• Emma Yanes Rizo
  • 14 Febrero 2013
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El rostro

 

Sobre la mesa del taller de imágenes, como células que se reproducen a sí mismas en espera de formar algo nuevo, los ojos dejarán de ser sólo cristal, mirada errante, para integrarse a un rostro. El taller de que los acompañan: provienen del pelaje de cuero taurino, seleccionado especialmente en los rastros y vendido en fragmentos, para que la mano experta del artífice depile una a una las pequeñas hebras. Existe una variante popular también tlaxcalteca: máscaras de carnaval miniatura con párpados movibles de hueso de capulín, ojos de vidrio y pestañas de pelo de toro. 

 

La amplia demanda de ojos y pestañas tiene sus raíces siglos atrás, en la época del Concilio de Trento (1534-1590), con el Decreto de las imágenes, a partir del cual la Iglesia católica encuentra en la pintura y la escultura de bulto la nobleza moral y el valor pedagógico para “la visualización a través de las imágenes de los misterios del dogma y de la historia del cristianismo”. Y es que, como se sabe, en respuesta a la prohibición del culto a las imágenes por parte de la Reforma protestante, los católicos fomentaron la enseñanza del Evangelio a partir de ellas. Este impulso, junto con el desarrollo de la piedad popular y la superación de las formas cortesanas del Renacimiento, dio origen, sobre todo en España e Italia, a lo que conocemos como estilo barroco.

 

Desde mediados del siglo XVI y hasta el XVIII, en España, la retablística y la imaginería policromada se convirtieron en el principal mecanismo de comunicación de la Iglesia con sus fieles. Los escultores buscaban dotar a las obras con elementos que las hicieran parecer humanas, pero con atributos sobrenaturales. Por eso los rostros y las partes desnudas de estas piezas debían estar debidamente encarnados. En paralelo, a decir de María del Rosario Farga, la imitación del natural llevó a la utilización de postizos y de elementos añadidos, ajenos a la escultura y a la pintura, como pelucas y pestañas de pelo natural, uñas reales, dientes de pasta, ojos y lágrimas de cristal, e incluso pellejos y sangre auténticos.

 

Existe constancia del uso común de los ojos de vidrio en España por lo menos desde l578, año en el que se solicita por escrito a un escultor Del Águila hacer una imagen para la cofradía de la Soledad, en Niebla, cuyo rostro debía llevar lágrimas y ojos de cristal, además de pestañas naturales, según la documentación de la historiadora mencionada. Suponemos que, en el mismo siglo XVI, se usaban en las piezas novohispanas ojos importados de la metrópoli. Sin embargo, carecemos de datos que nos ilustren sobre el momento en que se inició su producción local. Respecto a la obtención de pestañas, es lógico suponer, dado el amplio desarrollo de la ganadería en Tlaxcala, que ésta tuvo un origen taurino desde fecha temprana. 

 

El uso de los ojos de vidrio en las máscaras mexicanas, que perdura hasta nuestros días, se desarrolló en México sobre todo a partir del siglo XVII y especialmente en el XVIII, en caretas de manufactura policromada que representan rostros de españoles, como las de las danzas de los parachicos, en Tabasco; la culebra en Papalotla, Tlaxcala; los cúrpites en Michoacán; el señor Santiago en Puebla, Veracruz, Jalisco, México, Guerrero y Michoacán, así como en las piezas de los bailes de carnaval de los barrios populares de la ciudad de Puebla y los municipios de las faldas de La Malinche.

