• Hermenegildo Castro
  • 09 Enero 2014
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Por: Hermenegildo Castro

Pueblo fantasma, san miguel es ya zona franca

 

El ejido de San Miguel está en el municipio de Ocosingo. Es la zona franca que dejó el EZLN donde la Cruz Roja encontró que la vida transcurre con normalidad y lo normal aquí es, como hace 100 o 200 años, encender la leña bajo el comal con ocote y sobrevivir un día más.

“Hoy (8 de febrero) instalamos un centro de salud provisional y mañana, o pasado, llegará una enfermera y personal médico para atender a la población”, explicó Karl Mattli, delegado de la Cruz Roja Internacional, en la cabecera del ejido, donde las casas abandonadas son la primera impresión para el visitante.

Es la zona franca, a sólo 140 kilómetros y tres horas de recorrido del frente de declaraciones, San Cristóbal. Una docena de niños juega en la cancha de basquetbol, entre los limoneros y los árboles de una naturaleza pródiga. Desconocen la luz y la televisión. Su mundo gira en torno a un balón y un aro.

Después de varios días de negociaciones, la Cruz Roja Internacional entra a San Miguel, aceptada por la comunidad. No trae sino unas cuantos medicamentos y una manta con el logotipo de la institución, la cual quedará colgada en una de las paredes de la escuela Benito Juárez, sede del centro de salud provisional.

–No conozco detalles de las organizaciones que traerán ayuda humanitaria, ni cuándo –explica Mattli.

El ejido, donde elementos del EZLN fijaron hasta hace dos días uno de sus frentes, está literalmente cercado por los potreros de Adolfo Nájera, dueño de todas las tierras.

Huele a humo, a humedad y el agua corre en las laderas mientras sobre las brasas, en el comal, el maíz se infla, redondamente. Nadie dirá aquí que forma parte del EZLN. Hablarán en su lengua hasta que aparezca uno de sus representantes.

–Las reglas son para todos, no nada más para los periodistas –explica Hilario en nombre de la comunidad a un enviado de la prensa, a cuyo vehículo le bajaron las llantas el sábado pasado cuando intentó entrar a la selva.

San Miguel, municipio de Ocosingo, es el punto más lejano al que han llegado los reporteros antes de encontrar un retén del EZLN que les impedirá el paso, aunque carguen con sus cámaras contra ellos.

Más arriba, las montañas, es tierra del EZLN. En el centro del ejido está la iglesia y la escuela. En las casas donde ahora viven sólo 200 personas y la expresión de modernidad es el techo con láminas de zinc sobre las paredes de adobe.

Hay unas cuantas construcciones de cemento, abandonadas. Ladera abajo, el humo que sale de las casas se cuelga de las nubes, mientras numerosos cerdos y gallinas, unos chivos y varios perros, pasan frente a la iglesia.

Los borregos no cuentan chismes, decía Rulfo. Los habitantes de San Miguel, tampoco. Hablan, sí, de la vida cotidiana. Una historia conocida largamente, la misma de siempre:

–Aquí no hay tiendas, todo lo compramos en Ocosingo. Tenemos nuestro ganadito y vendemos un chivito para ir a comprar cosas, vamos dos o tres días después de venderlo–, cuenta un campesino detrás de un caballo matadero.

Niños descalzos, enflaquecidos, observan con curiosidad a los visitantes. Las cámaras de televisión los enfocan.

–Un chivito tarda en crecer como un año para que valga unos cien pesos– agrega el campesino.

Para llegar aquí se pasa por kilómetros y kilómetros de potreros, el ganado suizo o cebú pasta a la orilla de la carretera. Dicen los ganaderos que en el conflicto han perdido 60 mil cabezas, y ya el gobernador, Javier López, puso en marcha un plan de recuperación.

–Por un cochino bien gordito se consiguen unos 130 ó 150 pesos, a dos 50 el kilo, nosotros queremos tres 50 el kilo, pero no nos lo compran –se queja el mismo campesino mientras se acomoda el sombrero.

Es una historia normal, cotidiana, igual que las tres mujeres que en fila india van por la carretera: las tres llevan sobre la espalda cargas de leña. Encorvadas, se orillan para dejar paso al vehículo. Una y otra vez la misma imagen a lo largo del camino.

Habrá una pequeña variante: las mujeres con dos bultos en la espalda, el niño y el nixtamal. Los hombres, en las fincas, trabajando por diez pesos diarios, de ocho de la mañana a seis de la tarde, o más tiempo si se puede.

Ellos son los reivindicados por el EZLN, los hijos predilectos del régimen. No han cambiado mucho ni con la Reforma ni con la Revolución. Tienen apenas lo suficiente para sobrevivir. En el mundo moderno, son una parte de la estadística: ocupan un lugar entre los 50 municipios más marginados del país.

