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Por: Esther Rizo Campomanes (1921-2013)

Ilustración de portada: Casandra Robredo Bretón, mayólica. 2013

Esther Rizo Campomanes murió el domingo 15 de septiembre pasado en la ciudad de México. Nacida en Madruga, Cuba, el 9 de septiembre de 1921, llegó a México a los cinco años. Se hizo novelista a los ochenta y siete. “La vida empieza a los cincuenta”, solía decir. Y cuánto vivió a lo largo de sus noventa y dos años.
Rebozo de aromas, editada por Santillana en su colección Suma de letras en el 2009, está inspirada en su propia historia familiar, y por ella “conocemos la vida íntima de una familia mexicana y vemos cómo el destino de cada uno de sus personajes se mezcla con la historia de México entre la primera mitad del siglo XIX y el inicio de la revolución.

En su memoria, Mundo Nuestro publica el primer capítulo de la novela. Publicamos, además, un texto de la escritora Ángeles Mastretta (El rebozo de Esther), y el arranque del texto Aroma de Luto, de la historiadora Emma Yanes Rizo, publicado por la revista Artes de México.


Esther Rizo Campomanes (1921-2013)

Memoria de Esther Rizo                                                                       

Por Paulina Mastretta

 

16 de septiembre

Hace 203 años un pueblo quiso ser libre.
Hace 203 años murieron como héroes muchas
personas, pero sólo recordamos a los más
importantes. ¿Realmente murieron ese día?
No, los héroes patrios continúan entre
nosotros, en nuestros recuerdos y
tradiciones de siempre.

Ayer murió otra heroína de la patria,
tal vez no sea conocida por el resto del
país o tal vez sí, gracias a sus libros,
pero hay una cosa clara: permanecerá
en los recuerdos de todos los que
llegaron a conocerla y los que la
conocerán cuando los nietos les
platiquemos a nuestros hijos
sobre ella.

Un momento que me dejó paralizada
fue cuando mi tía Rosa, la hija de la tía
Esther, me dijo: --“Mi mamá se murió
leyendo tu novela”, casi se me va el
alma a los pies. Después me aclaró
que no en su último momento,
sino  en sus últimos días, lo cual
me tranquilizó un poco.

Una vez alguien dijo: “Uno no muere
cuando  el corazón deja de latir,
muere cuando es olvidado”.  
Donde quiere que esté ella 
seguro que estará bien y
sonriendo como siempre.

Recuerdo claramente que juntas
asistimos en Puebla al taller de novela,
ella a sus 85 años, yo a mis 18 años.
Juntas empezamos nuestro
camino literario. Ella terminó su
novela antes que yo. Por eso me
alegra saber que logró leer la mía
ya terminada, aunque no sé en
qué capítulo se quedó, eso será
siempre un misterio.

Gracias tía, gracias por tu sonrisa
y entusiasmo. Gracias a ti pude
terminarla. Te voy a demostrar que
la publicaré y la daré a conocer
al mundo.

Descansa en paz.

            

 

 

 

Cuando llegaron a Orizaba –le relató Juana a su hija el viaje que había emprendido con su familia hacia el exilio—el hotel les pareció un oasis. Su amplia terraza con mecedoras de madera blanca daba al jardín, cuyo buen olor a gardenias y jazmines parecía refrescar el aire que penetraba hasta el comedor, en el cual se notaba el movimiento que precedía a la cena. Su ánimo mejoraba con las conversaciones en voz alta y la risa de huéspedes que, como ella, buscaban un refugio temporal, un paréntesis para preparar su regreso a la capital o la continuación del viaje hacia el extranjero.

 Carmen y Juana apresuraron a su padre para que las condujera a las habitaciones que ocuparían él y su madre, a quien tomaban por la cintura, pues casi no se sostenía sobre sus pies.

Les encantó la amplitud de la recámara, la inmensa cama de latón con sus balaustradas de cobre recién pulidas. Los mosquiteros blancos y la lencería de Brujas; les confortó saber que, a pesar de tanto borlote, todavía, en algún lugar, quedaba un resto de buenas costumbres. Un aguamanil de porcelana blanca decorado con flores y, haciendo juego, una gran jarra llena hasta el borde que le servía para asearse. El tocador con su amplia luna biselada y su banqueta, un pequeño sofá, dos sillas doradas y los sólidos burós, a cada lado de la cama, todo en el más puro art nouveau, completaban la decoración.    

Tenían la intención de ayudar a su madre a desvestirse, y así poder liberarla del apretado corsé que con dificultad le permitía respirar. Primero le quitaron los zarcillos de perlas y el collar de tres vueltas. Desabotonaron lentamente su vestido de viaje de brocado gris. La despojaron de los apretados botines de cuero, de los innumerables refajos y, por último, del corsé que había encajado sus varillas en la piel, de tal manera que parecían marcas de latigazos.

Era la primera vez que miraban su desnudez, sus caderas y sus senos mórbidos. La lavaron con agua de rosas y aceite de romero. Deshicieron el alto moño construido con sus trenzas castañas, despojándola de horquillas y ganchos. Con su cepillo suave alisaron sus largos cabellos que llegaban a la cintura y los ataron con un listón. La espolvorearon con su talco preferido de la casa Coty y la vistieron con un camisón de lino blanco, abotonado hasta el cuello rematado con un lazo del mismo color que el de sus cabellos.

Cuando lograron acostarla, animadas por sus suspiros de alivio, se atrevieron a preguntarle cómo se sentía. Les respondió solamente con una tierna sonrisa de despedida.

Su madre no volvió a pronunciar palabra. Se había quedado enredada en sus adioses. Ella, que nunca quiso irse de México, había sido invadida por el silencio. Inhábil para descubrir bellezas extrañas, demasiado cansada para intentar emprender nuevos caminos, se quedó atrás, sin sueños ni palabras.

El corsé descansaba sobre las losas del cuarto, como una muñeca rota.