".$creditoFoto."
Por: Ramón Meza

Puta cómo se viene tardando el autobús, no es onda que la última corrida la manden media hora después de la penúltima, el paradero se llena hasta el tope y uno se anda pisando con los de al lado. Y entre los pisotones pasan los pequeños vendedores, casi enanos, con sus bolsitas de galletas o cacahuates rancios, que cómpreme esto o lotro, casi por caridad, suplicando con la mirada.

Y esto se repite en la terminal todas las noches, pero es que ya la vida es un interminable cliché que jamás se altera, salvo por las tardes en que cae aguacero. Entonces toda esta parte del centro se inunda, y uno tiene que chapalear contra la corriente, llegar empapado y esperar, agradeciendo el calor de los cuerpos próximos, quizá también escurriendo de lluvia y cansancio.

Pero ya llega el último de la noche, y aunque las piernas se han envarado y duelen, estiro el cuello para ver por dónde va a detenerse, es casi una felicidad ver sus foquitos, su letrero que parpadea PUEBLA-CHOLULA-DIRECTO, aunque en realidad es un transporte generoso con los trasnochados y se detiene cada esquina, o casi. El gusto dura poco porque la humanidad que ha estado esperando con aparente mansedumbre se abalanza ahora, todos a una, como si su vida dependiera de abordar la unidad. Señoras con niños, estudiantes y obreros y lecheros y también yo, que por fin salí de la infame chamba donde estoy atado a la computadora y los interminables timbrazos del teléfono desde las nueve a eme hasta las once pe eme en punto; todos compitiendo por llegar primero a la puerta, ciegamente, estúpida y bovinamente.

Tengo la grandísima suerte de que el autobús pare casi enfrente mío, la puerta se abre a escasos centímetros y me invita a ser el primero. Liberado de los calambres en las piernas, tomo impulso para desprenderme de la gente y ganar la escalerilla, y cuando ya adelanto el pie se interponen tres señoras gordas de suéter que supieron colarse desde un costado. Me aferro al pasamanos como una garrapata, pues aquí nadie hace fila ni cede su lugar. Un chofer de gruesas patillas, que no sé por qué siempre imagino gritándole a su esposa a la hora de la cena, me cobra con gesto de malhumor.

Subo al fin y avanzo a lo largo del sucio pasillo para sentarme en la última hilera de lugares, desde donde puedo bajar más rápido y también hacerme el dormido sin ceder el asiento de junto. Ahí coloco mi portafolios de cuero, reliquia de mi pasado estudiantil, ahora lustroso por los años y la grasa de zapatos. El camión tarda una nada en llenarse. Señores de gorra y manos ásperas y grandes, jovencitas con el uniforme de una escuela técnica que pasan intentando no mirar a nadie. Hay dos muchachas con traje de vestir azul, todas sonrisas, que piden a otros pasajeros recorrerse para alcanzar un asiento. Suben también tres o cuatro adolescentes pelos parados, fingiendo ser más rufianes de lo que ya son, se insultan a gritos y se carcajean, se empujan entre sí hasta que una voz masculina los para en seco: “ya estuvo, se calman o los bajo”. Es el chofer de las patillas.

A los pocos minutos el directo se pone en marcha, aunque se va deteniendo cada pocas cuadras para subir más pasaje. Lástima, no pude hacer mi numerito del dormido porque tuve que ceder el lugar de junto a una señora que carga un niño como de dos años; el chamaco trae la boca y las manos pegajosas de algo que ha estado comiendo, y tras mirarme detenidamente me empieza a pasar los deditos por la camisa, por la mano y por el pantalón, untándome de una sustancia roja. Su madre no se da por enterada —seguro está igual o más cansada que yo— y el espacio es tan estrecho que apenas puedo alejarme unos centímetros. Discretamente interpongo mi portafolio.


Hace calor y huele a ropa mal lavada, a sudor ácido, a perfume corriente, a dulce de chamoy y a gente que trabaja todo el día junto a puestos de fritangas. El autobús avanza a tumbos por antiguas colonias obreras, donde las ex fábricas son ahora bodegas de mercancías chinas. Sus sacudidas son lo único reconfortante, pues nos hacen creer que en algún momento llegaremos a algún destino. Cuando parece que no cabe nadie más el camión frena y se abre la puerta trasera, cerca de donde estoy, y sube un trovador urbano con su guitarra, un poco greñudo y chamarrita de mezclilla, amables pasajeros que tengan un bonito viaje y espero les gusten estas bonitas canciones, con lo que gusten cooperar, y rájale, nos receta esa historia de un amor como no hay otro igual, que nos hizo comprender todo el bien todo el mal, y nadie parece tomarlo en cuenta porque el volumen de las conversaciones sube. El romántico animador no se agüita y cambia de tonada: regresamos a los setenta con Roberto Carlos y el gato que está en la oscuridad, triste y azul, nunca se olvida que fuiste mía.

Enfilamos hacia el inicio de la recta, con música de boleros como fondo, y parece una noche como las demás con todo y su cantante de cliché, pero algo raro está pasando. Al querer atravesar entre los muchachones malencarados que se mentaban la madre hace un rato, el guitarrista se pone tieso, saca dinero de su bolsillo y se los entrega, en lugar de recibir su coperacha. En un momento caigo en cuenta de lo que pasa, uno de los chavos trae una hoja metálica, no más grande que un cortauñas, pero sus otros tres compinches hacen la labor de convencimiento con el pasajero víctima en turno y lo aíslan de los demás. Discretamente abrazo mi portafolios, reliquia de mi juventud estudiosa.

Ya pasaron a la báscula las chicas del traje sastre y varias señoras. Con los albañiles los ratas prefieren disimular o creen que no vale la pena. Otra hilera y me va a tocar a mí. De un salto me levanto, liberándome de las manitas del niño y aprieto el botón de la parada, aunque sé que el chofer me ignorará, pues es un tramo donde nadie se baja. Uno de los jóvenes me toma del brazo, discreto, pero con fuerza. A ver amigo, pásate acá con los compañeros por favor. Ahora sí qué decentes se vieron. Giro un poco como si fuera a encararlos. Antes de que me rodeen alargo el brazo y le hago una caricia con un cúter en la cara al joven de la navaja. La sorpresa lo hace gritar y llevarse la mano al rostro; los otros se sobresaltan. Grito a todo pulmón el “bajan chofer” que se usa en estos casos y doy dos golpes con el tacón del zapato en la puerta del autobús.

Lo que sigue es confuso. Me sujetan por la ropa, me zafo y doy un par de codazos antes de que se abran las portezuelas y pueda bajar bruscamente. Hay un alboroto adentro, la gente se levanta. Parece que hay golpes. El chofer decide ignorar todo; cierra la puerta y sigue el viaje. El autobús Directo a Cholula arranca dando tumbos y rápido gana velocidad. Me ha dejado a orillas del río Atoyac, apestoso a desechos industriales, parado entre un templo evangélico y un cabaret clandestino disimulado en una casa inocente.

Tardo en entender lo que ha pasado, pero una vez que me cae el veinte recojo el cúter que había caído en la orilla del camino. Silbando, lo limpio de sangre y lo guardo de nuevo en el portafolio. Siempre supe que de algo me iba a servir, por eso lo conservé de mis tiempos de estudiante de diseño. No cabe duda que la educación hace la diferencia, y en esta noche tan cliché la hizo para mí, aunque no como lo hubiera esperado. Comienzo a caminar, pues mi destino está todavía bastante lejos y ya el último camión que me lleva recién hace un instante acaba de partir.

 

(Ramón Meza, escritor y periodista)