En sus orillas, selva adentro, están los alzados; los caminos, bloqueados por piedras. Varios reporteros y fotógrafos han vagado por aquí, sin conseguir entrevistas con los hombres del pasamontañas y el paliacate.

El pueblo está semivacío, pero hay confianza en que todo regresará a la normalidad.

–Estamos buscando que la próxima semana regresen los que se fueron– explica Hilario, un joven decidido, seguro de sí, en nombre de la comunidad de San Miguel que recibe a la Cruz Roja.

Después, se dice, llegará la ayuda humanitaria.

En los albergues, la población tiene miedo de regresar. La guerra ha traído un nuevo miedo a la vida cotidiana y el diálogo para encontrar soluciones, aún no tiene fecha ni lugar.

Pero en la sala de prensa, instalada en el hotel Diego de Mazariegos, uno puede pedir cervezas y rones, comida variada o botanas, mientras mata el tiempo en espera de una declaración. Los reflectores alumbran hacia dos micrófonos ante los cuales hoy no se paró nadie.

En un cuarto del hotel, dos agentes de la Secretaría de Gobernación, los enviados del Bucareli News como se les conoce en la jerga, redactan su informe final de las nueve de la noche, si no hay novedad. Tienen sus propias máquinas de escribir y sus teléfonos.

Cuando uno sale a las comunidades, tiene que escribir a mano al regreso y si consigue un teléfono en alguna parte, dicta su nota a un “hueso” o auxiliar de la redacción. Es decir, no sabe cómo se publicará al día siguiente ni cuál será el margen de error entre lo que escribe a mano, lo que dicta, lo que entiende el auxiliar, lo que cree el corrector y lo que leerá el público.

Para qué sufrir. Mejor esperar una declaración en la sala y enviar la nota por fax. O esperar que el subcomandante Marcos mande por ti. Los grandes periodistas mexicanos están ansiosos por recibir una declaración del hombre encapuchado.

 

Las autoridades desaparecen como cenizas al viento

 

Ahora que si quiere ir a alguna comunidad pero sin dejar el pavimento, ahí está Oxchuc. Ahí un tianguis multicolor de trajes indígenas ocupa la calle principal, donde ofrecen aguacates, frutas y pan. Al otro lado de la carretera, el viento arrastra las cenizas y los restos del archivo municipal que, por puro azar, descubren las costumbres y cómo los Gómez Santis ocupaban el poder.

El pasado 2 de enero, el EZLN destruyó la Presidencia Municipal. Y las autoridades desaparecieron. El viento entrega al reportero el oficio 2156, firmado por el diputado presidente del Congreso local, Luis Aguilar Cueto, que legitima el Ayuntamiento de Oxchuc:

Emilio Gómez Santis, presidente municipal; Israel Gómez Santis, secretario del Ayuntamiento; Fernando Santis Gómez, Agustín Santis Gómez, Calixto Santis Gómez y Diego Santis Encinas, regidores. La curiosidad me venció y empecé a buscar a alguno de ellos. Un municipio en manos de una familia, todo legal. Pero han desaparecido del pueblo, como las cenizas de los archivos quemados.

Oxchuc se parece más a Valle de Chalco, en el estado de México, con sus casas de tabiques pelones, que a una población rural. La cabecera municipal, tiene electricidad y agua entubada, pero en las comunidades el camino se hace a pie y la comida se cocina con leña.

En la calle sin banquetas hay indígenas que vinieron de la Media Luna, del Rancho del Cura, de Río Florido y de otros lugares impronunciables. Vinieron a poner sus montones de mazorcas, naranjas, aguacates para sacar unos cuantos pesos. Siete o diez son una buena venta.

Saben que Domingo Santis Gómez, oficial del Registro Civil, les cobraba el altísimo precio de 50 pesos por expedir copia de un acta de nacimiento. Muchas de las pruebas están chamuscadas, pero otras quedan intactas, como la boleta de José Ángel Domínguez y muchas otras desperdigadas en este conjunto de cinco casas que fue el centro del poder municipal.

Para ellos la guerra está lejos. En Oxchuc la vida parece normal. Pero en las declaraciones las cosas están tan difíciles que nadie se pone de acuerdo: ayer la Cruz Roja dijo que había 35 mil desplazados, el Instituto Nacional Indigenista redujo la cifra a 25 mil y Protección Civil del Estado la dejó en 10 mil 734. Todo el mismo día.

Los archivos también hablan de las costumbres y de las soluciones comunales. Eludo el lenguaje propio del juzgado, pero sigo el acta debidamente firmada por la autoridad, los declarantes y los testigos:

En el Distrito de Álvaro Obregón, siendo las 18:00 horas del 17 de abril, comparecieron José López y Agustina Gómez, de 28 y 20 años, originarios de la comunicad de Tzay.

