• Emma Yanes Rizo
  • 29 Mayo 2014
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Cuando México inició en forma institucional su vida como país independiente, en 1821, no había luz eléctrica, ni carreteras, ni automóviles, ni radio, ni teléfono; las ciudades importantes y principales puntos de desarrollo económico quedaban lejos unos de otros, la comunicación era lenta, accidentada y azarosa, tanto por el mal estado de los caminos como por los bandidos que solían atacar recuas y diligencias. Sin embargo, en algunos grupos sociales reinaba el optimismo: el país era al fin de los mexicanos y había que reinventarlo, reconstruirlo de nuevo según nuestras necesidades. El reto era grande, honorable, pero en corto tiempo la guerra civil y las invasiones extranjeras oscurecieron el destino de la joven nación.


Mapa de vías férreas del estado de Puebla, 1910. Fuente: Luis Covarrubias Ibarra, Mi patria chica, gobierno del estado, 1990.

 

            Hubo no obstante, quienes, lejos de la política y de las armas, veían la salvación de la patria en el desarrollo de la ciencia, las artes, la industria y la aplicación de los adelantos tecnológicos. Una tarea no exenta de complejidades. Éramos un país rural y solíamos ver los adelantos del mundo, justamente como cosas de otro mundo.

            Gran parte de los hombres que consideraron viable la aplicación de los últimos adelantos científicos y tecnológicos en México, fueron empresarios e ingenieros que creyeron en el desarrollo industrial y, sobre todo, en el ferrocarril, como factor de progreso, apreciación muy lógica vista desde el presente, pero en aquélla época arriesgada y extraña. Construir y producir a pesar de las guerras y de la indefinición política fue labor de estos visionarios. A este grupo de pioneros pertenecen los ingenieros ferrocarrileros que ejercieron su profesión desde mediados del siglo XIX, con la vocación de crear una red ferroviaria nacional capaz de integrar entre sí la inmensidad del territorio mexicano.   

                        Por ello, al igual que en las líneas de la mano, en las que según algunos está señalado nuestro destino, creo que en las líneas férreas, en las vías, puede leerse también el pasado, el presente, quizás el futuro del país. En México, andar las vías es meterse en los sueños de otros: el de los hombres del siglo XIX que creyeron en el tendido ferroviario como condición para la prosperidad nacional. Andar las vías es conocer los límites y los alcances de dicho sueño.

            A mediados del siglo XIX, antes de la gran expansión de las líneas férreas extranjeras que vincularon el país hacia el norte, se creía que con la construcción de los ferrocarriles regionales conectados entre sí, se podía conformar la red férrea nacional, con base en capital local. En ese sentido se otorgaron diversas concesiones a los gobiernos de los estados y a particulares, pero en medio de la guerra civil se avanzó poco. Sin embargo, algunas de las líneas de ferrocarriles regionales sí se construyeron y se  incorporaron primero a otros ferrocarriles, después a los Nacionales de México. Una de esas Compañías fue el ramal de Tehuacán a Esperanza, en el estado de Puebla, que posteriormente formaría parte del Ferrocarril Mexicano y a  mediados del siglo XX de los Nacionales de México.

 

             El responsable del tendido y dirección del Ferrocarril Nacional de Tehuacán a Esperanza, de 51 kilómetros, fue el ingeniero Mariano Téllez Pizarro, egresado de la Academia de San Carlos en 1862. El tramo contó con recursos del gobierno federal. Su vía se tendió con rieles de acero diseñados por el propio Pizarro y conocidos justamente como Carril-Pizarro. Su innovación se aplicó en los ferrocarriles de Puebla a Izúcar de Matamoros, de Puebla a San Martín Texmelucan y en otros ramales. El servicio del ramal fue inaugurado en 1879, inicialmente con tracción de sangre. Tenía tres estaciones, la de Tehuacán, de mampostería, construida en una fracción de la Huerta del Carmen, cuyo terreno cedió el Ayuntamiento a la localidad; la de Cañada Morelos, de mampostería y adobe y la de Esperanza que lindaba con  la del Ferrocarril Mexicano, en el mismo sitio.[1]

             Por contrato celebrado en noviembre de 1879 se autorizó al referido Ing. Téllez Pizarro, para explotar el Ferrocarril Nacional de Tehuacán a Esperanza. Poco después, en noviembre de 1883 se autorizó la concesión relativa a la explotación de la vía férrea a la Empresa de la Compañía Limitada del Ferrocarril Mexicano del Sur, en virtud de que el General Don Manuel González había traspaso sus derechos y obligaciones en favor de la mencionada Compañía.[2]

             El servicio del ramal duró, con el cambio a las locomotoras de vapor primero y a las máquinas diesel después, hasta 1996.

