• Emma Yanes Rizo
  • 26 Noviembre 2015
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El pasado 20 de noviembre fue el aniversario de muerte de uno de los grandes escritores italianos, Leonardo Sciascia (1921-1989), imprescindible para comprender no sólo a la mafia italiana, su composición y expansión desde el siglo XIX, también a las mafias contemporáneas y su transnacionalización al incorporarse al mercado de las drogas, es decir la de su conversión al narcotráfico.

            Leonardo nació en Racalmuto, provincia de Agrigento en Sicilia, fue profesor de primaria casi toda su vida, hasta que se jubiló en 1970, año a partir del cual se dedicó por completo a escribir. Sus novelas están basadas tanto en personajes de ficción, siempre inspirados en los propios habitantes de su pueblo, como en documentos históricos (La desaparición de Majorana, Los navajeros, La bruja y el capitán, Puertas abiertas, En tierra de infieles); de igual manera es autor de la magistral crónica histórica Todo Modo, en la que relata los angustiosos días del asesinato de Aldo Moro  por las Brigadas Rojas en Italia.

            Ante su cruda critica de la realidad social, Sciascia fue acusado por sus oponentes de pesimista, Alberto Moravia, por el contrario, descreyó de ese lado oscuro del autor siciliano porque diría “lo que prevalece en él es el optimismo de la escritura.” Narrar la verdad, con toda su crudeza y sin las ataduras que impone según decía el propio Sciascia, la historia oficial, era un camino árido, pero quizás más certero, en la búsqueda de una filosofía de equidad y justicia. Puede la literatura sin ataduras, decía, ser más realista que la historia, pues está generalmente del lado del poder, estructura un discurso y en ese sentido miente para las mayorías.

          En 1979 Leonardo Siciascia tuvo una larga conversación con la periodista francesa Marcelle Padovani, corresponsal en Italia de Le Nouvel Observateur, publicada ese mismo año con el título La Sicile comme métaphore y editada  en español por el Fondo de Cultura Económica en 1991. De ésta hemos retomado para Mundo Nuestro una selección en la que Sciascia disecciona el origen y funcionamiento de la mafia italiana, en la que el lector podrá encontrar grandes similitudes con la estructura del narcotráfico en México: grupos de origen campesino que inicialmente se organizan para defenderse entre sí, hasta que finalmente encuentran en el camino de la ilegalidad su fortaleza, de la mano claro está de la alianza con políticos, la policía y el Estado para la compra de votos, los favores burocráticos y los negocios fraudulentos. En el trasfondo: el abandono del campo y un modelo de capitalismo consumista inalcanzable para la mayoría.  

 

Entrevista de Marcelle Padivani con Leonardo Sciascia, sobre la mafia, 1979.

Marcelle Padivani (M.P.): ¿Cuál es la labor de la mafia? Recaba votos para las elecciones. Asesina según estrictos intereses de clan (intereses económicos e intereses de poder) impera sobre la subcontratación pública. Aunque por un lado parece que “protege” a la población, por el otro, le merma sus recursos, extrayendo porcentajes y diezmos allí donde haya una fuente de beneficio. Aunque algunos conserven una imagen romántica de ella, muy de fines de siglo XIX, también organiza las principales redes de droga en el mundo así como el tráfico de diamantes. Es como una llaga incurable en la realidad siciliana y aun italiana. Los partidos de izquierda y el movimiento sindical han pagado un alto tributo en muertos para destruir el poder mafioso. Gracias a la Reforma Agraria que siguió a las luchas campesinas y a las ocupaciones de tierras, los partidos y los sindicatos de izquierda consiguieron alejarla del campo, donde dominaba, e introducir de manera más general una “nueva moralidad” en el país. Pero la mafia no ha muerto todavía, aun cuando esté tan desconcertada que tenga grandes dificultades para adjudicarse un jefe. ¿Cuál es en su opinión la evolución de la mafia? ¿Por qué nació en la Sicilia occidental? ¿Cómo se fue ramificando después? ¿Qué es lo que ha cambiado desde hace veinte años en las relaciones de la mafia con la población, con el poder, con los partidos políticos? ¿Por qué la democracia cristiana se ha servido, y sin duda todavía se sirve, de la mafia? En que haya pasado del campo a la ciudad  y después de la especulación inmobiliaria al tráfico de drogas, ¿no revela también las dificultades que tiene la mafia? ¿Por qué parece haber una cierta ambigüedad en el ánimo de los sicilianos frente a esta asociación de criminales de derecho común?

