• Verónica Mastretta/Vida y milagros
  • 05 Mayo 2015
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Todos somos trasgresores en potencia, unos más, otros menos, pero en algún momento de nuestras vidas cometeremos una o muchas transgresiones, para nuestra fortuna mayoritariamente pequeñas. Quien diga que nunca se ha pasado un alto, tirado una basura en la calle,  estacionado en lugar prohibido, cruzado por en medio de la calle, o manejado con unas copas de más,  o miente o merece estar en un museo. Creo que la decisión de transgredir dependerá de qué tan inadecuada o innecesaria nos parezca  la regla que violentaremos, el costo-beneficio que obtendremos  y el cálculo entre el tamaño de las consecuencias y la posibilidad de ser sorprendidos. El alcoholímetro es un buen ejemplo de que a mayor sanción, mayor disminución del delito de manejar ebrio.

Leyes y normas razonables y consecuencias ciertas por incumplimiento, son lo que acota la conducta humana. El juego del estira y afloja de los límites lo conocemos bien. Niños, adolescentes, adultos de todos los rangos  de edad, e incluso ancianos ya colocados en el tobogán que conduce a  la alta vejez, todos, estaremos siempre fluctuando entre el respeto a  la ley y el orden y la transgresión. Entre más grande es una comunidad, más reglas se implantarán para una tolerable convivencia, pero las transgresiones a las reglas serán una tentación  cuyo límite respetaremos por convicción o porque no estamos dispuestos a aceptar las consecuencias. En México están prohibidas muchas cosas, pero la vigilancia para el cumplimiento de la norma o la convicción motivadora suelen quedar cortas, y  es así que los pequeños ladrillos de la civilidad se rompen cada día dejando un endeble edificio social.

 Hay dos ejemplos que me encantan cuando pienso en este tema. En el primero, un  policía está parado en un espacio público junto a un letrero que dice "SE PROHIBE FUMAR". Un señor se acerca y le dice:

--¿Me puedo fumar un cigarro?

El policía le responde:

 --¿Que no ve el letrero que dice que no?

--¿Entonces, de quién son todas esas colillas?

--De los que no preguntan --le dice el policía.

Las colillas son de transgresores que han encontrado a una autoridad negligente ante una norma que a ellos no les parece respetable. El otro ejemplo lo vi en internet y es un experimento inofensivo llevado a cabo en un kínder. Cerca de la hora de recreo, la maestra  pone un platón de pastelitos cubiertos de merengue en la mesa del salón en donde se servirá el almuerzo. Acto seguido abandona el salón y les dice a los niños de cinco años que no deben de tocar los pastelitos hasta que ella regrese, sin dar mayor explicación. Una cámara filma a los niños, y conmueve ver cómo en los primeros minutos esperan con tranquilidad; el tiempo corre lento en la infancia, y conforme pasa y la maestra no regresa, los niños irán tomando diferentes actitudes: unos cerrarán los ojos y los apretarán para no ver la tentación, otros se cruzarán de brazos y se retorcerán nerviosos en sus sillitas. Algunos empezarán a hacer cortos acercamientos y rondines a la mesa de la tentación.  Hasta que hay uno que le da el primer dedazo al merengue. Unos minutos después todos los niños estarán comiendo pasteles. La maestra no les dijo por qué no pueden comerlos, ni tampoco  qué consecuencias habrá si lo hacen. Y entonces el impulso transgresor hace su aparición.

Cuando cursé la secundaria, en nuestro pequeño colegio trabajaba una portera  llamada Alicia; tendría cinco o seis años más que nosotros y ya era mamá de un bebé. En nuestro colegio  estaba prohibida la comida chatarra o la considerada insana. Podías llevar el lunch de tu casa o comprar las tortas que vendían en el colegio,  ricas pero siempre de lo mismo. Afuera de la escuela estaba la mejor vendedora de antojitos de la zona, con especialidad en molotes y gorditas. Por módica propina,  Alicia salía y regresaba con un tambache de diez o quince molotes escondidos entre el rebozo y su bebé. También podía traer un paquete de satanizados chicles, tamarindos, churritos con limón y chile, todo lo prohibido en el colegio. ¿Quiénes encargábamos? Pues las más irreverentes, antojadizas o desorganizadas para llevar un buen lunch desde la casa. Un sábado, en época de exámenes finales, Alicia, ya encarrerada con el tráfico de cosas, le fue a avisar a una de nuestras compañeras con la que más confianza traía, que acababan de ir a dejar  al colegio los exámenes de física y que el clóset de la dirección estaba abierto. Su aviso cayó en blandito en el mercado de la desesperación de las que fallábamos en esa materia  y a las que el maestro de física ya nos traía en jabón. De veintitantas alumnas, quince éramos las urgidas. Corrieron las llamadas por teléfono y Alicia sacó el examen entre el niño y el rebozo. Se copió el examen y el original   regresó sin contratiempos a su lugar. Una de las aplicadas que era de confianza  lo resolvió  y luego circuló entre las necesitadas. Por supuesto nos cacharon. No era creíble que de las quince zánganas en física todas saliéramos tan bien. Todas negamos todo. Pero la directora tenía colmillo de policía mexicano y nos aplicó la prueba del bolígrafo: simplemente nos repitieron el examen. Hubo muchas reprobadas y regañadas. Pasado el tiempo siempre me he preguntado si no hubiera sido más fácil aprender física. Siempre me contesto igual: el profesor era malísimo y tampoco en el colegio se consideraba que la física era una materia esencial para niñas. Nos castigaron y reprobaron en conducta, pero  nunca nos enseñaron el maravilloso lenguaje de la física. Fueron consecuencias pagables. Pero qué bien nos cuidamos en esa época de cometer las verdaderas  transgresiones de esos tiempos: declararte atea o perder la virginidad con el novio. Ahí bien que sabíamos que no estábamos dispuestas a pagar las consecuencias del ostracismo social.