 

El cuerpo

 

Ser en otro es un deseo antiguo, tanto quizá como el sexo o el amor, si se quiere llamarlo así. La concepción de la vida en el mundo prehispánico no extrapolaba el bien del mal, lo femenino y lo masculino, la noche y el día, la vida y la muerte, el humano y su nahual. Quizá por eso en este pueblo nahua se toma con absoluta naturalidad asumir el papel de otro. El conquistador en estas tierras es un muchacho de secundaria, o un obrero, o un albañil, los más son campesinos y alguno de ellos prueba su suerte como tragafuegos. Eso sucede por la mañana, pues a partir de las siete de la noche y hasta la madrugada ensayan para ocupar el papel de colonizador durante el carnaval. Visten pantalón negro, camisa blanca, capa de terciopelo bordada; llevan sombrero, ya sea una gorra caqui o la prestigiada tejana, con luces y plumas de avestruz pintadas e iguales a las que porta el arcángel san Miguel de la parroquia. Charreteras entrecruzadas al estilo revolucionario y pistola en cincho les adornan el pecho, la espalda y la cintura.

 

Si el danzante es padre de familia se amarra al cinturón un muñeco o juguete que representa a cada uno de sus hijos, como promesa de que en el futuro ellos también formarán parte de la cuadrilla. Por último, para protegerse la cara, los danzantes se colocan un embozo de luchador sobre el que va la máscara.

 

Es ahí, en el paraíso del carnaval, donde los ojos de Cuaula adquieren no sólo un rostro, sino también un cuerpo. Pero la razón de ser de estos ojos aún no culmina, les falta algo más: tener a quién contemplar y a su vez ser contemplados. Y eso sólo sucede cuando la mirada del conquistador se posa en el suculento cuerpo de La Malinche, que desde luego es otro de ellos.

 

Para los hombres de Canoa transformarse en La Malinche es un honor.

 

La Malinche, el volcán, es aquí la madre y el padre de todos, pues de ella dependen la lluvia y la siembra.

Desde tiempos ancestrales, según documentan los trabajos de Hugo Nutini y de Guillermina Meaney, es costumbre en ese pueblo y en otros de la zona, dedicar ofrendas a la montaña para que esté contenta y mande la lluvia. Las mujeres le preparan su ropa, que es similar a la que usan los jóvenes para convertirse en las señoras del carnaval: el listón rojo, la falda tableada, el mandil, la enagua, los zapatos, el rebozo y los aretes. Y los mayordomos suben a entregarle estas prendas en “lo más profundo de la cueva”. Penetrada, La Malinche obsequia el agua.

 

Y aquí estamos, en un cuarto de block esperando que Juan Zepeda deje de ser el muchacho que conocimos para convertirse en la madre de México. La televisión prendida, la trenza para el baile colgada en la pared, una cama, dos altares: uno dedicado a la Virgen de Juquila y al Niño Jesús; otro a la santa Muerte, con sus flores y una manzana. El huehue, un joven cobrizo, delgado, varonil, platica mientras plancha. Sus papás tienen un rancho de animales, dice; su hermano es maestro albañil.

 

Él hace ropones para Niño Dios y también trabaja en el campo. Sale un momento del cuarto y regresa con las medias puestas y el torso desnudo. Lo de las medias es un arte: van cinco pares juntos, uno tras otro. Al subírselas, la cintura de este joven se aprieta hasta dejar de ser la de un hombre. Pero su espalda morena y sus brazos fuertes como los de un minero todavía no se transforman en los de una mujer. Parece aún una especie de minotauro con extremidades femeninas. Se coloca la enagua primero, después la falda a cuadros, el mandil bordado y bien apretado para que también marque la cintura. Se sienta, para poder introducir sus toscos pies en los zapatos de pulsera. Y éstos entran a presión. Nos mira desafiante desde su rostro indígena, el pelo negro y lacio, la mirada dura. Se abrocha el sostén con una agilidad envidiable: el relleno, de hule-espuma, va compactado en una bolsa de plástico que se engrapa al sostén para evitar problemas con el movimiento. Después de jugar con la blusa de holanes como si se tratara de un abanico, ésta se pega a su cuerpo. Pero sigue siendo un hombre: lo delatan sus corpulentos brazos, sus manos hechas al trabajo con la tierra y, desde luego, su rostro.

