• Verónica Mastretta
  • 12 Octubre 2015
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La fiesta de cumpleaños de mi hermana duró 36 horas. Empezó con una comida en mi casa en Puebla y terminó al día siguiente en la suya, en el D.F., a las doce de la noche, la hora en que se cumplen o se rompen los sueños, viendo el partido de México contra Estados Unidos. Dado el glorioso final del partido, nuestros sueños llegaron a buen puerto en medio de un griterío parecido al de una cantina de barrio en donde se juega una partida de cartas con baraja española.

 

 La comida en mi casa fue chiquita, y más que la celebración de un cumpleaños fue la reiteración de un pacto de amistad que empezara hace cincuenta años entre mi hermana y una amiga a la que conoció a los diez, en tercero de primaria. Sus caminos se bifurcaron muy temprano y cosas muy distintas sucedieron  en las vidas de ambas, pero siempre, en los momentos cumbres de felicidad o de desastre, vuelven a encontrarse para retomar la amistad que inició cuando ninguna de las dos adivinó que la suya sería de las que duran toda la vida. Cosa rara las amistades largas, y por casualidades del destino, la fiesta de mi hermana fue un pretexto para que viniera a Puebla a tocar base con su amiga, remolcando a su marido fuera de la guarida que él tiene en el D.F., un estudio lleno de libros acompañados por una televisión enorme. Dicho estudio se convierte en un  palco de fútbol virtual y muy concurrido, donde circula el vino y el tequila cuando hay partidos importantes, y si no son importantes, también. El  palco abre muy seguido.

Del lado de nuestra casa original, mi papá y mis hermanos fueron fanáticos del fútbol desde que yo tengo memoria. Mis hermanos fueron miembros activos y muy destacados de equipos de fútbol escolares. Por las tardes, el jardín de mi casa  mutaba en cancha vecinal en donde se jugaban partidos de cuatro contra cuatro o  al que mete gol para, chutando despiadadamente contra las buganvilias y alcatraces. Los domingos a medio día, la pequeñísima  sala de estar se convertía en un centro de culto en el que los cuatro hombres de la casa, todos apretujados en un sofá, veían jugar al Atlante o a las Chivas y se odiaba por puro gusto y prejuicio  al América.   A mi papá le encantaba llevar la contra, criticar ad Infinitum a los locutores, ningunear a la selección nacional e irle al más probable perdedor, sin por eso dejar de apesadumbrarse cuando los entonces llamados  ratoncitos verdes eran derrotados.  Era casi impenetrable esa capilla dominical en la que las mujeres de la casa rondábamos por fuera sin imaginar que acabaríamos presas de las bajas y contagiosas pasiones del fútbol.

En la familia del marido de mi hermana resultó que también se cojeaba del mismo pie. El fútbol fue motivo de culto por igual. Luis Miguel Aguilar encabeza a los fanáticos ilustrados de esa familia,  pero por eso mismo , debido a su barniz de ilustración, son aún más locos que los nuestros, o por lo menos igual. En su debido momento a mi marido le picó también el bicho del fútbol, después de haber despreciado por años los gustos arrabaleros de mi familia. Se dio el lujo de meterse a la directiva del Puebla y presidirla a finales de los ochentas y por 4 años, de lograr con esa directiva los últimos grandes campeonatos que tuvo el Puebla, y de formar parte del grupo que le arrebató a Televisa por dos años el control absoluto que han ejercido sobre los destinos del fútbol mexicano. Como experiencia  le valió la pena, aunque cara pagó su osadía. Eso sí, se volvió un converso  más, y de paso contagió a mi hijo y a mi hija mayor con el virus del apasionamiento por el fut.

Al otro día de la fiesta de mi hermana y todavía crudos de desvelo, vino y conversación, entre ella y su marido nos convencieron de ir al D.F. a ver los dos partidos del sábado, el de México -Canadá y el temido México-Estados Unidos, que podría llevarnos a la Copa Confederaciones.  Así que en la tarde del sábado nos encontramos en el palco virtual una bola de personas que en la vida diaria parecemos normales,  pero que ante el juego de México-Estados Unidos regresamos a comportarnos con los bajos instintos del clan del oso cavernario. Durante el juego  pasamos del triunfalismo tempranero, al desencanto y al sufridero del empate1 a 1 y al  martirio de los tiempos extras. De nuevo la gloria y el abismo con el empate a 2. A partir de ahí , lo que imperaba en el palco era la ansiedad, la angustia, el mentadero al jugador que se equivocara, el calificativo de asesinos seriales por el hecho de estar pelones , al número 8 de los gringos y al portero gigante que vestido de amarillo se parecía al trofeo. Luego el encono derivó sobre el entrenador alemán Jurgen Klismann, con injustas alusiones a  desconfiar de él porque sus compatriotas de la VW hicieron  trampas con once millones de motores. No venía al caso, pero en el amor, en el juego y en la guerra todo se vale, y el palco estaba armado hasta los dientes con improperios y pasiones exaltadas. Mi hermano Carlos se acercaba al televisor con el puño cerrado ante la menor falta de un gringo y Daniel, que solo se enoja una vez al año, la agarró contra los mexicanos que fallaban al más puro estilo chaquetero. Todos nos dirigíamos al Tuca como si fuera un dios capaz de escuchar a distancia y conceder milagros.  Casi al final, Luis Miguel recuperó la calma, y como en un conjuro describió como debía de "coserse e hilvanarse" la jugada para lograr el gol del triunfo. Todo menos ir a penales. Un minuto después, como por nota, la jugada soñada por Luis se dio,  y cayó el tercer gol de México. ¡Qué griterío, que escándalo! Y la frase final de mi hermano Carlos: ¡Pinche Trump, mugres gringos, con esto apenas y queda pagado lo que nos hicieron en 1847!.... Que conste que no somos rencorosos.

Nada como una celebración de 36 horas que además de festejar el nacimiento de una persona de corazón espléndido, en el alma de algunos saldó una afrenta de 168 años y una pequeña parte de las majaderías de Trump.

Todo lo dicho durante el encuentro partidista no representa la línea de pensamiento de nuestras familias, ni que de corazón seamos xenófobos, simplemente es producto de la sinrazón y la falta de cordura que produce el fútbol y la exaltación de la amistad  que florece regada con un poco de vino. 

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