• Sergio Mastretta
  • 17 Enero 2013
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Por: Sergio Mastretta

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Lourdes me da una lección de sociología en unos cuantos minutos. Además de la de gastronomía. Parto de su conclusión: “México está jodido, con la corrupción de los políticos y el salario mínimo que pagan las empresas no vamos a salir de ahí.”

Y en un instante, despliega una batería de argumentos para entender la sobrevivencia de una madre soltera desde los veinte años, con dos hijos que ahora ya le crecieron; de por qué con los salarios que pagan las empresas a los obreros nomás no se vive y por eso el país no tiene otro futuro que el de la jodidez; y de por qué no va a volver a juntarse con un hombre, pues los varones en este mundo no pasan de borrachos, golpeadores y huevones.

Y todo con la vista a las nuevas oficinas del gobernador Moreno Valle.

La señora Lourdes, sentada en una banqueta bajo la sombra corta de un ciprés, observa este nuevo embate de la modernidad. “En aquél edificio van a quedar los de Finanzas --me dice--, los que ahora están en Plaza Milenio, y ya me dijeron que me van a consumir cuando se pasen para acá”. Ella sabe de lo que habla, pues tiene cinco años que se disputa con otras fritangueras el mercado alrededor de Angelópolis. Cuando empezó la construcción del CIS ella se instaló en la esquina de la calle José María Morelos, justo la más cercana a la nueva construcción gubernamental, en la colonia Concepción Guadalupe, la que hace 23 años encerraran tras el Muro de Verdín.

“¿Usté no sabe si rentan un local por aquí?”, me interroga. Y ya me cuenta que por ahora no tiene dónde instalarse, pues los inspectores de San Andrés ya no la dejan ponerse en la calle, y eso que se ganó con sus guisos el favor de los albañiles del edificio central, el de las oficinas del gobernador. Ha subido y bajado con su puesto por Angelópolis: un tiempo estuvo enfrente, del otro lado de la Atlixcáyotl, pegadito al puente peatonal. “Ahí me consumían mucho las trabajadoras de las tiendas de Angelópolis, ¿usté cree que les pagan el mínimo?”. Luego encontró un lugarcito por Milenium, y sus consumidores eran los burócratas de placas y licencias, pero también de ahí la echaron los inspectores. Ahora se pone por los cajeros automáticos de CFE, más para allá, donde hay unos bares, me dice. “Pero no hay locales --se queja--, y a todos estos oficinistas los van a pasar para acá, por eso me urge encontrar un localito, para poner ya la venta todo el día, desde los desayunos”.

“Pregunte usté a cómo les pagan a las empleadas en Angelópolis --continúa--, y luego pregúnteme cuántas horas quiere trabajar conmigo una ayudante, de diez a dos y ya se quieren ir. Mire, yo con la comida puedo sacar 400 pesos libres, pero me levanto a las 3 de la mañana y me duermo a medianoche, y los domingos voy a la central de abastos, así que dígame a qué horas descanso. Hace cinco años que vendo comida, para atrás era yo obrera. Muchos años, empecé en FT Automotriz, ahí hacen frenos, y luego en Lear Corporation y en Johnson Control, en las dos hacen fundas de asientos para la Vocho, ahí en el parque Finsa. Terminé mi carrera de obrera en Grupo Antolín, que hace toldos. Ganaba yo bien, pero porque trabajaba horas extras y me seguía hasta tres turnos seguidos sin descanso, sacaba mil 800, dos mil a la semana, pero de 6 de la mañana y hasta otro día, pues el salario base era entonces de 87 pesos el día. ¿Usté cree? Me dormía en el transporta, una hora desde Jardines de Loma Bella. Pero de madre soltera qué haces, chingarle. Ahora mis hijos ya son hombres, uno de 21, otro de 24, y les digo, no se junten, disfruten, y yo espero que así sigan, por lo menos hasta que tengan treinta. Míreme a mí, a los 17 tuve al primero, a los veinte el segundo, para que mi marido resultara borracho y golpeador, porque me madreaba, señor. ¿Y qué hace una? Adiós, y ponerme a trabajar.”

Y aquí está, en búsqueda de un localito frente a la elegante oficina de Moreno Valle, a la espera de que los albañiles por fin terminen y aparezcan los burócratas, igual con sus bajos salarios, como las muchachas empleadas en Angelópolis, en búsqueda de la garnacha barata y salvadora de la media mañana.