Unos largos guantes blancos cubren sus manos que entonces dejan de ser las de un joven para convertirse en las de una damisela. Luego coloca sobre su cara un antifaz con chaquiras que le cubre cara y cuello, se amarra la trenza con un resorte e instala sobre su cabeza un sombrero tejano con una pluma. Nada queda ya de aquel campesino. Le cambia la mirada justo al salir del cuarto para recorrer entaconado las terracerías de Canoa rumbo al centro, donde se encontrará con su pareja.

 

El carnaval

 

Pero en Canoa el centro no existe.

 

La iglesia y el palacio municipal se encuentran de espaldas, como lo están también el poder civil y el religioso.

Aquí ocurre una carambola de siglos y de sueños: las casas de adobe y baño de temazcal junto a las de block, el transporte de tracción animal y las combis, los cantos religiosos y los sonideros, los vendedores de pequeñas cosechas y la maquila, hombres y mujeres descalzos y muchachos de tenis, las alfombras de flores en la capilla y los montones de basura en la barranca, el diezmo y el trabajo en el norte, los carboneros y los ecologistas, el cielo y el infierno. Paradójicamente, de esa anarquía se desprenden el orden y la perfección del carnaval, de cuya organización emana una especie de poder civil. La forma del evento, la compra de la ropa o su manufactura y el gasto de la música son colectivos. La autonomía del carnaval abre un espacio social propio donde la cuadrilla determina su territorio cultural y desafía tanto a la historia real de su entidad como a la imaginaria, se reconcilia con ellas, las funde. En este reencuentro opera lo que Alfonso Alfaro llama “economía de ofrenda”: la razón de ser del trabajo y la producción orientada hacia la fiesta, la cual da sentido a la vida de los participantes y del pueblo entero y coloca a sus organizadores en una situación de prestigio.

Las monedas que el tragafuegos invierte, no en mejorar sus condiciones de vida, sino en comprarse una máscara, están bien gastadas, ya que él puede adquirir respeto social sólo en la fiesta.

 

Con el carnaval se abre el tiempo de la pasión y la muerte de Cristo. El martes de carnaval los devotos de Canoa se reúnen en la iglesia para la procesión del Santísimo Sacramento. Ahí están las mujeres descalzas con los rostros cubiertos con sus rebozos tras la figura del Santísimo que se detiene en cada esquina a recibir la oración de sus fieles.

Sólo entonces reina el silencio en el pueblo. Terminada la procesión, el Santísimo vuelve a la iglesia y los huehues, que “representan al demonio”, salen de su escondite. La gente se reúne en torno suyo, frente al palacio municipal, en espera de la música. Y comienzan las danzas ensayadas durante meses, en las que, con gestos y súplicas, Hernán Cortés baila y conquista (realmente conquista) a La Malinche.

 

Este festejo carnavalesco, como la producción de los ojos de vidrio, proviene también de otro tiempo: la procesión de Corpus Christi española tiene origen medieval, en el que se recorrían las calles luciendo la custodia eucarística. Durante el Renacimiento, a este cortejo se integraron nuevos elementos, plataformas con representaciones teatrales, comitivas y séquitos; poco después, el folclor tradicional, máscaras, gigantes, danzas y música. Durante los siglos xvi y xvii en el Corpus Christi se desarrolló “una amplia, variada y compleja interrelación de elementos festivos, sacros y profanos, divinos y carnavalescos”. En el siglo xviii, con la llegada de los Borbones, ocurrió un cambio ideológico que distinguió lo puramente sagrado de lo cívico y profano: en 1745 fue prohibido el género carnavalesco en estas procesiones. Pero los ojos rebeldes de Cuaula no hacen caso de prohibiciones y nos ofrecen por igual, siglos después, la mirada profana y la religiosa. De ese encuentro y de esa ruptura proviene el carnaval de San Miguel Canoa, mestizaje de tradiciones, cruce de miradas y de siglos, en el que este pueblo establece, año con año, su propia redención, ante el beneplácito de sus protectores, La Malinche y el arcángel san Miguel. Quién como Dios. 


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