• Judith Castañeda Suarí
  • 03 Enero 2013
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Por Judith Castañeda Suarí

Textos de Profética: Declaración de enfermedad

 Por Judith Castañeda Suarí

Semblanza 

Judith Castañeda Suarí.

Nacida en el Distrito Federal, el 16 de agosto de 1975. Profesional técnico en química industrial, egresada del CONALEP y alumna en diversos talleres de cuento entre el 2002 y el 2006, a cargo del escritor Alejandro Meneses y de la maestra Beatriz Meyer.

Ha publicado en diferentes suplementos culturales de circulación local y en las revistas Crítica y Nexos, así como en el suplemento La revista, del periódico El nuevo día, de Puerto Rico. Es autora de los libros de cuentos La distancia hasta el espejo, Dios de arena y Aire negro y participante en las antologías La muerte es un sueño, Puebla directo, 15 relatos de la ciudad, Antología mínima del orgasmo y Volver a los diecisiete, cuentos de lolitos, así como en la exposición y catálogo Volcanes, explosiones de poblanidad.  

 


Sólo yo conozco el nombre del mal que me aqueja. Lo siento exprimirme las vísceras y meterse en cada articulación para volverla un engrane desaceitado, un lastre al momento de caminar.

 

Me han dicho acupunturistas y quiroprácticos que no debería preocuparme, pues se trata de un caso de hipocondría. Que no es nada presentir el cáncer en las yemas y la lepra en la mancha que cuelga detrás de mis tobillos. Que el único remedio posible para esto es mirar al sol y sonreír al viento, ir cada tarde a acodarme en una barra y pedir un capuchino, un tinto afrutado, mientras mi vista planea sobre calles carentes de semáforos, ajenas a las avenidas de ocho carriles, mientras oigo la risa de los niños en el parque, la charla de las mujeres, los pregones del vendedor de frituras. Eso devolverá la salud a mis atrofiados miembros, dicen.

 
Pero se equivocan. Esos hombres flacos y transparentes, aquel obeso de bata blanca y gafete en el bolsillo, la enfermera de zapatos blancos y bajos. Cada uno de ellos ha caído en un error. Es algo distinto a la hipocondría este mal: un hato de espinas, un escupitajo de veneno, un beso en el rostro de la muerte. Lo sé porque semejante saco de viaje me pertenece a mí nada más, porque sólo mis ojos, incrédulos y temerosos, se asoman noche y día a su interior.

 

Varias ocasiones aquellos hombres han repetido la pregunta que me hago cuando el dolor de cargar ese saco se me clava en mitad de la espalda, donde es imposible alcanzarlo: si dices que se trata de algo real, ¿por qué no buscas una cura?


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