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Por: Ramón Meza Rosales

Ese día comenzó como cualquier otro y Engracia estaba lejos de imaginarse que sería el último de su vida normal y corriente. Se levantó con el ruido de las bicicletas lecheras que iban por la calle. Fue a lavarse la cara en la pileta, y mientras lo hacía, vio al final del corredor, en la puerta de la vecindad, una sombra que penetraba sigilosa. Era su hijo Octavito, que regresaba de una de sus parrandas constantes. “Quiera Dios que no ande otra vez en malos pasos”, pensó con resignación.

            Sus sesenta y muchos años le dolían: le dolían en la espalda de tanto agacharse para lavar y planchar; en las piernas de tanto andar las calles hasta las casas donde hacía el aseo; en las manos donde se engarruñaba la incipiente artritis, pero sobre todo en brazos y muslos, que no abandonaba un hormigueo tenaz, a veces durante horas.

            Ciertamente le dolía el ánimo, sobre todo desde que el año pasado su marido había muerto. Era un dolor atemperado, sin embargo: se diluía en el recuerdo del desprecio y las palabras insolentes que le dirigiera durante tantos años de casados: “pendeja, no sirves para nada, mira cómo han salido de inútiles tus hijos”. “Pues seré pendeja y lo que quieras, pero al menos aquí tienes qué tragar, no como con tu golfa de pelos pintados de güero”, era su respuesta a muchas de las puyas. Anselmo había tenido roces más que fuertes con Octavito, quien solo hasta después de fallecido el padre se había atrevido a pisar de nuevo el hogar.

            Baldina, su hija menor, abandonada recién por su marido, salió del pequeño y oscuro cuarto que compartía —a fuerzas, “ni modos”, según decía— con sus otras dos hermanas, tallándose los ojos.

—Cómo amaneció, mamá— le preguntó sin mucho entusiasmo.

            —Bien, hija, bien— le respondió Engracia, quien estaba acostumbrada a no quejarse, por dura que fuera la vida. Ni cuando su viejo, años atrás, la golpeó por buscar trabajo de recamarera; ni cuando estuvo a punto de morir en el parto de Octavito; ni cuando su hija mayor, Eneldina, había fallecido con los pulmones podridos de tanto trabajar en la maquila; ni cuando… “Bien, estamos bien” era lo  habitual en ella. Si la vida hubiera estado hecha para quejarse, jamás habría tenido tiempo para una sonrisa o una caricia para sus nietos. Y por cierto, ahí estaba la más pequeña, Yaquelín, hija de Baldina, que se colgaba de sus faldas.

—Abuelita Gasiha, dame leche— le pedía con su vocecita. Le pasó la mano por el pelo necio y con cojera leve volvió a su cuarto para encender la hornilla.

            Húmedo por las recientes lluvias, la habitación de techo de asbesto —el terreno que ocupaba la vecindad había sido un chiquero alguna vez y el dueño había reciclado los materiales de construcción— apenas tenía lugar para un camastro y un ropero de un lado y una mesa larga en el otro, en uno de cuyos extremos se amontonaban los trastos de cocina y en el otro había una minúscula parrilla de gas. Ahí colocó el pocillo y vació el contenido de un cartón de sucedáneo lácteo. El mareo y el latido en las sienes se incrementaban a cada instante. La llaga volvía a punzarle al balancear su peso sobre los hinchados pies. San Pedro Cholula la envolvía con sus ruidos cotidianos: autos, tañido de campanas de las múltiples iglesias, pregón de vendedores de pan, tamales, elotes cocidos o gas, pero ella sentía que se encontraba muy, muy lejos.

            Mirando la leche dar vueltas, se perdió en el blancor: se vio como había sido muchos años antes: correteando en el campo, sumiendo las manos en las charcas, en busca de acociles o ranitas. Su padre la llamaba desde una casa flanqueada de milpas y ella venía, las trenzas ondeando al viento y el vestido sucio de tierra y juegos; luego aquella vez en que la robaron durante un carnaval —porque encarnaba a la novia de Agustín Lorenzo, bandido histórico que se robó a la hija del alcalde y todavía se la robaba en ese martes señalado de febrero—, muerta de risa, muchacha de porra, bajo asedio de los rancheros galanes. O aquella vez cuando, tras innúmeros sacrificios, consiguió ahorrar para llevar de paseo a sus hijos a Acapulco: el deslumbrante brillo acerado del mar en la tarde, visto por vez primera en la vida.

