• Por Sergio Mastretta
  • 27 Diciembre 2012
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Por: Sergio Mastretta


         Cólera Cañero

         Raboso, en la región cañera de Matamoros. Cuatro de la tarde del viernes 6 de septiembre en una casa campesina en la región cañera de Izúcar de Matamoros: dos niños de ojos negros, silenciosos, acompañan al enfermo con la fuerza del calor del sur sobre cuatro costales de fertilizantes que son el mobiliario de sala. Miran a su abuelo que duerme tendido en el camastro, entre las cuatro paredes con sus calendarios de los tiempos idos. En la cabecera, un atado de escapularios y una guitarra cuelgan de un clavo. En el suelo, unos huaraches inertes a la espera del viejo. En la puerta que da al patio, una mujer alarga un paquetito de tetraciclina que le devolvió la vida al cañero.

         Es una casa común, de pobre, a la que ha llegado el cólera, como parece ha llegado a toda la región cañera, a pesar de que las autoridades de Salud no han informado al respecto, como sí se han visto obligadas a reconocerlo en la región de Tehuacán. Miro al viejo Mariano Alonso, cañero de 66 años, tendido en su cama, en un abatimiento que da idea de lo que ha vivido en tres días de convulsión intestinal. Es una enfermedad de pobres, se ha repetido una y otra vez, y pobres son los pueblos campesinos de México.

         Me pregunto aquí, en esta habitación del sur agrario de Puebla, por una realidad que nadie, empezando por los funcionarios del gobierno, quisieran ver: ¿sufrimos ya una extensión incontenible del cólera, con hombres como don Mariano atacados todavía más en su miseria, como una maldición final en su vida de paria?

         No lo sé, no lo han dicho las autoridades. No hay versión oficial sobre el número de enfermos, comunidades afectadas, defunciones en la zona cañera. Sólo hermetismo y su hijo entenado, el rumor.

         Por eso en la región cañera sólo tenemos las cuentas abrumadas de mujeres como la que ahora cuida de don  Mariano.

         “Porque es cólera lo que tiene su marido”, le dijeron apenas hoy en la mañana a la mujer que nos larga el paquetito de la salvación.

         “Adivinar qué me hizo mal”, dirá medio despierto Mariano Alonso, sobreviviente de la convulsión intestinal de la miseria, tres días hospitalizado la semana pasada en la clínica del Seguro Social.

         “Aquí me duele, se siente duro”, y se aprieta, ahí acostado, la sien izquierda. Y asoma unos dientes amarillos como una mazorca aguachinada: filosos, encarnados en encías negras como la tierra. Mariano Alonso es un campesino de la región cañera, tiene 66 años, y además de la caña siembra maíz y calabacitas, cultivos que en veranos de lluvias escasas como este del 91, los ejidatarios riegan con agua contaminada de las acequias que cruzan como veneros de vida y muerte por Matamoros.

         “Pensábamos que se iba, se puso todo morado mi señor”, estira ahora la voz de la mujer.

         Lo trajeron a medio día, pero ha despertado del limbo como si la anciana lo extrajera de la resequedad de su garganta.

         “Me dijeron que tenía el cólera los doctores –cuenta la vieja-, allá lo tuvieron. Se enfermó el martes, como aquellas de las doce de la noche, no sé bien, porque no vivo ya con él, tengo mi casa aparte. Fue mi´jo por mí, ya lo vimos, unas diez veces hizo del estómago. En la madrugada me lo llevé con aquellos calambres, y el vómito, hasta morado se puso...”

         Los dos niños pelan los ojos. El viejo vuelve al estertor del sueño. Los huaraches lo esperan.

         “Yo digo que fue que comimos calabacitas –sigue la vieja-. El fue en la mañana a traer calabacitas al campo, onde tenemos el maíz, como no ha llovido, regaron con agua de las acequias la milpa”.

         “Adivinar lo que fue”, revive el cañero.

         “Por allá tome un jalón de agua que me dieron los amigos –continúa-, yo la vide limpia”.

         “No, fueron las calabacitas –ataja la mujer-, porque también se enfermó un niño como estos, de once años, ni nieto, pero lo llevamos rápido, y más pronto se alivió”.

         “Adivinar que jue”, vuelve a cavilar el viejo, en tránsito a su sueño.