 

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Decido traspasar la muralla imaginaria que encerraba a la colonia Concepción Guadalupe. Atrás dejo las crudas lecciones de la señora Lourdes. Me esperan los pastizales alfombrados el pasado fin de semana. Rodean ya resecos los espejos de agua de los que brota la torre del Ejecutivo, como identifican a la estructura intermedia. Los arquitectos no escatimaron metros cuadrados. Me impresiona el enorme terreno que recuperó Moreno Valle. Es una historia legal larga, doce años duró el litigio: todavía con Bartlett en el poder, el fideicomiso Atlixcáyotl, que lo etiquetó como terreno de equipamiento, lo vendió y escrituró a un particular que pagó con un cheque sin fondos; Melquiades Morales metió pleito en tribunales para recuperarlo; Mario Marín lo continuó, y tres meses antes de salir lo ganó. Pero era Mario Marín: lo tenía apalabrado para su venta a un grupo empresarial. Ah, más Proyectas y tascatas, y lomas y bosques y torres y paraísos emocionales para la seguridad de los ciudadanos modernos que ya dieron el brinquito. Pero Moreno Valle ya era candidato electo, y dejó claro su punto: lo recuperaría para el Estado y sus constructores, y se iría con todo, cárcel de por medio, contra aquellos que se involucraran en la compra-venta.

El terreno no se vendió. Moreno Valle construyó sus oficinas y yo estoy a punto de convertirme en el primer ciudadano que hace uso de ellas.

En la primera planta no se ven trabajadores. Entro en lo que será el Salón de Gobernadores, un galerón de veinte por veinte metros ahora ocupado por un sillerío en el que bostezan unos jóvenes entacuchados a la espera de alguna ordenanza; ya han traído todos los cuadros desde Casa Aguayo, y los han colgado sobre las paredes de los costados, por encima de los ventanales que llegan hasta el piso. En una esquina descubro los rostros incólumes de los cinco últimos. Pegaditos, los hombres de Angelópolis: Piña Olaya, Bartlett, Melquiades, Marín. Contra la esquina dejaron el espacio para el sexto, el que por lo pronto atenderá desde el penthouse sus asuntos.

En el primer piso encuentro a la avanzada del ejecutivo: la oficina de atención a los migrantes poblanos ya tiene escritorios, once computadoras, tres privados y cinco oficinistas, una de ellas Marta Durán, una joven que no se sorprende porque aparezca un sombrerudo libreta en mano que la observa como la primera que cumple con el oficio de atender a un ciudadano. Busco un pretexto, no vengo a cumplir ningún trámite ni tengo un hermano en Nueva York. Busco información, qué será, ¿y quién es el jefe de la oficina? Ah, por supuesto, Miguel Hakim con k, me dice Marta, pero claro, él no está ahorita, pero su oficina va a quedar arriba. Pero si tiene usted un asunto en Estados Unidos, si cuenta con algún familiar suyo…

Sí, oficialmente soy el primer ciudadano en ser atendido en el Centro Integral de Servicios.

La segunda planta también está terminada, pero sólo encuentro en ella cuatro personas con cara y vestimenta de funcionarias que observan desde ese segundo piso cómo caen las escaleras eléctricas hasta el lobby quince metros abajo.

Los operarios están arriba, en las últimas plantas. Los encuentro en las escaleras por las que me escurro: afanadoras de limpieza, escobas y mechudos en mano; pintores con brochas y cubetas, carpinteros con tornillos, pulidoras y barnices, marmoleros con más pulidoras y cementina, electricistas con lámparas y cables colgados del pescuezo, todos suben y bajan o se pierden por los pasillos y salas en las que otros proveedores han instalado mesas y sillas, computadoras y sillones, todo cubierto de plástico, pues todo carga polvo, las manos, los bigotes, las gorras, los ojos de los operarios.

En la última planta sigo mis instintos: Moreno Valle seguramente querrá observar los volcanes, hacia ellos mirará su despacho. Recorro un pasillo que corre a todo lo largo del edificio, con despachos cerrados y oficinas abiertas. Encuentro al final una sala amplia, con dos grandes puertas de cristal que abren a una enorme terraza. Desde ahí claro que se miran los volcanes. Se lo pregunto a un muchacho con las cejas empolvadas y que se toma un descanso comiendo huesitos. Ha de ser, está muy amplia, me dice, y fíjese que ya le pasé la pulidora al mármol, nomás que con tanto polvo no se nota. Es un colocador del mármol que la empresa poblana Mansi ha vendido al gobierno; trabaja por su cuenta, como todos los catorce colocadores que han tendido los más de 1500 metros por planta en el edificio. Están muy buenos los huesitos, le digo.