Leonardo Sciascia (L.S.): Mi recuerdo más remoto de la mafia se remonta a los grandes procesos penales que abrió Mori, jefe de policía, en 1927-1928-1929, contra el fenómeno mafioso que hacía estragos en Sicilia. Oí hablar entonces de detenciones de mafiosi, de personajes notables encarcelados en los calabozos del reino porque se había descubierto que estaban vinculados a la onorata societá. Racalmuto poseía una mafia relativamente fuerte –una cincuentena de personas- y ya ni se contaban las muertes violentas porque las había prácticamente todos los días. Había órganos de la represión y una delegación de la Pubblica sicurezza (agentes de policía) para una población de trece mil habitantes, la cual en la actualidad goza únicamente de diez carabineros. La represión que Mori llevó a cabo fue tan fuerte y estuvo tan bien organizada que durante años no se hablaba sino de detenciones. ¿Había decidido el fascismo extirpar la mafia de la isla y después de toda Italia? Hoy en día algunos siguen negando que el fascismo haya emprendido esta batalla, pero no los entiendo, pues si el fascismo optó en un principio por la represión antimafiosa, es por la comprensible razón de que dos mafias no pueden coexistir en el mismo país con carácter duradero. El antiguo alcalde de Racalmuto también fue detenido y hay que dejar constancia de que con el consentimiento general, pues todo el pueblo, aunque no lo dijeron abiertamente,  estaba de acuerdo en que estas medidas de orden público eran necesarias. Deban la impresión de una gran limpieza. Por lo demás, la mafia fue tan bien extirpada que, en adelante, no tuvimos el “honor” de ver la sombra de un mafioso en Racalmuto. Pero quiero agregar de inmediato que se trata de un caso particular.

No obstante, el fenómeno de la mafia en su verdadera naturaleza, en su acepción profunda, yo no la palpé sino hasta la postguerra, cuando los norteamericanos, que acababan de desembarcar en Sicilia, se organizaron para llevar a cabo una pura y simple operación de reunificación de la mafia, la cual había  escogido, como es natural, el campo antifascista en el momento oportuno y, ante la perspectiva de una victoria aliada, había mostrado pedigree político satisfactorio. Parece, pues, que los norteamericanos llegaron a nuestras costas con listas de personas de confianza en los bolsillos –sorprendentemente casi todas ellas mafiosas- a las que asignaron de inmediato puestos de responsabilidad. Fue así como una buena parte de los alcaldes de la Sicilia occidental acabó asociada  oficialmente a la mafia. El que era considerado su jefe supremo don Calogero Vizzini, al que llamaban don Caló, fue nombrado alcalde de Villalba. Y lo mismo desde la más pequeña hasta la más grande de las aldeas. Hoy sabemos que los servicios secretos norteamericanos  se valieron de la mafia de los Estados Unidos, de origen siciliano, para organizar el desembarco en Sicilia.

