• Günter Petrak/Narrativa
  • 21 Enero 2016
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Las fantasías deben ser irrealizables. La fantasía que se cumple mata el deseo y el deseo es el motor, no sólo de la fantasía, sino de la vida. Lacan

 

Mundo Nuestro. Dicen sus editores que Günter Petrak (Puebla, 1959) es un autor de un pesimismo luminoso. Lo que es cierto es que los finales de estos cuentos no suelen ser los que quisiéramos para la vida diaria de cualquiera de nosotros. Y sin embargo, sus personajes se nos parecen tanto.

Sus cuentos, nos dicen “tienen el reto de mostrar la aniquilación de la vitalidad, que no de la vida. No hay, no podría haber personajes alegres ni finales felices, lo que presenta es la incertidumbre cobijada por una realidad a ratos surrealista a ratos expresionista, esto es una serie de cuentos que asfixian y desesperan a quienes caminan dentro de ellos y a quienes se aventuren a leerlos.”

El próximo jueves 11 de febrero, a las 7 de la noche, se presenta en Profética, Casa de la Lectura el libro de cuentos Eros desarmado (EyC, 2016), del escritor poblano Günter Petrak, con la participación de Maribel Vázquez, Beatriz Meyer y Mariano Morales. 



Günter Petrak

 

De Günter Petrak Mundo Nuestro ha publicado Historia del virrey trastornado, de cómo se vio envuelto en tenebrosos avatares y cómo se desenvolvió…, un texto que en la ironía logra una de las más severas críticas al gobernador en turno por la criminal política contra la Pirámide y los pobladores de Cholula.

Ofrecemos aquí, para goce de sus lectores, el relato Cuerpos, un espejo en el que parecen mirarse autor y personaje, y por el que nos asomamos abiertamente a la concepción de la literatura que envuelve los textos de Günter en el insensato pero maravilloso acto de escribir.




Y así... "el cuerpo se vuelve el signo

     de un monstruo llamado deseo"

Jean Baudrillard

 

El escritor mira por el espacio luminoso que deja la cortina cuando la mueve el viento. Del otro lado de la ventana hay cubos, unos encima de otros, al lado de otros, frente a otros. En ellos viven personas. Cada cubo tiene una pequeña ventana. Dentro de esos cubos hay otros cubos, algunos tienen ventanas. Por afuera están pintados de blanco. Algunas ventanas se distinguen por el color de las cortinas. ¿Desde cuál mira el escritor? Quizá no importe saberlo. Urbes como ésta hay en muchas partes, en Moscú, en El Cabo, en Buenos Aires. Son ciudades dentro de otras, enormes prismas hechos de cubos y de prismas más pequeños fabricados con lodo cocido o cemento prensado. El escritor es uno más: un ladrillo de un inmenso universo de prismas opacos. No ha alcanzado ninguna trascendencia y, sin embargo, escribe. No tiene otra cosa que hacer sino escribir, escribir para sí mismo, escribir para nada, escribir para el olvido. Sabe que es escritor porque escribe. ¿Qué escribe? Palabras, cientos de ellas, línea tras línea, signos de las cosas y de sus sentimientos que se hacen cuerpo en un reguero de tinta. ¿A quién dedica su obra frenética? ¿Qué aliento y qué sangre circula por esos trazos? El escritor medita, hipnotizado, y mira a través del cristal de su ventana. Sonríe. Está construyendo el Universo, otro. Fuera de la ciudad cúbica y de otras ciudades como esa no conoce gran cosa, excepto por los libros. Pero él sólo puede escribir de lo que conoce y conoce muy bien su cuerpo, y aunque conoce menos el cuerpo de las mujeres, tiene en mente el de una y piensa que su texto es como el de ella, un Universo secreto, seductor, eterno:

            Pese a que la mirada del historiador esté llena de prejuicios, y su percepción de los acontecimientos pasados sea parcial porque ha interpretado los signos, las huellas, los relatos que otros dejaron para él, de cualquier modo, repito, algo de nosotros quedará en esa mirada para el futuro y será comunicada a otros para apreciar o condenar nuestros actos". El profesor había dicho esto de memoria, reproduciendo la cátedra que año tras año impartía maquinalmente a su auditorio, siempre el mismo grupo de niñas de 14 años, pero con diferentes rostros.  Esta vez, sin embargo, sus ojos no se habían extendido hacia esa zona vacía donde los llevaba el hábito rutinario de hablar sin pensar, sino que se habían quedado engrapados a uno de los botones de la blusa de Angélica, el que subía y bajaba al ritmo de una respiración sin sonido, llena de vida. El profesor no podía creer que a tan corta edad tuviera unos senos tan grandes y, de vez en cuando, trataba de comparar el diámetro del botón de la blusa de su alumna con las protuberancias de sus pezones, anunciados debajo de la tela blanca del  uniforme y de un sostén de encajes. Un deseo repentino comenzó a circular por sus venas y entonces su mirada se fue escurriendo hacia abajo, hasta las tobilleras de Angélica y después subió por la pantorrilla desnuda hasta las rodillas y luego se alzó por encima de la falda a cuadros hasta las manos de uñas largas y sin pintar acomodadas, una sobre otra, con las palmas hacia arriba, como si hace poco hubieran estado sujetando un ave o cualquier otra materia viva y caliente. El profesor pensó en un pubis abundante, ensortijado, aunque Angélica tenía el pelo largo, lacio y negro. Levantó la vista para confirmar esa certeza. Su alumna le sonrió y él no pudo menos que sentirse incómodo, atacado por una especie de vergüenza. Devolvió una mueca que quiso parecer sonrisa. Carraspeó. "Bueno, ya pueden irse.

            El escritor da una chupada a su cigarrillo. Mira otra vez por la ventana. Oscurece. Mete las manos entre sus piernas y relee lo escrito. "Escribir es un consuelo", piensa y se pregunta de dónde salieron sus personajes, "tal vez sean un síntoma, monstruos de la perversión labrados con palabras". Él sabe que el deseo es también como una bestia, un monstruo líquido que nos habita y nos gobierna. "Los personajes son homúnculos del deseo", escribe en el margen de la hoja. Afuera se oyen risas de niños, golpes de pelota en las paredes, motores de autos. El escritor sigue escribiendo, otra vez al margen: "la palabra es cuerpo"... ¿qué deseo la puebla? ¿dónde nace la furia de sus significados?

            “Todo deseo tiene un objeto, un cuerpo y los cuerpos tienen nombres", pensaba el profesor camino a su casa, sentado en el incómodo asiento de un autobús. "Y si todo lo que tiene nombre existe, ella es más real que mi deseo". Frente a la escalerilla de salida del autobús había un espejo. El profesor se miró en él. Observó su rostro y su cuerpo: 44 años de carne condenada a corromperse. Pero en ese momento estaba viva, anhelante, como la de un vampiro aquejado por el ansia de sangre. "¡Cuánto poder tiene la materia cuando es invadida por el deseo!" El maestro sacó de su memoria la imagen de Angélica, de lo que podía verse de ella, algunos centímetros de piel, los ojos, grandes, inundados de líquido negro, como los de un animal, los labios carnosos, inflamados como si hubieran besado lumbre y sus pechos, grandes, que respiran solos. Él era un hombre solitario, casi un ermitaño que pensaba ocasionalmente en el mar, aunque, por supuesto, en esa ciudad no había mar sino naufragios. Ël era un náufrago, sin duda, un ser arrebatado al mar y al Destino. Era un maestro de escuela, un maestro pervertido que se estaba obsesionando con el cuerpo de una alumna. Ella era una niña que hace no mucho tiempo habría sufrido su primera menstruación y, quizá, algún enamoramiento platónico. ¿A qué olería su sexo? ¿Pensaría en su pubis al afeitarse las axilas? ¿Se habría masturbado alguna vez? El profesor sintió el viento frío de una tarde lluviosa. Cerró la ventanilla cuando las primeras gotas mojaron las perneras de su pantalón y dejó extraviarse su mirada más allá de la cortina de agua, hacia la masa informe de algunas nubes.

