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Este domingo los cuerpos le pertenecen al sol. Y en el agua se revela toda la sabiduría aprendida para retener su energía.

(Foto de Periódico Digital)

Los cuerpos que veo:

El mío, con su barriga anunciada hace años, con un blanco nórdico, desencanchado de todo propósito futbolero que no sea el televisivo, con músculos que han perdido su dureza juvenil y con los que me engaño para salir del redondo título de panzón… Mi cuerpo, plantado ante una barra alta y vacía de barman y de bebidas, a medio Agua Azul, perdido en un tendedero de toallas, anafres, lonjas y griterío, en el más acuático y populoso refugio del sol puro, azufrado por infernal, el único reducto público para asolear la piel y el espíritu en todo el valle de Puebla.

Y los cuerpos de los otros, abiertos a la luz, en la absoluta libertad del volumen, inmisericordes en el desvarío alimenticio, plenos y felices, cinturitas y cuerpos de uva, petaconas y viboritas, forzudos y alfeñiques, lampiños y barbudos, tatuados tímidos y salvajes, vientres de lavadero y de pulquero, calvas tostadas y melenas arrebatadas, piernas alfileres, muslos granulados, bíceps acerados y colgantes. Cuerpos todos abrazados al sol.

¿Queda un resquicio para la soledad en Agua Azul?

Foto de Mundo Nuestro

Aquí la soledad se suda, se evapora, cumple el mandato del cuerpo etéreo, sin vergüenza ni impudicia, sin recato alguno. Leo una frase de Natalie Angier (Mujer. Una geografía íntima, Paidos, 2011): “Mis óvulos, mis genes, no me pertenecen, no son ni siquiera míos; son algo que comparto, es como donar sangre.”

Es como mirar al cielo y disolverse. Aquí abunda la sangre joven. Niños en racimos como cerezas en el pastel blanquecino, lechoso, de nuestro inframundo; niños que se esfuerzan a golpes por batirlo. Entre más chicos más ligeros y escurridos sus cuerpos, casi no veo niños obesos, pero veo retratado el futuro que se les viene en los cuerpos de los adultos porque es imposible no mirar el sobrepeso que vuela en el aire fritanguero de los anafres.

Junto a la barra, una señora despliega toda la bravura del aceite hirviente contra las mojarras. El aire quemado seduce a su marido que espera cerveza en mano.

Llega una familia joven. Dos hijos, niño y niña entre siete y diez. El padre es experto en balnearios: identifica en un vistazo el lugar perfecto y no hay duda de que es inexplicable que no esté ocupado ese rincón de sombra a medio metro de la alberca infantil. En veinte segundos e madre y niños chapotean enteros en el ritual del agua imaginada por los cuerpos con la avaricia rotunda del empuje del sol. El hombre acomoda la visera de su gorra, no se quita la playera, se sienta en la orilla, mira aborto el agua blanca. Me entretengo con un juego antiguo: imagino al hombre, ¿obrero, oficinista, profesor, policía? Su mirada regresa del agua por el grito del niño. Alcanza la pelota que han traído, la arroja a la alberca, se lanza tras ella. Su hijo lo espera.

Todos son rellenitos en la familia vecina. La abuela, cuando la dejan sola, pronto me dice que tiene 44 años, quince menos que yo, y que tiene veinte de no venir a Agua Azul, así que se entretiene en señalarme las novedades en albercas y toboganes. No se preocupa por el sol --estoy mala de la garganta, me dice--, así que a la sombra le va bien el mandil fritanguero y el vestido a la rodilla que cubre. Cuando llega el nieterío --son cinco--, una hija y un yerno, todos escurridos, ella ya ha ganado un lugar en la barra y tiene dispuesta la primera tanda de comida con el arsenal de sanwiches servidos en platos desechables que duran un suspiro. No se dicen mucho, y no tengo tiempo para entenderlo porque en un instante todos se han ido por las callejuelas de cemento de regreso al agua y al sol, sin atender el reclamo del letrero que pide contra los calambres tres horas de digestión como mínimo. No hay pesadumbre para la abuela. Está en la sombra, engulle su sanwich y yo la miro con veinte años menos, aquí mismo, ya con cuatro hijos, corriendo al agua, dejando a una abuela de mandil y vestido a cargo de la sombra y de los recuerdos.

“Al rato preparo los chilaquiles”, me dice.

 

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Fotos de Mundo Nuestro

 

El sol se somete a los jóvenes. Abajo sobresalen las cabecitas y los brazos decididos a romper el equilibrio del mundo. Las dos cuerdas desplegadas a lo ancho de la alberca son el más entretenido de los juegos. Por los dos extremos se animan los cuerpos equilibristas, pies y manos sujetos a los cables sostenidos por las manos y las risas de quienes que los zangolotean. Las extremidades se tensan, plásticas, sin importar gorduras o flacuras, envueltas en el vértigo espeso y blanco del agua.

Y así todos los cuerpos son bellos ante el abismo.

 

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Encuentro en el celular esta foto. Agua Azul en los años treinta. A la vista el esplendor del río que hemos perdido. Es un rio denso, lleno, serio, corredor de todas las tormentas, y limpio, decidido a tomar el rumbo del sur, ajeno al retén que le romperá el alma años después en Valsequillo. Después, la arboleda que circundaba al pueblo textil de Mayorazgo. En el fondo extremo, la serranía del Tentzo y la imaginería campesina de los nahuatls de San Andrés Azumiatla, ajena a los avatares modernos de una ciudad  industrial incapaz de saltar la barrera acuática.  Arriba, el sol y las nubes, y con ellas el paso del tiempo. Agua Azul, con el viejo tobogán perfilado en una larga onda desde el norte, el territorio de la ciudad que a todos contiene con el sol de marzo que nos derrite. La ciudad proletaria que lo ha tomado desde hace años y le planta la cara a los catrines.

 

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Vuelvo al sol del domingo. Fundido a mediodía en el pueblo pleno, feliz, antiguo. Asado, tembloroso, escurrido.

Y miro la alberca en el primer plano. Cuántos cuerpos y esplendores e historias se han colado por ahí al sol, cuánta agua ha corrido desde la fosa que le ha dado por el azul su nombre al balneario. ¿Y cuánta ciudad se ha ido por ahí?