              El presente texto ofrece un recorrido específico por ese ramal a finales del siglo XX. Como en una máquina del tiempo, pretende a caso acercarse a un sueño que fue posible y que cerró su ciclo.

 

            Tehuacán 

             La vida cotidiana en Tehuacán transcurre acompañada del silbido de las locomotoras diesel, que pasan de Puebla rumbo a Oaxaca, y del recuerdo del ferrocarril de otras épocas. Tehuacán es una ciudad rielera que se ha vestido de fiesta y de luto. De fiesta, porque la de Tehuacán a Esperanza fue la primera línea férrea nacional diseñada y construida en su totalidad por ingenieros mexicanos y la segunda en dar servicio completo, de estación a estación, luego de la del Ferrocarril Mexicano, que se inauguró en 1873. De luto, porque el 19 de noviembre de 1991 ocurrió en Tehuacán un trágico accidente: el descarrilamiento de un tren a la entrada de la ciudad, con un saldo de varios muertos, lo que obligó a la empresa Nacionales de México a construir un nuevo trazo para sacar las vías de la urbe. Cancelado el ramal original, en busca de aquél primer sueño, viajamos en un armón de gasolina. Nuestra tripulación: el Jefe de Vía, un motorista, el ayudante, mi amiga fotógrafa Tere Naveda y yo.



 

 

Inicio del recorrido en la estación Tehuacán. F: T. N.

 

            Desde el armón

             La  estación ferroviaria de Tehuacán da servicio de carga y de pasaje hacia Oaxaca y antes funcionaba también como terminal del ramal Tehuacán a Esperanza, la original abandonada, está en la zona centro de la ciudad. 

La antigua estación, 4 oriente y avenida Reforma.  Foto: CONACULTA. Sistema de Información Cultural. Patrimonio ferrocarrilero. Mayo 2004

 

          La estación actual fue construida en los años sesenta del siglo XX. Es pequeña. Cuenta con bodega, telégrafo, oficina del Jefe de Estación y del Jefe de Vía. En su contorno hay casas de madera para los trabajadores. En el andén algunas mujeres esperan junto con sus guajolotes ver pasar el tren.   

La estación de Tehuacán en 1996. F: T. N.

              Abordamos el armón descubierto a las nueve y media de la mañana, rumbo a Esperanza. El día está soleado. El armón, de gasolina, puede alcanzar una velocidad de sesenta kilómetros por hora, desde luego mayor que el ferrocarril de tracción animal con que se inauguró el ramal e incluso que de las locomotoras de vapor. Vamos cruzando la ciudad. El ayudante muestra la bandera roja para indicar nuestro paso preferencial y el motorista toca el silbato.

 

            La vía es una línea recta, interminable, que se introduce en la tierra árida, desértica, como un aventurero. Es la actual una vía ancha, con rieles modernos y durmientes de madera dura. Una que otra piedra hace brincar al armón. La resequedad se adueña del paisaje. Se ven desde aquí las pistas de un aeropuerto que da servicio a las avionetas que llegan y salen de Tehuacán. A poca distancia hay unas pequeñas instalaciones de PEMEX. Luego, otra vez la tierra caliza, blanca como la arena.


Sobre la vía rumbo a Esperanza. F: T.N.

           Un panteón de no más de diez tumbas, adornadas con flores amarillas y rojas, ilumina un  instante el paisaje. Vamos a cincuenta kilómetros por hora. Hace calor, pero el aire está frío. Nos detenemos a observar una de las granjas avícolas de los señores Romero, los dueños del emporio huevero en Tehuacán. Son los principales usuarios del ferrocarril. La materia prima que utilizan aún llega por tren y la producción de las granjas, pollo y huevo, sale de igual manera. La materia prima es enviada de los Estados Unidos a Veracruz por barco, cada uno de los cuales abastece seiscientos furgones de ferrocarril, rumbo a Tehuacán. “En total, comenta el Jefe de Vía, se mueven por tren para las granjas, dos mil furgones anuales.”       