            Mientras el escritor escribe, algunos relámpagos iluminan los ángulos de los cubos. Es una especie de decorado teatral. Las luces en las ventanas crepitan. El escritor se da cuenta de que escribía en la oscuridad. Enciende la luz. El cubo que habita se puebla de objetos familiares, de líneas rectas, de ángulos a escala menor. El escritor mismo se siente un cubo. Escribe a mano, aunque tiene una vieja "Olivetti. Lettera 32". Quizá, cuando su manuscrito le satisfaga, le pida a alguien que transcriba sus garabatos a una de las múltiples tipografías de las computadoras. Forma de la forma. Cuerpo del cuerpo. Apariencia. Puede ser que debajo de la horma cúbica de su escritura haya una superficie lisa, sin ángulos, plegada o desplegada según las exigencias de una geografía gramatical diseñada desde otra dimensión. ¿La del escritor que nos escribe y nos da vida cuando nos pronuncia? Matruschka de cubos. Un cubo en otro cubo. La letra en la letra. Cuerpo en el cuerpo. Se oye el trueno, lejano, como adormecido por toneladas de aire. Comienza a llover. Las gotas se hacen hilos de agua sobre el cristal. Huele a aceite de automóvil sobre el asfalto. No hay plantas en los balcones, porque no hay balcones. La lluvia no huele a tierra. El escritor se desnuda.

            Es un maestro de escuela que ordena la ropa, aunque esté mojada. Habita un cuarto con baño en una pensión citadina. Como posesiones: un perchero, cuatro o cinco trajes, unas camisas, corbatas, un par de mancuernillas doradas, un fistol y un sombrero que no se atreve a usar para no parecer anticuado. Posee un veliz lleno de libros, dos pares de zapatos, uno café y otro negro, calcetines y calzoncillos. Lo demás pertenece a su habitación, la cama, la cómoda, un espejo, un crucifijo y una horrorosa escena kitsch, enmarcada, de una niña en una granja. También los calzoncillos se le han mojado. Eso lo excita, la tela húmeda y fría sobre sus genitales. Se asoma al espejo. Algunos cabellos se han escurrido y pegado a su frente. Tiene gotas en los pómulos y en la nariz. Su cuello ya no es firme. El vello de su pecho ha encanecido. Su piel se ha llenado de lunares y se ha aflojado un poco. La barriga ha crecido; no mucho, para su fortuna. Pero su erección aún conserva la vertical. El profesor se baja los calzoncillos y se coloca de lado para observar su pene enhiesto. Se mira de frente, con los brazos en jarras, sus piernas están descoloridas y son flacas; pero siente el deseo de un adolescente. Pronuncia un nombre y el eco de su voz en el cuarto le asusta. Se vuelve a mirar en el espejo y se alegra de no ser un fantasma. Hay algo en el deseo que nos recuerda que estamos vivos. La materia excitada tiene el encanto de la vida. Quizá lo fascinante del deseo es que sobrevive a la muerte del cuerpo y lo fascinante de la muerte es que, siendo sutil y etérea, se manifiesta en un cuerpo descompuesto, mientras más repugnante, más atractivo a los sentidos y al morbo, pues  los sentidos están vivos y el deseo ha triunfado, al menos temporalmente, sobre la muerte. Sí, piensa el profesor de escuela, lo que nos repele y al mismo tiempo nos seduce de la muerte, no es su condición de hachazo fatal, sino su inexorable simpatía por lo vivo y su patética apariencia de putrefacción. Y él está vivo, no piensa en que su cuerpo es prestado, ni que es solamente un envase; por el contrario, en este momento él es el único propietario de su cuerpo, es un cuerpo, un espacio material en el cual se refugia la pasión para soñar. ¿Cuál es su sueño? Apoderarse de otro cuerpo, del cuerpo firme de Angélica, de sus músculos y sus vísceras, del corazón que vive dentro, lleno de alegría, de su piel caliente y de sus regiones pilosas, de sus humores, de sus líquidos; cuánto desearía pasar su lengua por las axilas, lamer sus labios y su saliva, morder sus pezones y su cuello, acomodar su pene sobre su vientre, en su vientre, bajo su vientre, explorar sus orificios y sus texturas, acariciar su lujuria hasta extenuarla... y después matarla.

