• Emma Yanes Rizo
  • 14 Febrero 2013
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Este extraordinario texto de la historiadora Emma Yanes Rizo (México, DF, 1961), publicado originalmente en la revista Artes de México (No, 77/2005) y reproducido aquí con la anuencia de esa casa editorial, refleja la riquísima trama de los pueblos originarios en México. Y en particular de Canoa, esa a la vez cercanísima y distante comunidad tendida sobre la falda de la Malinche, a orillas de la ciudad de Puebla. El carnaval, nos dice Emma Yanes, es una carambola de siglos y de sueños. La crónica está ilustrada con fotografías de Raúl Gil y Rafael Bonilla. 

Cruce de Miradas y de siglos: Carnaval de San Miguel Canoa

Fotografía de portada: Raúl Gil

Fotografías de galería: Rafa Bonilla

 

La mirada es el puente que nos vincula con los otros, que nos permite reconocerlos como humanos y que hace que ellos también nos reconozcan. Por eso se cifran en ella tantos enigmas. Pero cuando se trata de la mirada de una máscara, las interrogantes se multiplican. ¿Qué historias se escriben alrededor de sus ojos? ¿Por qué suelen contemplarnos con gestos perturbadores?

 

Los ojos

El ojo del huehue, o de Dios, o de la Virgen, o del Niño Jesús, con su iris perfecto, sale del fuego y mira asombrado al artesano que lo vio nacer. Luego es colocado con las tenazas sobre la lámina de metal, donde espera impaciente su par. El artesano estira y corta el cristal como quien juega con el agua. Dota de color al nuevo ojo en un movimiento que se antoja mágico, e introduce después un hilo negro de cristal entrecruzado para formar el iris cuyos rayos definen, al fin, la mirada.

 

Los ojos de las máscaras de los huehues y de las figuras religiosas, como la religión misma, son un invento del hombre. ¿Quién se atreve a elaborar por igual la mirada de aquellos a quienes adoramos y la de aquellos a quienes tememos? Un ángel tal vez, o un demonio, o un representante de la Iglesia, o quizá, por qué no, un reconocido creador de arte sacro. Si así lo fuera, qué placer encontrar en el vidrio la disciplina del cielo. Pero no. Los ojos que nos miran apacibles o risueños desde una virgen o desde la máscara provienen, en México, de una disciplina profana, la de pequeños talleres familiares en el pueblo de Cuaula, Tlaxcala, en los que no se utiliza como materia prima polvo celestial, sino lo que solemos considerar simple basura: frascos blancos para el globo ocular; envases de vidrio para los iris de distintos colores.

 

En manos de los artesanos de Cuaula, aquello que el mundo considera desperdicio se convierte justamente en su contrario, en el eje de la vida social de pueblos y ciudades, en motivo de devoción y regocijo. Los ojos con expresiones tan distintas —de recogimiento y benevolencia unos, de alegría y desenfreno otros— son los mismos, ecuación perfecta de un mundo dual en el que sólo el contexto, es decir, la escultura o la máscara, y nuestra mirada, hacen que nos inclinemos por una u otra emoción.

 

Los productores de Cuaula no son artistas consagrados, ni pretenden serlo. Pero se esmeran tanto en su oficio, que viven de dicha actividad gran parte de las familias de la localidad desde hace ya varias décadas. No sabemos por qué en esta región, se diría que lejos de todo, se asentó la industria del ojo con la perfección propia de los talleres del barroco. El pueblo de Cuaula, limpio y discreto, dista de ser un prototipo de villa italiana. Pero es aquí, en medio de la tierra árida, entre magueyes y nopales, donde están los talleres y las manos hábiles de los artesanos de quienes depende el estado de ánimo de los mundos pagano y religioso. Viven a unos kilómetros de la pirámide circular de Tecoaque, cuya forma prehispánica parece haber inspirado la manufactura del ojo del mundo novohispano.

 

