• Hermenegildo Castro
  • 09 Enero 2014
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Por: Hermenegildo Castro

Hermenegildo Castro,  oaxaqueño avecindado en el Distrito Federal desde muy niño, ha sido reportero de varios medios impresos, entre otros La Jornada, de la que fue fundador. Para ese diario cubrió las pequeñas y cruentas guerras agrarias en su estado natal, y ahí se familiarizó con el abigarrado mundo de un corresponsal de guerra. Años después, ya en el diario gubernamental El Nacional, fue enviado a cubrir el levantamiento zapatista en los primeros días de enero de 1994. Y con el tiempo, cubriría la guerra de Afganistán. Todas esas experiencias le llevarían a escribir el libro Sobreviviendo para narrar la guerra, que como tesis presentó para su carrera académica en la UNAM, descrito por él como un “relato periodístico testimonial sobre la experiencia de un reportero de conflictos sociales.”

De él Mundo Nuestro recupera el capítulo “Corresponsal de guerra número 354”, sobre su experiencia como reportero en aquellos revueltos días de la insurgencia zapatista en Chiapas. El libro completo se puede leer en http://tinyurl.com/lz9vwen La foto que ilustra la portadilla del texto es de Benjamín Flores, y expone a un grupo de zapatistas probablemente ejecutados por soldados del ejército mexicano (Mundo Nuestro)

 

En aquellos primeros días, se nos acercaron personas en quienes confiamos. No sabíamos entonces que no pensaban sino en cómo hacer uso del lugar que la sangre de nuestros muertos había conquistado, en cómo construir su propia escalera al poder. (Subcomandante Marcos, Declaración de Jojutla, Morelos, octubre del 2007)

 

ENTRE OCOSINGO Y LAS MARGARITAS

 

En 1994 los periódicos capitalinos perdieron la nota del año y la mayoría de los reporteros nos fuimos con la finta, adormecido el instinto por la sonoridad de tres palabras que, junto a nuestros nombres, eran el canto de las sirenas de la fama: “corresponsal de guerra”.

El primero de enero, los diarios de la capital perdieron la noticia más importante del año: la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas . La sublevación, como cabeceó La Jornada el 2 de enero en su espacio principal.

En mi opinión fue la nota más importante, a pesar de que en ese año abundaron las grandes noticias: el asesinato de un candidato presidencial priísta, Luis Donaldo Colosio, y de un secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu; la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio y el arranque de una crisis económica que costó muchos patrimonios.

De entrada, la aparición del EZLN descolocó incluso al periódico de izquierda de la capital. En un editorial de primera plana, La Jornada los llamó “alzados, delirantes, irracionales y provocadores”. 

Un grupo campesino, armado y encapuchado, había declarado la guerra al gobierno mexicano y pedía a la Cámara de Senadores y a la Cámara de Diputados desconocer al Ejecutivo –en manos de Salinas de Gortari–, nombrar un gobierno de coalición de transición y convocar a elecciones. Su ejército avanzaría hacia la ciudad de México.

Seis años después, fiel a su estilo intrigante, el ex presidente Carlos Salinas de Gortari insinuaría que Carlos Payán Velver, entonces director del periódico, le pidió una rápida represión del movimiento , ya que la lucha armada ponía en riesgo la vía democrática.

En 1994 yo trabajaba para El Nacional, el periódico gubernamental que bajo la dirección de José Carreño Carlón, ex subdirector de El Universal y de La Jornada, se había profesionalizado y competía con ediciones locales en cinco ciudades .

Desde la llegada de Carreño Carlón, El Nacional había impuesto a sus reporteros la obligación de confirmar los hechos antes de publicarlos. Como a todos, el levantamiento en Chiapas nos tomó desprevenidos. El primer día, no sabíamos qué hacer porque la información era confusa. El diario envió a primera hora dos reporteros a Chiapas.

Nadie sabía en cuántos municipios de Chiapas había aparecido el EZLN. Algunos diarios, entre ellos El Nacional, hablaban de siete, otros de ocho, unos más de cinco. El gobierno de Chiapas informaba que había 800 alzados, pero el Unomásuno, que entonces todavía gozaba de prestigio , ubicaba el número de rebeldes en más de cuatro mil.

Tampoco se sabía el número de muertos. Las versiones recogidas por la mayoría de los diarios editados en la capital hablaban de seis policías fallecidos, pero El Nacional, el periódico gubernamental, daba la cifra más alta, 11 muertos, con base en un cable informativo de la agencia EFE.

De aquellos días intensos, el doctor Raúl Trejo Delarbre, director del suplemento dominical Política de El Nacional, elaboró un minucioso recuento que el lector interesado puede seguir en Chiapas, la comunicación enmascarada. Los medios y el pasamontañas. 

