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Fui a la pequeña ciudad de Perote, Veracruz,  porque me invitaron a ser  madrina de la generación 2011-2015 de los estudiantes del Bachillerato General Manuel Rincón. Más de 800 personas abarrotaban el auditorio.  En la ceremonia, antes de mí, hablaron dos alumnos y el director de la escuela. Me impresionó enormemente la calidad de los maestros del bachillerato y la manera tan perfecta de escribir y hablar de los dos estudiantes que hablaron en nombre de los demás, un joven que estudiará ingeniería aeronáutica y una joven que quiere ser abogada penalista. Sus discursos, escritos por ellos, estaban muy bien estructurados, con un vocabulario amplio y palabras impecables. Al entregar los diplomas, percibí una muy buena y cariñosa conexión entre los 159 alumnos que se graduaron y los maestros de esa preparatoria pública,  reconocida en la zona por la buena calidad de la educación que imparte; eso jamás será noticia en ningún periódico.  Cuando al final me tocó hablar, hice a un lado lo que llevaba escrito y opté por conversar acerca de lo mucho que me gustaba lo que estaba mirando en ese salón. También les conté dos anécdotas y les compartí algunos deseos que quisiera también para mí misma.  

Graduación en el bachillerato General Manuel Rincón, en Perote, Veracruz.

 

Después de la ceremonia, entre fotos y abrazos, platiqué con los estudiantes y sus maestros. Cerca de dos tercios de los egresados ya estaban admitidos en escuelas técnicas o en universidades. El grupo de maestros tiene una formación universitaria y su experiencia académica se complementa con trabajos fuera de las aulas. El vínculo  y el respeto entre la comunidad y la escuela son muy fuertes. Este año la escuela cumplió 45 años. Nada de lo ahí logrado ha sido producto de la casualidad. Tan solo la maestra de química, jefa del laboratorio de una clínica de análisis, recibió un reconocimiento por sus 35 años de enseñanza.  El director  me compartió durante la comida una interesante visión del país y de los problemas y retos de la educación pública. No es una mirada complaciente, pero sí propositiva y optimista. Me contó que ya la mayoría de los jóvenes tenían su credencial de elector;  esos niños que la escuela recibió en 2011, ya son adultos, con todos los derechos y obligaciones que eso implica. Sabe que muchos de los jóvenes que se graduaron no volverán a pisar un salón de clases, pero espera que la preparatoria los haya equipado con herramientas básicas para enfrentar la vida adulta. En el área del dominio del lenguaje y la lectura la escuela hace un énfasis especial. Y se nota al hablar con los alumnos.

 

Cuando me tocó hablar, hice a un lado lo que llevaba escrito porque me dieron ganas de hablar bien de México, de  lo que en México  se hace bien, como lo que yo estaba viendo en ese bachillerato, y porque me dieron ganas de compartirles las anécdotas que hace muchos años me hicieron cambiar mi visión del mundo y el papel que estaba jugando en él.

 

 Yo, como seguramente la mayoría de los mexicanos, fui una dura crítica de todo lo que veía mal en el país. Yo, como la mayoría de los mexicanos, perdí el tiempo criticando a México en lugar de ponerme a hacer lo que sí podía hacer. Yo, como la mayoría de los mexicanos, creí erróneamente que  no era parte de los problemas de México ni tampoco de su solución. Yo, como la mayoría de los mexicanos, me dediqué alegremente al deporte preferido de la nación, que es hablar mal de México. Estaba preparada- como dice Francisco de Roma- para acusar al otro  y justificarme a mí misma, peligroso instinto que lleva a muchos desastres. Yo, como la mayoría de los mexicanos, fui una inconsciente con respecto  a mis derechos y  obligaciones hacia el lugar en el que me tocó vivir.