De 55 años y manos grandes, Crescencio Ribera es uno de los principales artesanos de Cuaula. Su taller es un pequeño cuarto donde él y su mujer elaboran los ojos de manera artesanal, ayudados sólo por un soplete, unas pinzas y un tanque de oxígeno. Aprendió el oficio de su padre a quien, asegura, “de tanto hacer ojos se le acabó la mirada”. Empezó a trabajar a los quince años, justo cuando su padre observó que “los ojos de Dios también servían para las máscaras de carnaval”. A pesar de que, hoy día, se dedican a esa labor alrededor de 20 talleres de Cuaula, pocos artesanos saben hacer los ojos “rayados”, especialidad de la familia Ribera: “Nosotros trabajamos el ojo de distintos tamaños y sobre pedido; el liso, el que no tiene las rayitas del iris, sale más barato, pero se ve menos real”. Tan noble oficio ha ido en aumento en la región, e incluso los ojos son exportados a Puebla, Oaxaca, Tlaxcala, Chiapas y el Distrito Federal. Según don Crescencio, el taller le deja al mes lo necesario para sostener a su familia, y además le permite dedicarse también a la cría de conejos. Pero su objetivo final son el azar y la muerte: la navaja del gallo enterrada en su enemigo. Su verdadera pasión está en la pelea de gallos. Le apuesta al colorado domingo tras domingo. La mirada del artesano está, así, puesta en la sangre del animal y en la adrenalina del juego. Sólo a un hombre como éste, me imagino, que se sabe tan poderoso como para manipular a diario la mirada del bien y del mal, puede asignársele la milagrosa tarea de mirar por otros.

 

No nos acercamos a las demás factorías como para proponer hipótesis generales, pero podemos deducir que en México existe una demanda de ojos de cristal que nos indica la permanencia de las festividades de carnaval. El aumento de la población y muy probablemente también los ingresos de los braceros canalizados hacia la fiesta, conservan esta tradición que permite la subsistencia de un pueblo que alterna la producción artesanal con la maquila de playera.

 

Pero los ojos de cristal no son el único añadido para las máscaras y esculturas que se producen en la zona. A éstos habrá que agregar las pestañas que los acompañan: provienen del pelaje de cuero taurino, seleccionado especialmente en los rastros y vendido en fragmentos, para que la mano experta del artífice depile una a una las pequeñas hebras. Existe una variante popular también tlaxcalteca: máscaras de carnaval miniatura con párpados movibles de hueso de capulín, ojos de vidrio y pestañas de pelo de toro.

 

La amplia demanda de ojos y pestañas tiene sus raíces siglos atrás, en la época del Concilio de Trento (1534-1590), con el Decreto de las imágenes, a partir del cual la Iglesia católica encuentra en la pintura y la escultura de bulto la nobleza moral y el valor pedagógico para “la visualización a través de las imágenes de los misterios del dogma y de la historia del cristianismo”. Y es que, como se sabe, en respuesta a la prohibición del culto a las imágenes por parte de la Reforma protestante, los católicos fomentaron la enseñanza del Evangelio a partir de ellas. Este impulso, junto con el desarrollo de la piedad popular y la superación de las formas cortesanas del Renacimiento, dio ori- gen, sobre todo en España e Italia, a lo que conocemos como estilo barroco.

 

Desde mediados del siglo XVI y hasta el XVIII, en España, la retablística y la imaginería policromada se convirtieron en el principal mecanismo de comunicación de la Iglesia con sus fieles. Los escultores buscaban dotar a las obras con elementos que las hicieran parecer humanas, pero con atributos sobrenaturales. Por eso los rostros y las partes desnudas de estas piezas debían estar debidamente encarnados. En paralelo, a decir de María del Rosario Farga, la imitación del natural llevó a la utilización de postizos y de elementos añadidos, ajenos a la escultura y a la pintura, como pelucas y pestañas de pelo natural, uñas reales, dientes de pasta, ojos y lágrimas de cristal, e incluso pellejos y sangre auténticos.

 

Existe constancia del uso común de los ojos de vidrio en España por lo menos desde l578, año en el que se solicita por escrito a un escultor Del Águila hacer una imagen para la cofradía de la Soledad, en Niebla, cuyo rostro debía llevar lágrimas y ojos de cristal, además de pestañas naturales, según la documentación de la historiadora mencionada. Suponemos que, en el mismo siglo XVI, se usaban en las piezas novohispanas ojos importados de la metrópoli. Sin embargo, carecemos de datos que nos ilustren sobre el momento en que se inició su producción local. Respecto a la obtención de pestañas, es lógico suponer, dado el amplio desarrollo de la ganadería en Tlaxcala, que ésta tuvo un origen taurino desde fecha temprana. 

 

El uso de los ojos de vidrio en las más- caras mexicanas, que perdura hasta nuestros días, se desarrolló en México sobre todo a partir del siglo XVII y especialmente en el XVIII, en caretas de manufactura policromada que representan rostros de españoles, como las de las danzas de los parachicos, en Tabasco; la culebra en Papalotla, Tlaxcala; los cúrpites en Michoacán; el señor Santiago en Puebla, Veracruz, Jalisco, México, Guerrero y Michoacán, así como en las piezas de los bailes de carnaval de los barrios populares de la ciudad de Puebla y los municipios de las faldas de La Malinche.

 


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