            Volvió a la realidad: se apoyaba en la mesa y jadeaba. La leche estaba desparramada por el suelo y la nieta berreaba. Se llevó la mano a la sien y sacó una traza de sangre: ni recordaba dónde se había pegado. A los gritos de Yaquelín acudió Baldina. —¿Qué pasa mami, está usté bien? ¿Quiere que la llevemos al doctor?—

            —No, hija, gracias, yo estoy bien, bien —dijo como por rutina, sin mucha convicción— es nomás un mareo, pero orita se me pasa.

            Quiso sentarse pero de súbito entró en un estado de ansiedad. Salió de su vivienda a paso rápido, tanto como se lo permitían sus piernas inflamadas. Vio una pregunta en los ojos de Octavito, que se aseaba la cara en la pileta; no le hizo caso y salió por la puerta principal. Allí se detuvo, jalando el resuello: las cosas se movían, o mejor dicho parecían acercarse y alejarse ante su vista, torcidas como en espejo de feria. Engracia se fue recargando en el quicio de la puerta y resbaló hacia abajo, lentamente, mientras el dolor le estallaba en la frente. Allí la alcanzaron sus hijas, cuando ya iba navegando en el desmayo.

            Cuando, después de un rato de confusión, llanto y gritos, se resolvieron a llevársela a la clínica porque no despertaba, buscaron en la esquina un taxi. Abusivo, el chofer les cobró el triple de lo habitual, según porque “quién sabe qué podía pasar con la doña en el viaje”. En la entrada de urgencias del blancuzco edificio del Seguro Social de Cholula había enorme cola; las urgencias no eran tan urgentes si no había sangre de por medio, dictaminaban las enfermeras de la recepción. Ahí mismo hizo mutis Octavito, ojo de chinche veloz, pues justo enfrente estaba la oficina de la policía, con la que todavía le quedaban cuentas pendientes.

            Engracia despertó y seguía diciendo “estoy bien, bien, no se preocupen, no es nada” cuando la pasaron con el médico. Los escrutinios del médico y las enfermeras que después la pincharon por todas partes revelaron una diabetes muy avanzada, que se manifestaba en una llaga persistente justo arribita del tobillo, que manaba líquido dulzón más que pus y que la enferma había ocultado por semanas con gruesos calcetines y vendajes. El cuadro se completaba con una hipertensión que ya hubiera tumbado a alguien menos recio, así como un deterioro de la vista, el oído y el sentido de la vertical; Engracia tenía moretones en brazos y rodillas por las caídas que  tan bien (también) disimulaba.

            La corpulencia de su cuerpo, atesorada en décadas de refresco y comidas con manteca, plenamente hacía lo suyo. No es que ignorara los consejos: cuando el antojo se vuelve hábito, demanda y manda.

Siete piezas dentales le quedaban de la otrora hermosa boca.

Y su vida ya no fue la que había sido: médicos, análisis, consultorios y remedios acompasaron sus semanas. Limpias y curanderías, asimismo. La pierna se agravaba; salían lágrimas de dulce y pus. Hedor persistente. Hijos y nietos, solícitos, llegaban a verla al cuchitril. “estoy bien, ya estoy mejor”, repetía sin esperanzas. Quién sabe si confiaba.

Una noche, casi entraba en paro. Internarse pa luego, pero tuvo la desgracia de caer con practicantes. Estos buitres de la medicina cursan sus años últimos, esperando graduarse y atender pacientes ricos, y practican operaciones a destajo, según que para “practicar”. El diagnóstico fue: o amputamos la pierna o se pierde la viejita. A saber. Lo cierto es que al otro día ya despertaba Engracia coja. Dolores insufribles. Y para acabar: la diabetes retardaba la el cierre de aquella maldita cicatriz. “Quien nos manda ser pobres”, repetía Pánfilo, meneando la cabeza. Era el único que había estudiado. Y recriminaba, sañudo, a los doctores.

Quince días después, pasó a mejor vida. “A acompañar al difuntito” aseguraban las vecinas. Mejor no: en el cielo se estarán agarrando a chingadazos.

La última vez que la vi fue detrás del vidrio del cajón. Se veía bien, a pesar de que estaba demacrada. Si no hubiera estado muerta nos hubiera invitado con humilde cortesía: “pasen, pasen a sentarse, orita traigo algo de comer”. Velorio sencillo, de pan y atole, cafecito de olla: fueron desfilando todos, amigos y parientes y choferes de la ruta, compañeros del marido. Ahí en la esquina, junto a los cirios, dejaban algo de dinero para cubrir los gastos del sepelio.

A Engracia la velaron dos veces: la última en su pueblo. Santa Ana, con un cementerio donde —literal— ya no caben los cadáveres. Apretada la metieron en una tumba excavada entre los últimos yerbajos, casi al ras del cementerio. Horas después, ya nada más quedó el recuerdo, entre polvo y música de fiesta, de los concurrentes que, tras comilona llorosa, por ahí se fueron dispersando.