En los primeros días de la sublevación, varios periódicos llevaron al espacio principal de su primera plana historias de bombardeos sobre la población civil, de vuelos rasantes de bombarderos, de reporteros ametrallados desde helicópteros artillados. El Nacional carecía de esas historias.

Los enviados del diario carecían de movilidad y se concentraron en San Cristóbal de Las Casas. El EZLN, que había vetado a Televisa y a otros medios, les había negado su acreditación. Fue entonces cuando los directivos del diario decidieron el relevo y me enviaron a mí, con la orden de ir a los pueblos bombardeados.

–Nadie ha publicado ningún testimonio de los agredidos. Debe haber heridos, familiares de los muertos, sobrevivientes… las bombas hacen hoyos.

Yo conocía Chiapas: había estado en Guadalupe Tepeyac casi 10 años antes, había visto ahí, desde la impotencia y la rabia, cómo moría un indígena por un “dolor de panza” sin médicos, sin posibilidad de salir del pueblo, porque no había transporte. Una peritonitis fatal era el símbolo del aislamiento en el tiempo y en el espacio.

–Voy si se publica –dije, consciente del momento en que se encontraba el periódico gubernamental.

–Se publica, sin cortes, es un compromiso– respondió el director.

Cuatro o cinco veces había recorrido en burro o a pie muchas comunidades indígenas, guiado por el activista Genaro Domínguez, un personaje incansable que decía encabezar un Consejo Nacional de Pueblos Indios, aunque nunca reunió más de 20 personas en nuestras andanzas.

Así pues, a diferencia de muchos de los enviados, tenía yo la ventaja de contar con algunos amigos en Tuxtla Gutiérrez y otros en San Cristóbal de Las Casas.

Con la palabra del director, llegué a San Cristóbal casi dos semanas después de la declaración de guerra. Sabía que varios periodistas habían dicho en radio y televisión que fueron testigos –uno desde el techo de su casa en San Cristóbal, otro desde la parte alta del pueblo– de los bombardeos y otros habían escrito que el objetivo era gente indefensa, una masacre de civiles.

En contra de las reglas no escritas, que indican que uno debe ser el primero en llegar, fui el último en salir hacia la zona de conflicto. Camino al aeropuerto, el 12 de enero, me enteré de la declaración unilateral del gobierno de cese al fuego. Ese mismo día, por la tarde, el Zócalo capitalino se llenó de manifestantes “contra la masacre”. 

Sin embargo, nadie había descrito los lugares o las consecuencias de los bombardeos, aunque las notas y las declaraciones insistían en que los había en San José Porvenir, San Antonio de los Baños y El Corralito.

En realidad, los enviados de la mayoría de los medios buscaban una entrevista con el Subcomandante Marcos y peregrinaban en autos rentados hasta el ejido San Miguel, en Ocosingo.

El Nacional, por supuesto, estaba vetado para las entrevistas con el subcomandante Marcos. Así que era inútil insistir en obtener unas palabras en exclusiva de una estrella en ascenso.

No era sorprendente que importaran más las declaraciones que los hechos. Para casi todos, fue nuestra primera experiencia en la cobertura de un “conflicto bélico”. Ello explica que nadie hubiera intentado la brecha, el camino conocido sólo por los lugareños.

Durante una semana, un amigo al que llamaré Francisco, viejo luchador contra los ganaderos y los finqueros, me llevó por caminos sin retenes y fuimos de pueblo en pueblo, sin encontrar nada que contar: ni una casa derribada por las bombas, ni un herido, ni un testigo.

Al regresar de las comunidades, la noticia de los bombardeos había perdido relevancia pues el Comisionado para la Paz, Manuel Camacho Solís , ya estaba en San Cristóbal y toda la atención de los informadores estaba enfocada en saber cómo y cuándo se reuniría con el subcomandante Marcos.

Yo no había encontrado huellas de los bombardeos sobre ninguno de los tres poblados. La información no sólo había quedado desfasada, sino que, si se publicaba, sería considerada un acto tardío de propaganda. Por otro lado, nadie podría demostrar que hubo bombardeos.

Además, ya había caído el gobernador chiapaneco Elmar Setzer , y su lugar, lo ocupaba Javier López Moreno . El propio secretario de Gobernación, Patrocinio González Garrido, había sido defenestrado. 

Antes de regresar a la ciudad de México, pasé a San Cristóbal e hice los trámites de acreditación en la catedral. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional me catalogó como el “corresponsal de guerra” número 354. Entonces escribí el relato que viene a continuación  y lo incluyo aquí con el objeto de alertar a los estudiantes sobre el falso heroísmo que, en muchos casos, encierran esas tres palabras, “corresponsal de guerra”.

 


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