Pero quisiera detenerme en un ejemplo que yo considero particularmente significativo, el del sargento Dickey. En tanto que agente de la CID (Criminal Investigations Division), Dickey detiene en Sicilia al famoso jefe mafioso Vito Genovese, “hombre punta de la malavita tanto en tiempos de Mussolini como con la administración del gobierno militar aliado”, como se dijo. El intrépido sargento Dickey logró pues atrapar a Genevese, a quien se buscaba en Estado Unidos por homicidio, y en el momento de la captura, encuentra Genevese provisto de un cierto número de credenciales por oficiales del GMA (Gobierno Militar Aliado), quienes afirman con frialdad que el boss mafioso es “profundamente honesto”, que “denunció numerosos casos de corrupción y de mercado negro que eran obra del personal denominado “de confianza”, y que es, además “digno de confianza, leal y de gran seguridad para el servicio”, etc. Las desdichas de Dickey acaban de empezar, pues nadie en Italia ni fuera de Italia quiere asumir la responsabilidad de un arresto de este tipo. Durante seis meses, Dickey trata de informar al célebre coronel norteamericano Polleti -¡qué tanto hizo por Sicilia!- y nunca lo consigue. Dos veces los descubre en su despacho, desafortunadamente, tirado entre mujeres y botellas vacías. Cuando después de haber estado meses tras él, Dickey logra hacer comparecer a Genovese ante el tribunal norteamericano, tiene la mala suerte de que el testigo de cargo, que estaba encerrado en una cárcel estatal, muera envenenado. Se ignora todavía quién fue el autor del crimen. Pero en todo caso, ya no había nadie que pudiera probar la culpabilidad de Vito Genovese, quien por tanto fue absuelto y más adelante sirvió de modelo al Padrino.

La administración militar aliada en efecto llevó a cabo una restauración y una revaluación de la mafia siciliana. Se puede pensar que se trata de un fenómeno completamente aberrante, salvo si se tiene en cuenta que la mafia había sido durante mucho tiempo separatista en el plano político y se había convencido de que los Estados Unidos querían hacer de Sicilia “la cuadragésima novena estrella” de la bandera norteamericana (no fue sino más tarde cuando la mafia se dedicó a apoyar a los partidos nacionales italianos, a partir de que comprendió que los Estados Unidos no tenían ni ganas ni interés de hacer de Sicilia una entidad autónoma que mantuviera vínculo de privilegio con América del norte). Así fue como la mafia pasó del protectorado norteamericano al protectorado democristiano. Pues la mafia está siempre por definición del lado del poder. En este contexto se ubica la historia de Salvatore Giuliano, bandido de camino real antes de convertirse en instrumento de la mafia y de la Democracia Cristiana, y que fue utilizado por estos dos poderes mientras resultó utilizable. La mafia ha tenido siempre con el bandidaje una relación de estricta conveniencia. Lo sostiene mientras saca de él algún provecho, pero si este apoyo puede llevar a una ruptura con el Estado para eliminar a los que están afuera de la ley. La historia de Salvatore Giuliano, quien masacró a los trabajadores el primero de mayo de 1948 en Portella-della-Ginestra (Sicilia), marca el punto de conveniencia máximo del bandidaje con la mafia, a la que, en este caso, la democracia cristiana le había encomendado que asestara un golpe a los partidos de izquierda porque de este episodio sangriento (once muertos) la mafia había encontrado otros medios, otros métodos, otros hombres, que no implicaban ya forzosamente la utilización sistemática de la violencia. ¿No se acababa de proclamar la autonomía regional[1] y, con ella, la perspectiva de jugosos beneficios en relación con la gestión del tesoro público por los autóctonos y con las “reparaciones” que el Estado italiano reconocía que había que llevar a cabo en la isla? De estas “reparaciones” nacieron no sólo la promoción de las actividades de la mafia sino también la industrialización bárbara de Sicilia, con la construcción de esas “catedrales en el desierto” que son las fábricas cuando no se benefician de un tejido económico y social adecuado, y la especulación inmobiliaria para terminar.

Sicilia podía beneficiarse de un tipo de desarrollo basado en la agricultura y el turismo; pero se escogió una segunda vía, la de la industrialización a ultranza, que no resolvió nada por que  empleó únicamente a una pequeña cantidad de mano de obra y desequilibró zonas enteras de la isla, sembrando por donde quiera que pasara el desorden y la contaminación. La mafia se insertó de manera completamente natural en el proceso de desarrollo industrial, convirtiéndose de nuevo en empresario, gestor, revendedor, intermediario y agente de reclutamiento. Y en cada una de estas actividades tuvo la habilidad de extraer diezmos, impuestos y porcentajes, acabando por constituir una clase en sí y por justificar la tesis de Hobsbawm: la mafia –él dice- es “una es especie de burguesía”, representa incluso la única posible burguesía en Sicilia. La única diferencia entre esta burguesía y una burguesía de tipo europeo, por así decirlo, es que la mafia lleva a cabo una explotación llamada rapina desencadenada, salvaje, como la que ejercía antaño en las azufreras. Con la intención de sacar el máximo beneficio y en los plazos más breves posibles, sin preocupación alguna por los problemas de seguridad del personal, como la necesidad de construir trabes y contrafuertes  en la mina, y sin siquiera preocuparse de programar sus propios beneficios. Es la lógica del “todo y ya”, perjudicial tanto para la salud de los trabajadores como para el porvenir de las empresas.

