• Verónica Mastretta
  • 18 Enero 2016
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Hace casi 15 años, poco antes de la caída de las Torres Gemelas y la irrupción oficial de la intolerancia globalizada a fuego cruzado, estuve en Nueva York por última vez. Mi atracción más afortunada en esa  contradictoria urbe siempre fue el Museo Metropolitano,  y  en particular, la oportunidad de tener frente a mí cualquiera de los cuadros de Van Gogh, para emocionarme de nuevo ante sus gruesas  pinceladas y mirar la pintura exprimida directamente del tubo a la tela, en un intento desesperado del pintor por lograr el efecto deseado de volumen, textura y color durante las breves horas en que pintó cada uno de sus cuadros en escasos diez años. Los que conocieron a Van Gogh no lo entendieron ni aceptaron, tachándolo de distinto, loco y raro. A ese genio maravilloso solo su hermano Theo tuvo la inteligencia de apoyarlo y quererlo tal como era. 




En esa última visita al museo, me encontré con una novedosa exposición itinerante: las obras hasta entonces prohibidas y nunca antes exhibidas de la cultura griega. Vasijas, vasos, platos, copas, pequeñas esculturas, todo girando alrededor de la diversidad sexual humana,  permitida y abierta en el momento en que se crearon esas obras, pero prohibida, perseguida y satanizada muchos siglos después de la desaparición del brillante estado griego, cuyo máximo exponente de poder fuera Alejandro Magno, un estadista genial, alcohólico, bisexual y enamorado hasta la muerte de su mejor amigo. Así fueron sus tiempos. De la cultura griega se nutrieron muchas otras culturas; se conservaron  y estudiaron sistemas filosóficos tan poderosos y vigentes como los de Sócrates, Platón y Aristóteles. Se atesoraron sus conocimientos de medicina, arte, arquitectura,  sistemas jurídicos, astronomía, ciencias, física y matemáticas, pero la visión sexual de los griegos y su tolerancia hacia la diversidad sexual masculina y femenina fueron ocultadas o borradas de su legado. Por eso en esa pequeña exposición, su explícito contenido erótico me llamó tanto la atención.  Aquellos objetos de cientos de años antes de Cristo, perfectos  y sofisticados, habían permanecido intencionalmente ocultos durante siglos por la decisión de personas que los consideraban perturbadores, indignos y obscenos,  mientras la cultura occidental  veneró e hizo propio todo el resto de la cultura griega.

 

Luego vendrían largos siglos en que esa diversidad no solo se ocultó, sino que fue perseguida ferozmente. A finales del siglo XIX, el escritor inglés Oscar Wilde, dotado de una inteligencia y dones excepcionales para la literatura y el periodismo, fue sentenciado en la cumbre de su carrera y su fama a dos años de cárcel y trabajos forzados porque le fue probada  una relación homosexual con un joven de 19 años. Relación perfectamente consentida por ambos y en la que Oscar Wilde fue víctima más que victimario de la precocidad y sensualidad  de su joven pareja, según lo documentan las cartas cruzadas entre ambos antes y después de su condena, así como en su obra "De Profundis", escrita en la cárcel, una larga carta dirigida a su amante y convertida en reflexión acerca de la veleidosa condición humana. El crimen de Oscar Wilde fue del tiempo, como lo fue también el ocultar a su esposa su verdadera identidad. A  pesar de su extraordinaria inteligencia, a Wilde  le fue imposible asumir, incluso ante sí mismo, su preferencia sexual. Después de haber tocado el cielo de la fama, murió desterrado, proscrito y pobre a los 46 años. Habrá quien por principios religiosos o morales no esté de acuerdo con la diversidad sexual, pero el prohibirla y castigarla penalmente, o hasta con la muerte, como aun sucede en algunos países del mundo, es una atrocidad. Por supuesto que debe protegerse y cuidarse a los menores de manera absoluta mientras ellos construyen su propia identidad, pero una vez adulto, el ser humano tiene derecho a manejar su sexualidad como mejor le parezca, siempre y cuando no vulnere los derechos de otros.



Heroes

 

 

Hace una semana murió a los 69 años David Bowie, el cantante, compositor y rockero inglés. Las primeras veces que vi su imagen no me gustó, e incluso me chocó. Fui crecida en una sociedad no solo heterosexual, sino veneradora del deber ser confundido con homogeneidad. Ser diverso o raro de cualquier manera, ya fuera en el hablar, el pensar, el vestir o el vivir, no te hacía sentir precisamente cómodo.  Leí en estos días que un joven obrero irlandés, crecido en una familia rígida y dentro de una comunidad para la cual los temas de atreverse a ser distinto de cualquier manera  eran tabú y crimen, vio en 1972 por primera vez al bizarro y extraño cantante David Bowie. Este hombre dice que la visión de Bowie, su arrojo y atrevimiento en mostrarse como era, le abrió la posibilidad mental de ser diferente. No necesariamente bisexual u homosexual, simplemente distinto a lo que en su familia se consideraba "normal". Se permitió plantearse la idea de ser pintor, escritor, bailarín, chef o marciano, ser todo aquello que en su barrio y su familia estaba prohibido. La bizarra figura de Bowie, chocante para muchos, asumido bisexual, casado por 25 años y hasta su muerte con una mujer negra a la que adoró, buen padre de familia, fue la llave que les permitió a otros la posibilidad de atreverse a ser algo más de lo que su medio les permitía.

 

Recuerdo a David Bowie, a Van Gogh y a las vasijas griega; nos alientan y motivan a aceptar las diferencias sin necesidad de ocultarlas, y mucho menos, burlarnos de ellas, rechazarlas o agredirlas. Y que conste que sigue siendo difícil, muy difícil, aceptar las diferencias. Solo así me explico que Donald Trump siga subiendo en las encuestas para la elección interna republicana de los Estados Unidos, enarbolando en su discurso la bandera de la supremacía racial,la segregación y la discriminación más violenta y estúpida. Que la tolerancia nos proteja y ampare.

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