            Continuamos el recorrido. Cactus, magueyes, de vez en cuando pirules, es lo que vamos dejando atrás. Al fondo, el Pico de Orizaba, un punto nevado a la distancia. Las palomas levantan el vuelo al paso del armón. El aire se siente cada vez más frío. No hay construcción alguna, sólo la tierra yerma. Del lado derecho se distingue un pequeño sembradío de cebada que se produce en pequeña escala, al igual que el maíz y el frijol. Vamos sobre la vía principal del ferrocarril Puebla-Oaxaca.

La estación de Carnero                                                                                         

       Llegamos a la antigua estación del Carnero, abandonada en los años ochenta del siglo XX y hoy tomada por las hierbas. El motorista y su ayudante se ven nerviosos. El Jefe de Vía indica que paremos el armón. No muy lejos, entre los matorrales, se distingue un tren que viene por la misma vía en sentido contrario a nosotros.  El ayudante se baja con su bandera roja rumbo a la curva. El Jefe se comunica a la estación por radio, así le informa al maquinista de nuestra extraña presencia. “Antiguamente en el ramal no había radio --comentan los trabajadores--, la radio entró hasta 1985 y sólo funciona en determinadas zonas. Antes el único medio de comunicación era el telégrafo que tenían las dos estaciones principales. Una situación como la de ahorita derivaba generalmente en accidente.”

            La locomotora diesel se acerca cada vez más, el armón parece insignificante frente a la máquina. En medio de la vía el ayudante y su bandera roja. El motorista mete reversa. Como dice la canción: ahí viene el tren, ahí viene el tren. Cuando se desvía la máquina por la vía alterna, nos entra una risa nerviosa. 

Desde el armón frente a la locomotora diesel. F: T.N.


El sorprendido maquinista y su ayudante. F: T.N.

             Recuperados del susto nos dirigimos a la estación Nuevo Carnero. Permanecemos estacionados un rato en espera de ver pasar el tren rumbo a Oaxaca. Algunos matorrales y pirules indican un clima más benigno.  

         Acompañamos nuestra plática con un discreto almuerzo de peras y manzanas, tenemos un solo refresco para todos. El ayudante se para a mover el cambio, nos instalamos hacia Esperanza. En la vía alterna, a un lado de nosotros, se detiene un pequeño armón que traslada personal ferroviario a la zona.  Se trata de una máquina de gasolina, corre hasta a 30 kilómetros por hora. Para arrancar el motor utilizan una palanca a la que le dan vuelta como si fuera una cuerda. Los trabajadores realizan esa operación para continuar su recorrido: taca, taca, taca, taca, suena el movimiento de la palanca, taca, taca, taca, pero no arranca el armón, hasta que lo empujan cinco trabajadores, dos de los cuales se suben al vuelo. 

Los dos armones. F: T.N.