Esta burguesía mafiosa obedece a otras reglas que no son, tampoco las de la burguesía clásica, pues el poder mafioso no es hereditario. No se nace mafioso, uno se vuelve mafioso. Cuando se es hijo de mafioso, no se recibe ningún imperio en herencia, hay que conquistarlo. Y es así que el poder del más poderoso de los mafiosos se puede trastocar de la noche a la mañana por la irrupción de capas nuevas, la llegada al mercado de miembros recientes que cuestionan aquello que consideran una institución, y es lo más normal, pues el hecho de poseer las más fastuosa riquezas no vuelve legítimo un poder basado en la violencia, la violación de la ley y el abuso generalizado. ¿Quién podría asombrarse de que una violencia más joven o más carente de prejuicios, llegara a trastocar una violencia establecida desde hace mucho tiempo, y que las batallas intestinas y los conflictos de generaciones llenaran las páginas de los periódicos de hechos diversos a la vez que ensangrientan las banquetas de la buena ciudad de Palermo? De esta terrible lógica de los jóvenes contra los viejos nace la precariedad y la incertidumbre del poder conquistado por el mafioso, de modo similar a Sísifo, aquel tiene que reconquistar eternamente su lugar por muy modesto que este seam para el nunca hay nada adquirido definitivamente y que tendrá que luchar hasta el final por el poder, es decir, en el lenguaje de la mafia, por la vida.

 

¿Dónde se organiza este poder mafioso? En las cárceles. Las cárceles son las universidades de los mafiosos, en especial la de Ucciardone en Palermo, desde donde a veces los boss siguen dirigiendo sus asuntos, políticos o comerciales. En mi obra de teatro I mafiosi, quise mostrar cómo había sido posible que la mafia, que ya era fuerte en el Estado borbónico, hubiera encontrado en el Estado italiano el mejor estímulo para su desarrollo, sobre todo gracias al aparato electoral. Se puede concebir así, al contrario, por qué le resultó fácil al fascismo, al menos en una primera etapa, entrar en guerra contra la mafia, al no tolerar el régimen de las elecciones libres; el poder político no necesitaba a la mafia para organizar, si era necesario mediante la violencia, el consenso electoral. Se entiende también porqué la democracia proporciona un terreno favorable a la mafia. Es muy triste, pero es así: democracia y desarrollo económico son las vigas maestras de la mafia…

Esta mafia está ligada para siempre al hecho de que la democracia se organice y de que el dinero circule. Cuando la agricultura deja de garantizar un ingreso decente, la mafia, en tanto que fenómeno rural, tiende de inmediato a declinar y el mafioso agrícola a desaparecer en los campos. Ya no se oye hablar de él. Este viejo mafioso patriarcal hacía un poco el oficio del juez de paz, resolvía con una especie de buen sentido innato los sitios más complejos y vivió en una especie de sacerdocio laico en el seno de cada pueblo. No tenía otra riqueza que las tierras de las que se había apropiado mediante la violencia ejercida exclusivamente sobre los más ricos que él, lo cual no le volvía forzosamente antipático a los ojos de todos. Tenía un método infalible para con los ricos: hacía que se endeudaran hasta el cuello y después los obligaba a vender a bajo precio. Encontramos el prototipo de ello en El gatopardo, en el personaje llamado Sedara (es decir, el padre de Angélica). El mafioso rural había trepado simplemente la escala social porque de arrendatario había llegado a propietario, un propietario que ejercía a su vez derechos de naturaleza feudal sobre sus empleados. El campesino que trabajaban sus tierras tenía que esforzarse más y pedir menos que otros, contentarse en general con que se le pagara con servicios y ser objeto de numerosas molestias y maltratos. Para este campesino, la única diferencia entre el varón “latifundista“, que era dueño de la tierra, y el mafioso, disfrutaba antes de adueñarse de ella, consistía en que este último, en vez de ir a gastar el dinero a Palermo, vivía en su tierra, sudaba en su tierra. Y acababa por merecer el poco bien que se había ganado.