 

 Como mexicanos nos indignamos de lo que dice el pesado y majadero de Donald Trump, pero cuando criticamos a México somos copias corrosivas, corregidas y aumentadas, de sus palabras altaneras. Ahora sí que nos comportamos como con la familia: nosotros sí podemos criticarla, pero que nadie de fuera nos la toque.  Es sano cuestionar lo que va mal en una familia si el objetivo es corregir y cambiar lo que no funciona, pero la sola crítica sin acciones es más destructiva que el ácido muriático. Y a México nos lo estamos acabando con nuestros decretos negativos, con la afición compulsiva a las malas noticias y con el erróneo concepto de que lo que pasa en México nada tiene que ver con nuestras angelicales personas. Hemos caído en la trampa de no hacer nada, excepto criticar, porque lo que sí podemos hacer no nos parece importante o significativo. Grave error. La vida sólo se acrecienta dándola, y se debilita en el aislamiento y la comodidad. Ante mí estaban las buenas prácticas en unas escuelas públicas, un buen cuerpo docente y dedicado, padres de familia involucrados con la escuela de sus hijos, padres, abuelas, hermanos, que hicieron el esfuerzo de apoyar a los chavos para no dejar la escuela, haciendo la diferencia. Lo mismo pasa en una colonia en una comunidad en la que lo vecinos se organizan por  calle, por cuadra, por zonas, para ordenar sus espacios y defenderlos de malas prácticas de otros ciudadanos o de las autoridades.

 

Cuando tienes frente a ti tantas caras con ojos luminosos de 17 y 18 años, coronados con sus birretes y cuyo patrimonio es un incierto porvenir, qué puede uno decirles que sea realista ¿Que el país es un asco? ¿Que todos los problemas que salen en los medios de comunicación son tan grandes que no vale la pena  intentar arreglarlos y que solo sirve enterarse para manosearlos en cualquier sobremesa? ¿Que el país es un inmenso lavadero donde se ventilan chismes pero no soluciones? ¿Que no tendrán poder de cambiar nada? No creo en eso, y aunque lo aprendí un poco tarde, he empeñado mi vida en probar que lo poquito que cada quien puede hacer, todo sumado a las buenas acciones de otros, si puede mejorar y cambiar el mundo. Les conté que tuve una mamá que entró a estudiar preparatoria en sus tardíos cincuentas, y que se recibió finalmente de antropóloga a los 70.  Que se involucró  y trabajó en hacer valer y respetar su voto, algo que en su juventud no existía, pues el derecho al voto de las mujeres lo otorgó graciosamente el Presidente Ruíz Cortines hasta 1953. Les conté que trabajó en un proyecto jesuita de alfabetización para mujeres adultas en comunidades marginadas y  que trabajó  y fue feliz hasta el final de su vida cuidando un parque público hasta los 83 años.  También que una de mis hijas, a los seis años, hizo lo único que podía hacer para tratar de limpiar el río asqueroso que pasaba frente a nuestra casa: escribir una cartita  dirigida al presidente de la república, en la que le pedía que hiciera su trabajo de ordenar que en el río no hubiera basura, porque ya el agua estaba sucia y  no había peces. Dibujó un pez muerto y una llanta flotando en las aguas turbias del río. Tenía seis años, solo podía hacer eso. Y lo hizo. Una mamá que estudia apasionada y tercamente física, química y matemáticas para obtener su título de preparatoria y una hija que escribió su primera carta para pedir algo que no era para ella, sino para su entorno, me cambiaron la visión de cómo lidiar con el mundo sin caer en la apatía que genera la impotencia. 

 

Las hadas madrinas de los cuentos concedían dones y regalos. Yo sólo era en ese momento una madrina sin varita mágica que solo puede regalar lo que desearía para sí: paciencia y tenacidad cuando no tienes nada, una buena y humilde actitud cuando lo tienes todo, y  de pilón, la necesaria fe en que lo que hacemos bien para nosotros y para otros, sí cuenta. La poderosa fuerza y acciones de uno a favor de México suman mucho más que las críticas estériles de millones con las lenguas desatadas y los brazos caídos.