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A los periodistas  Julius , Lidya, Carmen, Sergio…

 

“¿Ya vio a ese señor que está en la esquina hablando por celular? Se me hace raro que nos esté mirando… estuvo en la conferencia de prensa y preguntó  quién es el Maestro Gil, quién usted y quienes los otros compañeros…quería reconocerlos… “

Eso dijo la Maestra Rocío,  cuando en la esquina de la 4 Sur y 9 Poniente nos despedimos ese 8 de junio, hace un mes, al salir  de Las Conchas. Seguro que se acuerda que yo caminé solo con los trebejos: una bocina en una mano, la bolsa de cables, la torreta y el   micrófono en la otra, el maletín al hombro… rumbo al estacionamiento del Seguro. Caminé despacio, entré al estacionamiento en la semioscuridad, abrí el “vocho”, guardé mis bártulos y cuando estaba a punto de entrar al coche un individuo me abordó diciéndome: “¡Permítame un momento señor....permítame!” Era un policía ministerial que llevaba órdenes de aprehensión contra mí y contra otros camaradas.

Escribo estas líneas, con  la idea de que sirvan de algo y a sugerencia de la compañera Rocío,   después de estar preso unos días, pues son  hechos que han trastornado nuestras rutinas, nuestra relativa estabilidad laboral  y han conmovido a unos e indignado (#) a muchos más, los amigos, la familia, los alumnos que no me recordaban desde hacía un buen tiempo. Ciertamente el policía hizo bien su trabajo. En forma directa, sin rodeos me dijo que llevaba la orden de aprehensión, que por tratarse de una persona mayor no recurriría a la fuerza --era un tipo fuerte, de mediana edad, vestido de civil--, y que como “sabía que era una persona inteligente, con mucha preparación” yo me daría  cuenta de que era inútil oponer resistencia. 

¡Cual resistencia podía hacer!, si tenía un vehículo grande atravesado frente al “vochito” y  de lejillos vi a varios individuos con los celulares en la oreja. En esa penumbra no había ni para donde intentar una fuga y porque además ese día llevaba zapato de tacón de charro, alto, de modo que más tardaría en correr unos metros que romperme la crisma en un resbalón.

Así que no había escapatoria. Le pedí al ministerial que me dejara hablar por el celular a mis camaradas para que pasaran a recoger el auto

--¿A quién le va a hablar?

–A mi compañero Gilberto, para que vea  si puede  venir o mandar a alguien para que recoja mi auto.

--Llámele, si puede venir aquí lo esperamos. Dijo el policía, quien escuchó la conversación y, según pensamos después, esperaba apresar a otro de los indiciados.

Con mucha suerte me contestó el Secretario General, le dije que en esos momentos  estaba siendo detenido por policía federal y que por favor viniera o enviara a alguien por el auto. El camarada me escuchó y  me aseguró que  iría pero no cayó en la trampa. A la media hora se presentó otro profesor, un tanto temeroso, y recogió mi cartera, mi celular y las llaves del auto. El policía preguntó  si no llegaría Gil y ante la negativa de inmediato partimos a la PGR donde, después de anotar mis generales  y tomarme fotografías, escoltado por mujeres policías fui trasladado al CERESO de san Miguel.

Llegué al penal como a las cuatro de la tarde. Desde que pisé el reclusorio sentí lo que es la violencia del Estado al  privarme  de la libertad, la rabia ante la injusticia, la ofensa por el trato carcelario que a todos sobaja, arrincona, obliga, e intenta humillar y  atemorizar. Los custodios no ven a personas sino  a objetos, a delincuentes que no merecen ninguna consideración.

Llevar el pelo largo, la barba y el bigote está prohibido. Todo el tiempo ahí se prohíbe algo. Al pasar los portones del penal, en el primer patio, se me ordenó tirar  mi chamarra en la banqueta y con las manos arriba, apoyadas en la pared, fui cacheado y se me quitaron mis pertenencias. Para marcar mi condición –ni visitante ni preso-- me obligaron a quitarme el pantalón y le cortaron la pierna derecha. ¡Mi casi único pantalón de casimir que ese día usaba para ir a la conferencia de prensa!

Después, en un primer  control, los custodios me pusieron  frente a una cámara que está en  alto y uno de ellos me gritó:

--¡Mire hacia arriba, con las manos atrás. Diga su  nombre completo y delito por el que se le acusa!

--Soy Miguel Guerra Castillo, soy  maestro, no soy un  delincuente…

--¡Conteste solo lo que se le pregunta! ¡Hable en voz alta!

--¡Miguel Guerra Castillo, ataques a las vías generales de comunicación! 

Toda esa tarde estuve esperando algo en una caseta de unos tres metros cuadrados, donde está el custodio encargado de la Estancia de Ingreso. La covacha esa es el lugar donde se controla a internos y a sujetos a proceso, muchos, demasiados hombres vestidos de color beige. El rincón donde pasé las horas, casi hasta las nueve de la noche es donde vi que no todos los que están en prisión, reos y custodios son criminales, malvados, violentos: Fidel, el rudo jefe de esa sección,  me invitó a comer del pollo que le llevaron, de lo más sabroso que he probado en años.

Cuando me mandó Fidel al pasillo de la estancia  me dirigí hacia una mugrienta banca de metal, pero enseguida  unos muchachos que estaban al fondo me llamaron y, para saber qué trato darme, me preguntaron porqué llegué a ese lugar. Es como el santo y seña: una vez que les dije que me detuvieron por las marchas, las manifestaciones de las y los maestros en las calles y carreteras fui recibido con cordialidad, respeto y apoyo.

Las dos noches que dormí en la Estancia de Ingreso me dieron un lugar limpio en el piso, y compartí  la celda con los mercantiles, unos diez o doce, quienes con amabilidad me dieron cobijas, colchoneta, comida, entretenimiento y algo de sus técnicas para las manualidades que comercian a través de sus  visitas.

Así  se me fue el tiempo en la estancia: esperar, pensar, recordar, compartir, aprender, hablar, escuchar… Vi cosas duras como la falta de espacio, el hacinamiento, la falta de higiene, la oscuridad, el hambre, los pedigüeños, la resignación de unos y el cinismo y la cachaza de otros.

A mí no me cayó mal el paso por el penal de San Miguel porque siempre tuve y tengo presente el mensaje optimista, alentador y  combativo que el periodista Julius Fucik dejó en su libro  “Reportaje al pié de la horca”. Sus palabras son ejemplo de convicción revolucionaria: “Por la alegría he ido al combate, por la alegría he vivido… por la alegría muero...que mi nombre no se una jamás  a la tristeza…”. Vale la pena releer el libro.

 

Las maestras, maestros, amigos míos, familia, todos aquellos  quienes me rescataron de San Miguel, seguramente comparten mi alegría por haber  recobrado la libertad y me acompañarán a conseguir  la libertad de Simitrio, a quien en San Miguel  di mi palabra de luchar por su libertad.

 

MIGUEL GUERRA CASTILLO