 

Éste tipo de mafioso ha desaparecido con la migración a las ciudades. A partir de los años cincuenta, las poblaciones pequeñas se empiezan a despoblar, poco a poco las tierras van siendo abandonadas (además han  resultado cada vez más improductivas), y entonces las ciudades entran en apogeo, se construyen fábricas, oficinas, viviendas y circulan grandes cantidades de dinero. La mafia vuelve a ser lo suficientemente hábil para llevar a cabo la gran mutación del siglo. Abandona las fuentes de riqueza de origen bucólico y se convierte en empresario de obras públicas, maestro de obras en el edificio o constructor inmobiliario. Trasplanta a la ciudad un sistema de gobierno idéntico al que practicaban en el campo: la mayor explotación posible del trabajo de los demás;  una excelente organización; la práctica generalizada del porcentaje que se descuenta de antemano tanto del departamento que se va a construir, del puente cuya construcción se va a iniciar como de las oficinas que determinada empresa va a inaugurar. El militarismo como método de mando; la violencia como ley. Si para finalizar agregamos que la mafia ha establecido vínculos tales con el poder político, en especial con el demócrata  cristiano, que estos vínculos le permiten la impunidad en caso de transgresión explícita de las normas…

Que si un empresario honesto quiere obtener un permiso de construcción en uno u otro lugar, tiene pocas oportunidades de ver realizado su deseo… En tanto que el mafioso obtiene todo lo que desea y transgrede alegremente la ley: construye doce pisos de altura en lugar de seis, pero nunca se le ocurrirá a nadie, ni siquiera a los expertos del catastro, atreverse a decir que el inmueble del mafioso es más alto de lo que la ley permite. Esto puede que parezca completamente surrealista. La verdad es que la mafia mantiene con el Palazzo (el poder) o bien una relación de corrupción pura y simple a base de dinero, o bien una relación de tipo electoral que confiere a los demócratas-cristianos la seguridad de que obtendrán el mayor número posible de votos. Sumamente responsable de la extorsión electoral, la mafia se encarga tanto de reunir a los “clientes” el día de la consulta como de presionarlos mediante el miedo, la violencia, la corrupción y los pequeños favores. No hay porque creer que la organización “clientelista” de la mafia es únicamente prevaricación y abuso; la mafia no descuida para nada los mecanismos del interés, sino todo lo contrario. ¿Qué hay de interesado que la promesa del posti, del puesto, cuando alguien está desempleado? ¿O las facilidades que se ofrecen, las que una burocracia normal tendría que garantizar a todos los ciudadanos, pero que en Sicilia tienen el cariz de un favor muy especial? Por ejemplo, la obtención rápida de un certificado (de nacimiento, muerte, de matrimonio, de propiedad, de salud). En Sicilia es casi imposible obtenerlo sin la intervención de algún intermediario, es decir de un mafioso capaz de recaer con todo su peso en los empleados de los servicios administrativos. ¿Qué pedirá a cambio del servicio prestado? Algo módico, la boleta de voto en favor de la Democracia Cristiana. ¿Por qué tendría uno que negarse? ¿No le han sacado del apuro?