 Las prohibiciones se pueden acatar por convicción, cuando entendemos que detrás de ellas hay un bienestar colectivo o una explicación poderosa y lógica de que dicha prohibición acarrea beneficios. También se acatan cuando sabemos que habrá consecuencias superiores al beneficio de transgredir. No asumir que en cada uno de nosotros hay un transgresor en potencia es no entender la naturaleza humana. Por eso no debe prohibirse a la ligera ni tampoco permitir la transgresión sin consecuencias. Y no me refiero a transgresiones religiosas o códigos morales, porque eso es absolutamente personal. Hay un código moral para cada sistema de creencias, y cuando se asume libremente, la discusión es entre la persona y su conciencia. Yo me refiero a las reglas de convivencia en un país. Y lo reflexiono  porque me asusta la guerra desatada en México a raíz de la prohibición de producir y consumir ciertas  drogas, prohibición que les compramos a los norteamericanos aun cuando su enorme alberca de consumidores aumenta cada día, en especial de los productos derivados de la amapola, porque la siembra de marihuana, permitida en México hasta hace medio siglo y ahora tolerada en Estados Unidos,  hoy está absolutamente prohibida en nuestro país. ¿En qué momento les compramos esa prohibición a los gringos, cuando es en su país en donde existe una enorme demanda? ¿Por qué en 1923 no les compramos la prohibición de consumir y producir alcohol  y  sí caímos de lleno en la prohibición de drogas que ellos mismos fomentaron que se cultivara en México masivamente durante la segunda guerra mundial? ¿Qué ha sucedido para que un enorme grupo de mexicanos se encuentre sumergido en la economía y la lógica del narcotráfico? ¿Por qué el tamaño del desafío? ¿Cuál es el costo-beneficio de la transgresión?  ¿En qué momento los grupos del narco alcanzaron el poder  y la decisión para tirar un helicóptero del ejército en un paraje de Jalisco y armar tal jaleo en una ciudad del tamaño de Guadalajara? ¿Se debe a lo absurdo de la prohibición o a la incapacidad de obligar a acatarla? Después de diez años de prohibición de alcohol en Estados Unidos (1923-1933)  ésta fue derogada por absurda, dañina e incumplible; el que quiso emborracharse siempre encontró con qué. ¿Por qué no se ha hecho lo mismo con respecto a las drogas? ¿Quiénes se benefician de la prohibición? ¿Por qué no sustituir prohibición con prevención? ¿Por qué no gastar el dinero del combate a la producción, tráfico y consumo, a la educación? ¿Por qué no regular la producción y el consumo? ¿De qué tamaño es la amenaza para la actual economía mexicana construida alrededor de esa prohibición? ¿Qué tanto amenaza a la misma economía ilegal de los Estados Unidos? ¿Por qué hemos aceptado esa prohibición sin darnos cuenta de que como país no la podemos hacer cumplir?

Siempre regreso al  tráfico de molotes a lo largo de los tres años de la secundaria. Las primeras veces Alicia traía los molotes a la vista.  Cuando nos lo prohibieron,  Alicia los escondió entre el niño y el rebozo. Para cuando el niño caminó, los metía en una cubetita que cargaba el niño. A nosotros y a Alicia nos parecía absurda la prohibición, y además para Alicia fue una fuente de ingresos pequeños pero diarios a lo largo de los tres años. Ergo: comimos molotes toda la secundaria.

¿Cómo le vamos a hacer en México para remontar la negra red creada a lo largo de estos años de prohibición? ¿Qué  pasaría con los que ahora se dedican a eso? ¿De qué vivirían? ¿Cómo hacer para desmontar el edificio perverso de simulación, corrupción y ganancias estratosféricas de una economía clandestina de narco dólares a la que el país está acostumbrado ya? ¿Cómo reconstruir el endeble y torcido sistema judicial ejercido alrededor de dicho decreto condenatorio? ¿Cómo vamos a evitar que los helicópteros sigan cayendo del cielo transgresor?

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