         Se quedan ahí, entre las cuatro paredes de su miseria, con la orden de los médicos de desinfectar su casa con cloro y cal. Tendrá que hacerlo por su cuenta y riesgo, porque sí efectivamente es cólera. No se han visto por aquí las brigadas médicas de Salubridad.

         Sábado 31 de agosto, el doctor Jesús Kumate, secretario de Salud, enfrenta al toro y planta los pies en la arena de la miseria: Casa Blanca, a diez minutos de Matamoros sobre la carretera a Chietla. Está ahí porque es una realidad que las diarreas que se han presentado en la región de Tehuacán a mediados de julio, y que han afectado a por lo menos 250 poblanos, han aparecido en los pueblos cañeros de Izúcar de Matamoros, asentados en los alrededores de los cascos en ruinas de las haciendas y trapiches, porfirianos como Tepeojuma, Santa Ana Necoxtla, Raboso, Matzaco, San Nicolás Tolentino o Ayutla.

         Ya no es un pueblo, como originalmente ocurrió en Santiago Miahuatlán, en la región de Tehuacán. Como parece ser que ocurre allá, aquí la enfermedad corre por el agua de los arroyos y canales. Como allá, la causa inmediata se encuentra en la defecación al aire libre, la inexistencia de drenajes y el uso y consumo de aguas contaminadas provenientes de los ríos Nexapa y Atoyac, que por canales y acequias cruza el distrito de riego de Matamoros.

         Busco en un mapa la caída del río Nexapa desde Atlixco hasta Matamoros; corre parejo a la vía del tren y la carretera: Tepeojuma, la Garlaza, Alchichica, Matamoros. Más al poniente, pero paralelo al Nexapa, baja otro arroyo desde la Sierra de Tenzo. Sé que desde el otro lado de esos cerros pelones, en el valle de Puebla, de una represa en el Atoyac traen por canal agua para riego de los campos cañeros, agua contaminada de la capital poblana. A la altura de La Garlaza, desde la línea en que la tierra es más caliente, represas y canales contienen y guían el agua en una red vieja, tal vez sobreviviente de los tiempos coloniales, que inunda los campos por la fuerza del hombre con el propósito simple y brutal de producir azúcar.

         Ahora la duda abraza a los hombres cañeros: el agua turbia de siempre, por la que sus campos producen la caña para la molienda de Atencingo, tal vez traiga el cólera. No lo saben, no se los han dicho los técnicos de la SARH y de la Comisión Nacional del Agua.

         Dudan y caen los hombres más probados, como Tiburcio Pantaleón Lezama, campesino de Matzaco, que contra las prevenciones de sus compañeros se come la semana pasada un pepino recién cortado por él y cultivado con agua contaminada de las acequias, para caer enfermo ese mismo día víctima de las diarreas.

         A todos esos pueblos, al parecer, llegaron el fin de semana pasado los brigadistas de Salubridad, en visitas casa por casa en una intensa campaña de higiene. Así fue en san Nicolás Tolentino, donde por lo menos ocho casos de diarreas se han presentado, con tres de los confirmados como de cólera: los del campesino Manuel Flores, de 50 años, su madre Dacia Rojas, de 80 años y el señor Guadalupe Campos, de 70 años. Los familiares de Primitivo y Cruz Alatriste y Angela Cielos, afectados por la enfermedad, dicen que apenas si estuvieron unas horas hospitalizados en el Centro de Salud de Matamoros por encontrase repleto de pacientes de la región.

         En tres días, los brigadistas cloraron pozos de agua potable y fumigaron calles y caminos entre Ayutla, San Nicolás y Matzaco. Las casas de personas enfermas aparentemente fueron desinfectadas con mayor rigor. Algunos maestros y padres de familia recibieron indicaciones directas sobre medidas de higiene y, como en Santiago Miahuatlán, se intentó detener el problema.

         Pero no es sólo un pueblo. Por la carretera a Matamoros hago un recuento de las comunidades afectadas por el cólera: La Galarza, Alchichica, Santa Ana Necoxtla, Raboso, Calantla, Tejaluca, San Juan Epatlán, Matzoco, San Nicolás Tolentino, Ayutla, Casa Blanca. Hago cuenta también de los rumores de que en Cítela y Atencingo se han producido casos. Sólo una investigación directa podrá corroborarlo.


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