En Sicilia hay un hambre tal de posti, de puestos públicos, hay tantos desempleados y tan pocos lugares de trabajo que el poder mafioso está lejos de desaparecer. Tanto más cuanto que nadie cree, con toda razón, que los concursos se desarrollen normalmente y que sean los mejores los que ganen los puestos. Así pues, supongamos que la víspera de una consulta electoral, el municipio publica un anuncio de concurso para cien plazas en la administración de la ciudad de Palermo. Habrá, sin duda, unos diez mil aspirantes, diez mil desempleados que quieren trabajo, lo cual quiere decir diez mil familias con su red de parentesco extendida, o sea ochenta mil personas como mínimo. El mafioso interviene, promete puestos a todo el mundo, se desenvuelve como un intermediario eficaz, cortés y de trato agradable. Llegados a este punto, se me podría decir: “De acuerdo, el mafioso promete puestos, pero no está a su alcance el cumplimiento de sus promesas y su credibilidad se irá desinflando como un globo”. Y así sería  si las plazas que se ofrecieron desde el comienzo no estuvieran en definitiva atribuidas verdaderamente a desempleados protegidos por la mafia, pero no: están cien hombres en paro que de repente dejan de estarlo, se trata de personas que uno conoce, que forman parte del vecindario, de las que nadie ignora que estaban recomendadas. Quién puede sorprenderse entonces de que en las elecciones, este conjunto de redes familiares vote, en todo o en parte, por el partido que aconsejan los mafiosos, o sea, por la Democracia Cristiana.

No olvidemos tampoco los pasos para conseguir un puesto en un banco o un permiso para llevar armas, una licencia para abrir una tienda (o un simple puesto de flores) o para conseguir la administración de una gasolinera, tareas todas ellas ante las que un ciudadano, en su calidad de simple ciudadano, se siente naturalmente desamparado. La  mediación de la mafia llega entonces en el momento preciso para ahorrarle las peores molestias.

No obstante, en la actualidad, la ruptura con la cultura inicial de la mafia está en vías de llevarse a cabo por razones que Pier-Paolo Pasolini denominaba “hedonistas”. Todos nosotros, mafiosos o no, ahora queremos gozar de la vida; el cine y la televisión ofrecen modelos de existencia homologadores que sean muchos más libres y más “consumistas” que en otro tiempo. El joven mafioso lo mismo que todo el mundo, tiene unas ganas locas de vivir su vida, sin cansarse demasiado y gozando del máximo bienestar posible. Es por esto que se realiza la ruptura con los “papas” de la mafia y no, desafortunadamente en nombre de una nueva cultura, de una nueva concepción de la vida, sino, antes bien, en nombre de una existencia más fácil, más agradable, más desligada de preocupaciones materiales, en suma más al día. La cultura mafiosa cede así el lugar a una no-cultura que lo único que pide es vivir sin trabas.

 

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Los mafiosos, que representan el desorden institucionalizado, necesitan perentoriamente el orden a nivel de la criminalidad baja y media. En un crimen cometido por la mafia no es raro que no se encuentre al cadáver, pero no es por razones directamente vinculadas al carácter mafioso del criminal. En general, significa que han intervenido motivos de orden político-financiero, tal vez incluso que los servicios descritos se han deslizado en la  historia.

 

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Pero desafortunadamente basta con una baja en el ánimo público para que la mafia se inserte, prospere y se multiplique. Por último, la mafia llegó a Estados Unidos: primero organizó la salida clandestina de Sicilia a América y después garantizó a los recién llegados una buena recepción en el Nuevo mundo.

            La mafia ofreció entonces tantas analogías con el capitalismo que no fue nada difícil para el capitalismo asimilarla.

            Y además había aquellas malditas elecciones… Es imaginar la temible seducción que debían ejercer en un político norteamericano deseoso de triunfar esos grupos humanos organizados y que obedecían a pie juntillas las órdenes de sus jefes. Pero en el momento mismo en que estos políticos decidieron valerse de la mafia, tuvieron que servirla y encubrirla en sus ilegalidades. El periodo más glorioso fue evidente el de la ley seca, pero el periodo actual, con su tráfico de droga no les es menos desfavorable.

            Cuando se han celebrado elecciones en Estados Unidos, miles de sicilianos se han sentido más que contentos de poder poner de manifiesto sus talentos de organizadores de consenso; indiferentes a los problemas de la democracia en este país extranjero --¿lo son menos en el suyo?--, le han hecho el juego al partido conservador. Ellos, aquellos que partieron de la Italia rural y subdesarrollada impulsados por la miseria, helos ahí transformados en pilar del sistema electoral menos democrático y del capitalismo industrial que más explota la miseria. En suma, se han pasado una vez más de lado del patrón.