            Estos armones son los que comúnmente se usan en el ramal y sustituyeron a los manuales todavía en funcionamiento en los años cincuenta del siglo XX, que consistían simplemente en una tabla con sus respectivas ruedas y un agujero, donde se colocaba el garrote para frenar. Dichos armones eran utilizados para el traslado de durmientes, herramientas de vía, etc. Las cuadrillas de vía eran responsables de empujarlos, tramo a tramo, los cuarenta kilómetros de Tehuacán a Esperanza. Un peón que conocimos después del recorrido lo recuerda de la siguiente manera: “Empujar, empujar, empujar, eso es lo que hacíamos en el armón de mano. Y órale, órale, órale. Cargábamos unos quince durmientes y duro y dale para arriba. Arriábamos todo hasta el kilómetro diecisiete, ahí a respirar, a atajarnos del calor en la cuevita del Balcón. Nos tronaba la camisa del calor y yo me decía, por allá por el año 1954, ¿cómo le haremos para no acabarnos con tanto empujón? Todos los días durante años, cuando arreciaba el sol, yo le echaba la pensada a esa cuestión. Vino a ser en 1962, allá en Llano Grande, recargado en la pala para aguantar el cansancio, que escuché la voz de la Virgen: --No seas corto de mente y cómprate una burra. Temblé yo la busqué pero no la vide. Tan luego recibí los centavos de la raya me fui a un ranchito para hacer negocio, comprando el animal a plazos. Entre toda la cuadrilla nos cooperamos para comprarle sus cueros y amarrarla al armón como si fuera arado. Y entonces sí jue la felicidad a iluminar los rostros de los muchachos y del mío propio al ver cómo jalaba la carga la burra. Nos íbamos hasta el kilómetro trece, ahí la poníamos a descansar, llegaba bien sudada la pobrecita. También le dábamos su paseo y su alimento igual al nuestro. Con la burra nos echábamos hasta dos viajes, andábamos bien campantes. La tratábamos bien, como a uno más de la cuadrilla, mejor de cómo los jefes nos trataban a nosotros. Los de antes ni la palabra nos dirigían, ni podíamos mirarlos a los ojos, tan sólo por eso nos ponían marcas de demérito. Bien que nos encariñamos con la burra, le gustaban los frijoles y la salsa roja. Éramos felices hasta que llegó a supervisar un Ingeniero de División. Se creía un segundo Dios en esta tierra. Le decíamos el Caballo Blanco, por rubio. Sabía causar temeridad. Se vestía muy arreglado, sombrero de pelo, pantalón caqui, parecía militar. Entonces llegó un día ese Caballo Blanco y vio a la burra, se restregó los ojos para ver si no se la estaba imaginando. Le dijo al Mayordomo de Vía, que era mi padre: --Váyanse con el animal hasta Esperanza, y si se descarrilan o se matan no es cosa mía. Pero si no lo logran me la quiebro. Los de la a cuadrilla echamos la pensada y dijimos:--Lo vamos a intentar, si nos murimos con la burra, nos murimos, bien que nos ha ayudado. Jue la circunstancia que ideamos el modo de llegar a Esperanza: subimos la burra al armón, la amarramos recio de su boca, de sus manos, de sus pies y vámonos, nos dejamos jalar por el propio armón a empujones y sude y sude. Poco antes de llegar a Esperanza soltamos al animal y la pusimos a jalar el armón. Al rato llegó Caballo Blanco, segundo de Dios en la tierra, y le dijo al Mayordomo, que era mi padre: --¿Pos cómo le hicieron? –Nada señor, es que el animalito jala harto, respondió muy valiente mi padre. Y así jue que nos dejaron quedarnos con la burra.”

      El armón de gasolina se introdujo al ramal a finales de los años setenta.

      Toma su camino el armón de dos velocidades y nosotros seguimos en espera para dejar pasar el tren rumbo a Oaxaca. Hace calor, no hay manera de tomar agua. El Jefe de Vía, un hombre moreno, de aproximadamente cuarenta y cinco años, buen conocedor de su trabajo, habla de rieles, de vías, de errores técnicos: “Cuando se ensanchó el ramal, por ai de los años cuarenta, no se cambió el terraplén de la vía angosta, así es que se tendieron los rieles y durmientes de vía ancha sobre un terraplén de angosta, incluso en algunos tramos se dejaron durmientes terciados de la vía anterior, que son más cortos y más delgados. Así es que, aunque se inauguró en los cuarenta como de vía ancha, en realidad el ramal era una mescolanza.”

      El silbido de la locomotora nos distrae de la plática. Vemos pasar la máquina y sus tres vagones.

Rumbo a Esperanza

       De nuevo en el armón viramos a la derecha, ahora sí rumbo a Esperanza. El trayecto se encuentra fuera de servicio debido a que desde 1994 la vía fue tomada por los lugareños, en protesta por lo cerca que pasaba el tren de sus casas.

       Al fondo, tangible, el Pico de Orizaba que parece llamarnos como una montaña mágica. El tramo por el vamos es parte del nuevo trazo. El ruido del motor acompaña el recorrido. Otra vez la zona desértica, un nopal, un  cactus, un panteón entre magueyes, la realidad de estos campos. La vía es una línea recta. Aquí parecen multiplicarse las cactáceas. No hay casas ni construcciones cercanas. Sólo, a lo lejos, un pequeño horno de ladrillo habla de actividad humana. Más adelante, otra de las granjas avícolas. En seguida, el poblado de Miahuatlán, a donde anteriormente llegaba la vía de Tehuacán para dirigirse a Esperanza.

Desde el armón, al fondo el Pico de Orizaba. F: T.N.