José López dijo que el día nueve se puso de acuerdo con Agustina para que se escapara del hogar de los padres de ella. Agustina aceptó la proposición y salieron como a la una de la madrugada rumbo a la casa de José.

Al llegar a casa de José, Paulina Méndez, su esposa, impidió que Agustina entrara a la misma y mandó al mayor de sus seis hijos por las autoridades de la comunidad.

José y Agustina dijeron que hicieron las cosas sin pensar, pero como la esposa de José no los dejó entrar, Agustina no lo volvería a intentar.

José se inconformó con las autoridades de la comunidad y acudieron al Juzgado Municipal. Agustina dijo que ya no quería nada con José y declaró que momentos después de la fuga hicieron el acto sexual, por lo que está en posibilidad de concebir.

Ante el juez, José se comprometió a reconocer el producto como suyo, si fuera el caso. Pidió disculpas a Agustina y la autoridad fijó una indemnización por los daños causados.

A la vista de todos José entregó a Agustina la cantidad de cinco mil pesos y ahí acabó el asunto.

Claro que para saber eso hay que salir de la sala de prensa y recorrer las comunidades. Hay retenes en las carreteras, pero basta una identificación de periodista para que lo dejen a uno pasar.

Si uno quiere salir de aquí descubrirá, en el municipio de Las Margaritas, por ejemplo, que una densa mezcla de miedo, desesperación y manipulación cubre la zona rural, con miles de desplazados.

El miedo:

Ninguno de los despojados de sus tierras y otros bienes –que en cálculos de la Secretaría de la Defensa Nacional rebasa los 20 mil– ha presentado denuncia formal ante autoridad competente.

La desesperación:

“El gobierno nada está haciendo, mejor dennos las armas y los agarramos nosotros mismos, al cabo que hay lugares donde los zapatistas son poquitos”, acusa y propone un grupo campesino al teniente coronel de infantería Octaviano Pulido Ramírez.

La manipulación:

“El Presidente municipal –Romeo Suárez Culebro– nos dijo que si no traen un papel firmado por él no declaremos nada”, justifican dos campesinos en el albergue instalado en el auditorio municipal.

En medio del miedo y la desesperación corre la historia oral:

Cerca de la lumbre, donde las mujeres se afanan echando tortillas sobre el comal, Faustino Jiménez Hernández, un campesino de barba y pelo encanecido, acusa a los zapatistas:

–A mí no me han quitado nada, pero a los jóvenes los están obligando a que entren con ellos, si no, que mejor se vayan; amenazan con golpearlos, pero yo no he visto si los golpean.

A los 62 años, dueño de tres hectáreas de tierra, Jiménez Hernández recuerda que todo quedó tirado ahí, en los cerros de San Vicente, desde hace tres semanas.

Félix Sánchez Hernández, de 37 años y vecino de El Edén, relata:

–Los zapatistas nos dijeron que si no íbamos con ellos, cuando ganen la guerra vamos a perder todo derecho o nos van a meter a su ejército por la fuerza… yo mejor me salí, con mi esposa y mis ocho hijos.

En El Edén, camino a Guadalupe Tepeyac, el cuartel general del EZLN, Sánchez Hernández dejó siembras de café, maíz, seis vacas y diez marranos de granja. No piensa reclamar.

Pero Las Margaritas queda lejos. Y hay que ser corresponsal de guerra sólo en San Cristóbal. Aunque, para la nota de color, a cuatro cuadras del hotel está el mercado.

Fuera del mercado, una caja de madera constituye el puesto de María Icuara, indígena tzotzil, pobre entre los pobres, invisible en la paz, en la guerra y en la tregua. Es una de los 425 mil chiapanecos que tienen empleo pero ganan menos de un salario mínimo al día.

–Donde yo vivo no llegó la guerra –responde en medio español. Ella vive en la Nueva Jetsemaní, en las afueras de San Cristóbal, una colonia para desplazados por motivos religiosos. En Chiapas sólo el 65 por ciento de la población se declara católico; sin embargo, los protestantes son perseguidos.

Igual que María Icuara, muchos otros indígenas se dedican al comercio de subsistencia. Jacinta López trajo montones de ocote, leña para encender la madera, a 50 centavos el montón. Ella es de Nueva Jerusalén.

–Están bien secos, arden bien –recomendó.

Ambas ilustran la situación de los indígenas en Chiapas, son el telón de fondo. Sólo han conocido la pobreza en un estado rico en recursos naturales. Tienen una ventaja: hablan español. En San Cristóbal, que no figura entre los municipios con alta marginación, cinco mil 100 indígenas son monolingües. Para ellos la guerra sólo ocurrió en una lengua y nada cambió su vida.


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