            Me pregunto a menudo acerca del poder inalterable de la mafia. Observándola y escudriñándola, he empezado a conocer el sentido de sus más pequeñas manifestaciones. Y sé que cuando la mafia atraviesa por períodos de crisis interna en los que los arreglos de cuentas llenan de flores los adoquines de Palermo y se empieza a contar los muertos de las grandes familias mafiosas, pues bien Dios mío, las cosas no van tan mal puesto que los mafiosos se matan entre ellos. Sé, por tanto que cuando la mafia dispara y se la cree inexistente, aplastada, eliminada sé qué está pasando por un buen periodo, que está almacenando los beneficios y que su aparente silencio disimula sus ganancias.

           El Estado tiene una gran responsabilidad en la fortuna de la mafia y se puede decir incluso que en cierta manera la ha alimentado en su seno. A veces se ha acusado al Estado de los “errores” que ha cometido en su lucha contra el fenómeno mafioso. ¡Si tan sólo se tratara de “errores”! A decir verdad, el Estado nunca ha luchado contra la mafia. En la época en que el Estado conformaba una verdadera mafia, en la que había llegado a convertirse totalmente en una mafia --me refiero al fascismo--, entonces sí, el Estado trató de expulsar a la mafia como fenómeno de competencia. Más tarde, esta lucha adquirió aspectos a veces espectaculares, a veces grotescos, con batallas entre policías por ejemplo, como si los boss se escondieran en los matorrales, en la resistencia, pero nunca hubo una auténtica voluntad de extirpación. Tuvo lugar también el episodio de la Comisión Parlamentaria de averiguación sobre la mafia, formada bajo la presión de la opinión pública continental y en especial del Partido Comunista. Se habló mucho de la mafia, tal vez incluso demasiado, pues se alimentaba la esperanza de que las medidas de policía y de justicia fueran a permitir circunscribir el fenómeno. Pero, extrañamente, nada de eso se produjo y, en cambio la mafia tuvo la inteligencia de aprovechar la oportunidad que le ofrecía esta averiguación para llevar a cabo una renovación interna que había llegado hacer indispensable con el ascenso de las nuevas generaciones. La mafia se liberó de sus personajes más folclóricos, más comprometidos, los que estaban más al descubierto, los más gastados, y después se presentó a la opinión pública como la víctima de medidas plenamente anticonstitucionales.

           El aparato del Estado se bloqueó más arriba, a nivel de los funcionarios de las cabezas de distrito y de los ministros romanos que tenían estrechas relaciones con los políticos. Es concebible que el balance que se sacó de las acciones de esta comisión no fuera muy optimista.

 

                                                     *****

 

Ellos  (los mafiosos) son, en el fondo, lo que Montesquieu denominaba la virtud, refiriéndose a las clases dirigentes, son hasta virtuosos en el sentido simple del término; es difícil descubrir en ellos el menor escándalo, o el menor adulterio, o el menor drogado o aún la mínima simpatía por el izquierdismo. El mafioso odia el desorden y la no observancia de las normas. Puritano, adepto a las costumbres más austeras rígido en su comportamiento individual y social, no debe por tanto hacer sonreír; en una sociedad que asiste impotente a la disolución de las normas, el mafioso vive en un sistema que Calvino muchas veces no desaprobaría.

                 Conocí a un abogado especializado en la defensa de casos mafiosos. Un día, un gran boss fue a buscarlo a su casa. El abogado se estaba lavando y lo recibió, a pesar de todo, haciéndole pasar al baño. El mafioso de contempló con un aire ofendido, le tiró la toalla y le pidió que se secara: “S’asciugasse”, le dijo. Pero el pudor no lo es todo. Para completar su preocupación por las normas, el mafioso es capaz de comportarse como fiel Cervantes religioso. Sí, va a misa; no, no es particularmente creyente; pero los ritos sociales colectivos representan para él un elemento de satisfacción, una impresión de normalidad. Detesta todas las formas de marginalidad.



[1] Desde 1970, las veinte regiones de Italia gozan de autonomía administrativa, legislativa y económica. Invierten a su antojo los fondos que les adjudica el Estado.

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