       Pero quiero conocer el tramo antiguo y cambiamos la ruta. Los durmientes están cubiertos por la arena. Se distinguen los viejos postes de madera para el telégrafo y algunos hilos sueltos. Lo demás, a falta de vigilancia en la vía, se lo han apropiado los lugareños. El trayecto es arenoso, blanco. La variedad de cactáceas habla del agua interna, retenida que retienen estas plantas. Más adelante, la ingratitud del clima. Los bajos matorrales y la yerba se comen la vía. Los postes  de madera y de riel para el cableado telegráfico, símbolo del siglo XIX, están abandonados. Parecen solitarios soldados sin mando después de la batalla, y la suya fue la del servicio ferroviario. A los lejos se confunden con los órganos que aparecen en el camino ya sin discreción. Un par de cuervos dialogan en uno de los postes.

        Seguimos en el armón sin detenernos. Una pequeña planta, espinosa y de flores rosas, está al alcance de nuestra mano, es la conocida como “uña de gato”. Su té cura el cáncer, según las recetas naturistas y los decires de un actor de moda. Del lado derecho vemos el casco abandonado de la Hacienda El Carmen, que contaba con un ladero para la carga y descarga de sus productos. (En el momento del recorrido no lo sabíamos, pero ese mismo día apareció ahí, torturado y golpeado por motivos todavía no esclarecidos, un diputado federal de PAN, según se comentó en las noticias de la noche).

       Construida de piedra y adobe la hacienda parece una muralla: resguardó en sus buenos tiempos a caciques y peones encasillados. Pasando la hacienda, la vegetación ofrece de nuevo pirules y bajos matorrales.

La ex hacienda del Carmen. Foto: T.N.

       Vamos de subida. Paramos un momento a observar la barranca tomada por los cactus. Al fondo se ven los pilares del que fuera el acueducto de la hacienda. 

Los pilares del acueducto de la hacienda. F: T.N.

               Es una zona desértica, de pendientes y de curvas. Un trabajador menciona por su nombre las distintas especies, me regala una que, promete, da una flor maravillosa. Continuamos con el recorrido. Llegamos a El Balcón, el punto donde está la pequeña curva que daba refugio a los peones de vía. Un punto también donde se distinguen en la barranca furgones con sus trucks hacia el cielo y los nopales que crecen entre sus fierros. Son testimonio de los accidentes, por demás comunes, en una zona de altas pendientes. Un chorreamiento  de una locomotora que iba rumbo a Tehuacán, provocó, en 1983, el accidente que tenemos ante nuestros ojos: son diecisiete las unidades volcadas. “En este accidente y otros han dejado la vida varios maquinistas y garroteros,” comenta el ayudante. Para recordarlos, a ellos y a la Virgen de Guadalupe, se realiza aquí cada año al borde del abismo, una comida en la que cada uno de los trabajadores coopera, según su categoría y sus ingresos.

Furgones en la barranca. F: T.N.

           

            Hacia Cañada Morelos

            Continuamos subiendo rumbo a Cañada. No hay manera de llegar a ningún lado más que a pie o en armón. Un grupo de hombres que trabajan sobre la vía con sus picos, palas y machetes, parecen alegrarse al vernos. Se trata de una sección compuesta por seis trabajadores: un mayordomo, un guardavía y cuatro reparadores. Son los responsables del mantenimiento hasta la conexión con Nuevo Carnero. Han recorrido varios kilómetros desde temprano, peleándose con la naturaleza, machete en mano. Empieza a ganarles en cansancio y la sed. La vía está invadida, tomada por la hierba; la sección se dedica a la vigilancia y a darle mantenimiento superficial al riel, en espera de una rehabilitación mayor. Nos despedimos.

La vía tomada por la hierba. F: T.N.

          

            Cerca de la vía, un toro mira con insistencia la bandera roja que porta el ayudante, lo espanta el silbato y pasamos. Después de una curva, tomamos otra vez la línea recta rumbo a la pendiente que se distingue a simple vista. Estamos en medio de los cerros, en una zona semiárida, sin más compañía que nosotros mismos, sin más salvación que una bandera roja. Al fondo del barranco, sumida en el desierto, se observan unos vagones, resultado de otro accidente. Un hombre a caballo cruza la vía. Abajo, una pequeña presa intenta aprovechar el agua en los meses de temporal.

            Se escucha otro motor. Viene de bajada un armón de dos velocidades. Nos hacemos señas con las banderas. Quedamos frente a frente, pero aquí, a diferencia de en Nuevo Carnero, no hay vía alterna. Es muy poco el espacio para hacer cualquier movimiento.