            El escritor relee lo escrito, quizá ha ido muy rápido. ¿Matar a Angélica? Esa idea no estaba en su proyecto. Él quería narrar la pasión del maestro por su alumna. Mas, al escribir, fue compartiendo esa pasión con su personaje. Ahora ambos están ligados por el deseo. Deja de llover. El escritor enciende otro cigarrillo. Medita. Matar con la palabra. ¡Qué crueldad, qué locura! La muerte no puede con las palabras, aunque sean uno de sus instrumentos. Escribe al margen de su escrito:

"La palabra es un cuerpo de mujer que todo lo engulle".

            El escritor está cansado, pero escribe. Abrumado por un torrente de palabras se deja arrastrar por ellas. Un taconeo rápido cruza la explanada que separa los edificios donde él habita y su eco sube por la pared hasta su ventana. Después el silencio. El escritor se asoma, desnudo como está y ve la noche. Hay pocos cuadrados de luz sobre los prismas. Un farol de la explanada parpadea. La vida está detenida, congelada por las tinieblas. Adentro, en cambio, hace calor. La parte superior del cristal que lo separa de ese mundo está empañado. Con su dedo escribe: Angélica.

            Una excursión al campo. Las niñas han ido vestidas con su uniforme deportivo, los shorts blancos ajustados, una blusa blanca, de botones blancos, debajo de la cual se marcan los sostenes, tobilleras blancas, cortas, calzado de lona, blanco. Pero la vestimenta común, y la edad, no son suficientes para uniformar sus figuras. La naturaleza no ha distribuido equitativamente sus encantos. Algunas ni siquiera han desarrollado. Sus cuerpecitos infantiles dan por igual lástima que ternura. Flacas y gordas, de piernas huesudas  o rechonchas, en algunas el sostén es una prenda inútil, un estorbo para unos capullos que todavía no abren. No hay otra como Angélica. El profesor la observa jugar volley ball, sus senos saltan cuando ella brinca, sus piernas son fuertes y gratamente moldeadas, las nalgas.... el monte de venus. Esa masa de músculos y huesos está lista para la lujuria, por eso debe ser seducida y destruida, porque su poder de seducción atormenta el cuerpo y el espíritu de los hombres. Eso piensa el profesor mientras descansa a la sombra de un árbol. El sol se refleja en la ropa de las niñas y lastima  la vista, el sol que dispara pecas y lunares, que muerde la piel y mata las horas, el sol que duele y que devora. El profesor deja caer su espalda sobre el tronco rugoso que le sirve de apoyo... El cuerpo de Angélica, desnudo, es más frío en la frialdad de la plancha sobre la cual yace y, sin embargo, el profesor siente que el deseo le golpea el estómago desde adentro. Ahí está el cuerpo que desea, inerme, boca arriba. Casi sin respirar, el hombre acerca sus labios a los de ella. Su lengua roza, apenas, la barbilla y después el cuello, finalmente se detiene en la punta de un seno, el pezón es frío y rugoso, casi negro, al apretarlo en la boca parece que revive, se endurece. El profesor ha olvidado que es el pezón de una muerta y lo goza. O quizá no lo ha olvidado y eso enciende sus venas, la mano derecha recorre la parte interior de un muslo hasta el sexo. Una gota se despedaza cerca de su ojo. El profesor ve la agitación de las niñas levantando los restos del picnic. El aguacero lo alcanza en unos segundos. El agua es atrapada por las telas y las pantaletas y los sostenes se pegan a la ropa blanca, transparentada. Los cuerpos y las risa llenan el autobús escolar de una calidez húmeda y pegajosa. ¡Qué suerte del profesor de escuela que transitará de un espacio a otro en compañía de Angélica! ¡Qué placer el de su piel que puede tocar su pelo mojado y un poco de su mejilla! Angélica dormita, su cabeza sobre el pecho del profesor, y no es un sueño, está como muerta. Con la respiración entrecortada el mentor acerca sus labios a los de ella y su lengua los prueba, apenas. Angélica no se mueve. La mirada del hombre se detiene en la punta de un seno, el pezón se ve frío y rugoso, casi negro, debajo de la blusa blanca. La mano derecha busca un espacio entre dos botones hasta la areola, su tacto es suave y tibio. Escucha su respiración, la de ella se parece a la de él. Quizá ella finge que está dormida. El pezón...