Los carpinteros me señalaron la puerta cerrada. Ellos la ensamblaron y colocaron. Abre a una dilatada sala con sillones y escritorios ya muy colocados pero todavía cubiertos. Desde el ventanal se domina todo el norte de la ciudad, desde los Fuertes hasta el cerro de La Paz. No hay nadie. A la derecha, otra puerta me lleva al que será el privado del gobernador, una oficina de cuarenta metros cuadrados que remata en una terraza ocupada ahora por los colocadores del mobiliario del baño, los carpinteros, todos muy jóvenes, y un viejito que resulta ser el detallista del zoclo que da la vuelta a la oficina. Aquí ninguno come huesitos. Pero es la hora de la torta. Dos carpinteros toman el sol sentados en el pretil del balcón desde el que miro el cerro del Teposúchitl.

“Mire, esta es el lavabo”, me dice uno de los que trabaja en los detalles del baño, y me muestra una especia de concha blanca, alargada como una lengua, que descansará sobre la plancha que ya han colocado los carpinteros.

“Costó mil pesos”, me informa muy orgulloso.

 

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En la azotea está el altar para las máquinas que bajan del Olimpo. Para el informe aterrizaron veintiuno. Para ellos los arreglos florales a las puertas de los dos elevadores que los conducen al inframundo. Todavía se ven las huellas que dejaron sus pasos en la alfombra. Las sigo por una escalera que me sube al helipuerto. Fueron muchos pasos, y del adocreto negro recogieron el polvo. Ellos no vieron a ningún operario, pues desde antes de las 9 de la mañana desalojaron el edificio. Las huellas me dejan al borde del círculo con su H pintada al centro.

Ahí, en la soledad del aire, con los veinte años de proyecto Angelópolis a la vista de sus centros comerciales y sus torres, contemplo la H. Sí, en el mundo la modernidad se escribe con H.

 

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Soledad del aire. Camino por la explanada en la que ayer martes Moreno Valle desplegó sus ansias de transformación. Arriba ha quedado el helipuerto, con su elevador y sus huellas polvosas.

Cuando era un niño, en 1960, en el Palacio de Gobierno que estaba en la esquina de la Maximino y la 2 Norte, entre el gobernador Fausto Ortega y el mundo con sus conflictos había una puerta y una secretaria; no estoy seguro de que contara con un teléfono. Cuando en los setentas llevaron el gobierno a la Reforma entre la 7 y la 9 Sur, los gobernadores alcanzaban a escuchar las mentadas de madre de los universitarios, los obreros de la Volkswagen, los ambulantes de la 28 de Octubre. Todavía desde ahí Piña Olaya ordenó la detención de Simitrio en 1989, y la solución violenta por el poder en la Benemérita. Pero tenían un sistema para librarse de las manifestaciones: que entre la comisión, con una solución, gritaba el pueblo, y media hora después dejaban entrar a la comisión, y pasen señores, pero qué se les orece, dice el secretario particular del secretario particular, pero si faltaba más, para eso estamos, para el diálogo, y en un momentito los atiende el licenciado, y la atendían a la  comisión con café y galletitas y secretarias en minifalda que servían muy atentas con sus bandejas, y esperaba la comisión en los sillones de cuero, y más galletitas, señores, huy, qué amable, señorita, y ya viene en señor licenciado, ahoritita los atiende, y mientras afuera, pero que mal educados, los comisionantes gritan que salga la comisión con una solución, huy, que van a decir los licenciados, si ya nos ofrecieron galletitas, y sí, media hora después aparece el licenciado, muchachos, ya los atendieron, pasen por aquí, miren, aquí está la puerta, pasen ustedes a la calle…

“Gracias, señor licenciado, no se hubiera usted molestado.”

Manuel Bartlett recuperó la grandeza de Puebla --a eso vino, nos dijo--, desde la casa que había arreglado el gobernador Giménez Morales, allá en Los Fuertes. Y en los helicópteros, pues tiene el récord de haber visitado por lo menos tres veces cada uno de los 217 municipios en el estado. Ustedes dispensen, señores, pero a qué horas puede atenderlo en su oficina, no ve que está de gira. Y así Melquiades. Y así Marín.

Y así Rafael Moreno Valle, que ha construido esta acrópolis encristalada, coronada con el helipuerto. No más comisiones. No más vallas de granaderos.       Entiendan, señores, para eso están los helicópteros.


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