            ¿Quién se va a ir a pie?, pregunto en broma, ¿dónde está el helicóptero? Nos reímos un rato. Los tres muchachos que vienen en el otro armón, afortunadamente más liguero que el nuestro, cargan a mano el vehículo para bajarlo de la vía. Tienen muy poco margen de maniobra; un paso en falso y van a parar a la barranca. Seguimos. Los trabajadores suben su armón. Uno de ellos comenta que las ruedas están demasiado desgastadas, no hay refacciones. El Jefe de Vía les indica que continúen su camino. Nosotros seguimos el nuestro.

El movimiento del armón para permitirnos el paso. F: T.N.

           

            Pasamos por la parada de bandera de Cabras, sin novedad. Al fondo, la cúpula roja de la pequeña iglesia de Cañada Morelos, indica que nos acercamos a nuestro destino.

            Vamos subiendo, ya por el nuevo trazo. Algunos tramos parecen columpiarse. Pronto llegamos a Cañadas, son las once y media de la mañana. La antigua estación hoy abandonada es grande, parece un casco de hacienda. El Jefe de Vía comenta que los cobertizos que vemos es donde guardaban las mulas en el siglo XIX, cuando este ferrocarril era de tracción de sangre. No se ve movimiento. Sobre la vía, en el cruce de la misma con la calle Victoria, hay un montón de arena colocada intencionalmente por los vecinos en protesta, como se dijo, por el paso del tren muy cerca de sus casas, lo cual impide el la marcha de nuestro armón rumbo a Esperanza. El conflicto, en vías de solución con la aplicación del derecho de vía por el ferrocarril, originó que la carga conducida a Tehuacán, se tenga que realizar desde esa fecha a la actualidad, en un rodeo de 250 kilómetros.

La estación de Cañadas, abandonada. F: T.N.

 

            Damos una vuelta por este pueblo antiguo, tiene un aire de abandono: está adoquinado, cuenta con portales y arcos, faroles, puertas de madera y una placa de hierro donde se especifica que los portales datan de 1882.

            Volvemos a las vía. Los trabajadores le dan vuelta al armón con una rampa especial que llevan a bordo. Regresamos a Tehuacán por el nuevo trazo, sin percances. 

Cruce de vías de regreso a Tehuacán. F: T.N.

 

            Esperanza

            Por la tarde, en automóvil, llegamos a Esperanza. La niebla cubre el sol que parece, tras las nubes, una inmensa luna llena. Esperanza, nombre de una hacienda a la altura de las expectativas del renovador siglo XIX. El lugar sigue siendo punto de contacto de la zona centro del país con Veracruz y Oaxaca. Tiene sin embargo poco desarrollo económico. Originalmente la estación del ramal era de madera, con techumbre de lámina galvanizada, el terreno de 15 000 m2 fue obsequiado a la empresa por el propietario de la hacienda del mismo nombre. Ahora la estación está abandonada. Los borregos pastan sobre la vía. El tanque de agua para el servicio de las locomotoras de vapor se adivina. La niebla entra y sale por la Casa Redonda de la antigua estación del Ferrocarril Mexicano, colindante con la del ramal,  que también funcionaba como terminal del mismo en el siglo XX. Me acerco a un viejo que cruza las vías con su bicicleta: --Ya se está yendo la gente de aquí, me dice, se van al norte o a la capital. Antes se juntaba harto trabajo con las locomotoras, los fierros, el pasaje, ahora ya sólo sopla el viento. Y se aleja con su bicicleta hasta perderse.    

                        La estación de Esperanza del Ferrocarril Mexicano, por su parte, contaba en sus inicios con oficina, bodega, habitaciones para los trabajadores, casa redonda, depósito de máquinas y un taller de herrería.   Fue clausurada en octubre de 1996. En el 2013, luego del movimiento social de los lugareños de Esperanza y ex ferrocarrileros, la estación se convirtió en Museo. Se cierra así el ciclo de un antiguo sueño.

 

            (Emma Yanes Rizó, Doctora en Historia del Arte por la UNAM, es investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del INAH. El presente texto fue presentado en el XII Coloquio de Historia Contemporánea, DEH, mayo, 2014.)

 

[1] Sergio Ortiz Hernán, De las estaciones, MNFM, FNM, SCT, 1995, p. 25.

[1] CONACULTA. Sistema de Información Cultural. Patrimonio ferrocarrilero. Mayo 2004




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