            El sol entra por la ventana. El escritor está cansado, pero escribe. ¿Qué enfermedad lo consume? ¿Es el deseo? El escritor escribe. Afuera, sobre la superficie y en el interior de los cubos, se mueven sombras y ruidos. Es la hora de los demonios. El escritor acerca su silla a la ventana y mira un humo de fábricas que se mueve, lento como un animal prehistórico, entre dos atmósferas. Sobre el escritorio yacen las hojas mancilladas, los despojos de un cuerpo informe. Letra muerta que, sin embargo, seduce al escritor. Sobre el piso hay una carnicería de papeles arrugados, pedazos de algo que quiso ser parte de un cuerpo, pero que, por obra de un hombre habitante de un cubo en una ciudad de cubos, son sólo pedazos, partes de un organismo malogrado. Potencia. Casi sin respirar, el escritor acerca sus labios a una hoja, su mirada se detiene en la punta de un seno, es el de Angélica, nombrado en el papel. El escritor levanta su cuerpo de la silla, se sostiene con los brazos porque es  inválido. Penosamente, carga la parte muerta de su cuerpo y la arroja sobre un camastro. Tal vez su invalidez sea una metáfora. Un cuerpo escrito por otro escritor, uno que mira su creación desde arriba, frustrado porque las palabras se le escapan y sus historias y sus personajes se quedan a media.

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            Tullido, cojo, ciego, jorobado, tuerto, mudo, manco, contrahecho, zambo, impotente, estéril, mutilado, idiota, parapléjico, hemipléjico, cuadrapléjico, vegetal de carne... El escritor es un personaje en un cuerpo construido con palabras, pero él no lo sabe, o finge no saberlo, por eso puede ser cualquier cosa o ninguna, no tiene albedrío, el escritor que lo escribe hace con él lo que quiere, el lector que lo lee hace con él lo que quiere. Carne de palabras o figura, mundo de la representación, metáfora, desviación, tumor. Es un poco como nosotros, pobre ciegos que miramos lo que queremos ver, mutilados, medio muertos. Y si quien escribe quiere hacer de su golem un inválido, lo hará. Pero eso no lo sabe él. Es un poco como nosotros: ciego visionario, cojo vagabundo, mudo insoportable. ¿De qué padece? Lumbago, mialgia, ciática, vértigo, indigestión, idiotismo, acromegalia, enanismo, flatulencia, conjuntivitis, calvicie, dolores, deficiencias hormonales, es como nosotros, aunque depende de nosotros para vivir, quizá igual que nosotros, pues es seguro que vivimos porque alguien nos piensa. Tiene órganos, el lenguaje es uno de sus órganos del cuerpo. El escritor escribe…

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