• Lorenzo Mendoza
  • 15 Agosto 2013
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Por: Lorenzo Mendoza

Está bien: soy un marihuano. He consumido cannabis durante 25 años y déjenme decirlo de una buena vez: no me arrepiento. A mis 25 años corrí el riesgo muy grave de volverme, además, un alcohólico. Me hizo mucho daño físico, mental y social.  La mota, en cambio, siempre me ayudó, me relajó, me hizo reflexionar sobre un montón de cosas útiles y otro tanto de cosas inútiles. Claro, nunca fui atascado, como llamamos a ciertas amistades que podían fumarse un churro tras otro. Habrías de ver a R., era capaz de fumar durante ocho horas seguidas, cada quince minutos, tremendo toque. ¡Qué ojitos, mi R..! Yo no, desde que empecé a fumarla me di cuenta que era muy sensible a los efectos de la marihuana, con dos o tres jaladas me ponía hasta atrás, y volver a fumar a la media hora –cosa que por supuesto hice varias veces- me deprimía, me apachurraba. Un día comprendí que lo mío era fumar una sola vez, disfrutar como enano, y esperar a que pasara un día o más.

Hace veinte años no había tanta marihuana como ahora. A veces escaseaba y duraba tres, cuatro, seis meses sin fumar. Andaba uno “erizo” en esos momentos, pero era muy fácil entender que la dulce mota no era adictiva, al menos en las cantidades en que yo la fumaba. Claro que después de algunos meses se me antojaba un “join”, pero no pasaba de eso. Ni sudaba, ni me desgarraba la ropa, ni robaba a mi abuelita para conseguirla, primero porque mi pobre abuelita ya había muerto, porque nunca necesité robar y porque siempre fui un fumador de gorra, consumía tan poco que nunca faltaba quién me invitara una jaladita.

Ahorita, por ejemplo, hace como dos años que no me doy un toquecito, tal vez más. Es mucho riesgo intentar conseguirla, no tengo contactos, no tengo intención y por lo tanto no tengo mota. No pasa nada. Me molesta la hipocresía social respecto a ella, nadie acepta que es un atascado o que la usa para relajarse los fines de semana, y a quien se atreve a confesarlo se le quema en una pira periodística y legal en el zócalo de la ciudad (más bien en el reclusorio, pero suena más interesante el zócalo); leí la semana pasada un artículo donde se mencionaba el porcentaje de presos por posesión de marihuana y es muy superior al de los traficantes. Hay todo un protocolo policiaco de enorme sofisticación psicológica para agarrar incautos y sangrar a sus familiares con una o más mochadas. A mi amigo Pepe, a la sazón homosexual, lo agarraron afuera de su casa en Tepito –hace ya algunos años, Pepe ya hasta murió-, junto con su amigo los subieron a la patrulla y camino a la delegación los obligaron a fumarse tremendo churro de una mota súper poderosa que sacaron los polis. “No, gracias”, dijo el inocente cuando el poli le pasó el carrujo tras haberle dado él mismo tremenda jaladota. “¿Cómo chingaos no?”, le respondió el representante de la ley. Bueno, pues ahí tienen al Pepe y a su amigo dándose tremendos “pasón” en la parte posterior de la patrulla, en plena calle del Distrito Federal. No quiero decirles en qué estado llegaron a la delegación, parecían semáforos y apenas eran capaces de hablar. El sujeto que lo interrogó le exigía una felación ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntarán. Nada, solo que allá adentro hacen exactamente lo que les da la gana contigo. Pues bueno, estuvieron muchas horas allí hasta que acudió su hermana –y los papás del amigo- a pagar tremenda mordida para llevarse a los muchachos.

La mota a mi no me ha hecho nada, pero esas cosas sí. La indignación que me producen todos los abusos que se cometen con el pretexto de la prohibición. Mi experiencia personal fue una macaniza gratis en plena calzada de Tlalpan. Regresábamos de clases en CU en mi vochito y me acompañaban mis compañeros Rodolfo y Raúl. Íbamos alegres porque siempre estábamos alegres, pero eso les pareció muy sospechoso a unos tiras que iban en un carro común y corriente y tal vez no habían comido y decidieron que nosotros les pagaríamos los tacos, o qué se yo. Porque así de azarosa es la vida. Yo llevaba en la parte de hasta atrás, en el hueco entre el respaldo y el vidrio, dos bolsas de basura que había sacado de mi casa para tirarlas en  un contenedor del que ya era cliente, y fueron las primeras cosas que hicieron esos desgraciados: vaciar las bolsas –entonces fumaba muchos cigarros al día y mis ceniceros eran cosa seria, además de papel sanitario sellado y toda la porquería que uno produce y tira a la basura- sobre el asiento de atrás. Nos bajaron a jalones; a Raúl, que tenía el pelo largo, lo sacaron de las greñas; yo quise defenderme “legalmente”, pues algo sabía de mis derechos, puse un poste de metal en medio del judicial y yo y traté de dialogar, mientras él me tiraba bastonazos a las piernas pero le pegaba al poste ¡clanc!, ¡clanc! Eso lo enfureció aun más. No sé por qué estaban tan enojados, como si fuéramos los peores delincuentes de la ciudad. En un momento dado me alcanzó una rodilla y caí al piso como una rosa en mar revuelto. Rodé por la banqueta tratando de levantarme solo, pero él me ayudó a levantarme a bastonazos. ¿Por qué me pega?, me acuerdo que le repetía. Saqué mis credenciales de estudiante, de burócrata –mis amigos ya habían hecho lo propio- y esas estaba cuando se acercó quien parecía ser el jefe que dijo no sin decepción: “Están limpios, ni cocos traen”. Los cocos era el nombre coloquial para las semillas de la “mois”. Realmente no hubiera metido las manos al fuego si me hubieran preguntado si había o no semillas en mis bolsas de basura, pero Baco es grande y en esa ocasión no había una sola semillita. Nos dieron un empujón y se retiraron para abordar su vehículo. Supusimos que eran judiciales, por sus modales, pero en realidad nunca se identificaron. Hicimos una tregua a nuestra acostumbrada alegría y subimos a mi vocho pensativos y sacados de onda. Nunca se me olvidará la infamia y su estrecha relación con la marihuana.

Así que no, nada tengo que reprochar a la dulce mota, pero sí a lo que ocurre a su alrededor, incluidos los grupitos de pachecos que tan mala fama le han dado y que a decir verdad se ponen bastante estúpidos cuando andan hasta atrás. Siempre he preferido la soledad para esa afición, la parte introspectiva de la juana. Preferible siempre a un dañino e indigesto jaibol. Lo paradójico es que te puedes zampar diez jaiboles frente a todo mundo, salir tambaleando del bar y subirte a tu coche, y nadie te dice nada porque es legal, pero no se te ocurra decir que hace 120 años fumaste mota –como le pasó a Bill Clinton, porque los gringos son los más hipócritas de todos-, para que te lo estén recordando cada vez que abras la boca.

Sobra la pregunta de si estoy de acuerdo en su legalización. 

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