleación que forma el ambiente, donde conviven personajes que, presiento, atravesaron siglos y puertas dimensionales sólo para saludarse durante el Cervantino.

Así, pude ver a Jack Sparrow platicando en una esquina con el Sombrerero Loco y Beatlejuice mientras, un poco más allá, chicas, unas vestidas de Catrina y otras de amplios ropajes dorados, con encaje, y jóvenes de calzas negras, igual que su jubón, invitaban casi a gritos a la callejoneada, a la exposición, a escuchar la música de las estudiantinas, para las ocho, para las nueve y media. Aparecieron también un don Quijote y un Sancho Panza metálicos, igual que un hombre que, a cambio de algunas monedas, permitía a los paseantes sentarse a su mesa y beber té mientras les tomaban fotografías. Como ellos, también yo sonreí delante de la cámara, junto al rostro melancólico y pálido de Edward Scissorhands, un Joven Manos de Tijera bastante parecido al que Tim Burton y Johnny Depp construyeran para el cine hace poco más de veinte años.

Pero la aleación que mencioné antes no se limitaba a las personas; los puentes de piedra, las vigas apuntalando balcones, árboles brotando de alguno de los muros, parecían no combinar con los automóviles que circulaban por calles angostas y llenas de curvas. Dos elementos me llamaron la atención. El primero, una vivienda de piedra y madera que se acomodaba, ruinosa, muy cerca de una especie de arroyo, por debajo del nivel del puente que conectaba Casa Puebla con el exterior. Ahí, en ese rincón, donde por lo regular creeríamos oír una de José Alfredo, una norteña o una cumbia, se escuchaba a buen volumen una canción de los años sesenta, cuando los inicios del rock en nuestro país. El segundo fue un estacionamiento inesperado, sorpresivo, pues en su fachada no había un anuncio que lo distinguiera como tal. Y es que la apariencia exterior de dicho estacionamiento era semejante a los puentes dejados atrás, a la especie de túneles abiertos construidos con piedra.

La comida que encontramos en ese caminar y caminar no fue la excepción: junto a restaurantes en los que se ofrecían platillos italianos, carnes asadas, hamburguesas, vinos, había vendedores a pie de “empanadas extremadamente argentinas”, como pude leer en el anuncio que llevaba uno a sus espaldas, pieza de madera, supongo, pintada de azul y blanco.

En un punto medio entre estos extremos estaban los puestos colocados en la calle, alguno de pays de queso recién horneados y ofrecidos sobre una pequeña mesa plegable de madera, frente a la Alhóndiga de Granaditas, cerca de la primera efigie conocida de Miguel Hidalgo, figura con el brazo derecho en alto que data de 1871.

Un carrito blanco, o al menos eso creo ahora, me hizo recordar el choripán que Rafael Toriz mencionara durante la presentación en Profética de su libro La ciudad alucinada. Sí, parecía algo muy simple, como lo describió el autor el 11 de octubre; era tan sólo la pieza de carne colocada en una plancha caliente, una gruesa espiral a la vista de los posibles comensales.

Al final, cuando las horas se habían acumulado hasta llegar a la noche, repetí con la cena esa amalgama, esa aleación que es Guanajuato: fue una hamburguesa acompañada con vino tinto que comí con cubiertos mientras mucho más allá de una calle cundida, las nubes ocultaban una luna que casi rozaba la pared amarilla de un templo.

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