• Por: Sergio Mastretta y Melchor Morán
  • 11 Diciembre 2014
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La realización de esta película documental tiene su propia historia, y ha durado diez años. Buen ánimo contra serios obstáculos en el camino, desde su impulsivo propósito: seguirle la pista a una peregrinación de jóvenes guadalupanos desde los pueblos del sur de México hasta Nueva York, justo cuando la migración masiva de mexicanos alcanza su punto de fuga más extremo y mantiene en la ilegalidad laboral y en la indefensión de sus derechos humanos más elementales a millones de personas. Y luego la vida real de cualquier producción: carencia de recursos, desgracias tecnológicas, laberinto del discurso narrativo cinematográfico en un proceso de no ficción. Y la vida misma, que lleva a sus realizadores, Sergio Mastretta, periodista, y Melchor Morán, cineasta, por senderos profesionales distintos, ocupados en otros menesteres, imposibilitados para atender al cien el proyecto del documental.

            Una década, sin embargo, en la que se ha subrayado la complejidad del proceso histórico contenido en el éxodo de millones de mexicanos a Estados Unidos y que permite afirmar que no es posible entender lo que hoy ocurre en nuestro país sin la comprensión de este fenómeno. La película ofrece un momento en la vida de dos personas que tienen en la religiosidad guadalupana un elemento fundamental para sostener sus vidas marcadas por la necesidad de abandonar su patria en búsqueda del trabajo que no encuentran en ella.

Como marco para la publicación en Youtube de la película Contigo al norte, Guadalupe, presentamos la introducción al libro del mismo nombre y que puede leerse en la sección Libros Libres en Mundo Nuestro.

 

Ensoñación

Cuándo comienza una historia… A la media noche, tal vez, sin soltar una frase, tan sólo imágenes que se enredan en el sueño, como la de un tipo en negro, tirado en el suelo, que duerme y sueña que está tirado en el suelo, y que puede estar muerto o a medio sueño. O está muerto y no sueña nada o es enteramente un sueño, una ilusión vana, como la de una vida que nos es ajena o que no es ajena a las penas, y que no sabe de la gloria y se sostiene en la nada.

Soltar una historia a la medianoche: estamos en la frontera, con Martín Luna, el personaje de nuestra película, tirado en el suelo de un hotel cualquiera, en Matamoros, en Reynosa, en Laredo, en cualquier caso sí es un hotel de paso, con la línea de polvo surcada por un dedo sonámbulo en la ventana, contra la luz del arbotante que apenas nos deja ver la figura del muchacho que sueña que tiene una camiseta negra con la guadalupana estampada.

Pero ya no está el suelo, corre deslumbrado contra el pavimento, su figura en negro disuelta en la línea blanca de la carretera, contra el verde deslavado de las lluvias que se han ido semanas atrás de esta región caliza de la montaña mixteca. Correr, correr, por cien metros, por mil, por una vez, por cien mil, con la mano apretada como si agarrara su propia figura para arrastrarla en el sueño fundido por la mano en la antorcha.

Pero no es la antorcha lo que agarra,  tampoco está tirado en el suelo, y si sueña debe cuidarse de no perderse en la noche entre miles de luces que reflejan los cristales de los rascacielos que le parecen caramelos con los que juegan sus manos, con la vida colgada del andamio y con la mano manipulando la manivela, gira y gira y voy apenas en el piso 24 y hay que bajar hasta el 17 y se viene desde la azotea del 47, desplomado, adivinado, arrullado por ese enjambre de luces y hierro.

Es que no hay luces. Sólo hay grillos. Y al fondo, sobre sus pasos negros, si hay algo que brilla, es una luciérnaga, no, no se mueve, no se apaga, no se prende, nada va y viene, ni siquiera es un faro, aunque las sombras del chaparral bien podrían esconder un océano, el de la incertidumbre del que huye al otro lado de la línea.  Oscuridad, un bulto que no camina, que lo llevan apretujado en una cajuela. La luz, de nuevo, es un puntito, un agujero al que acercar el ojo, con el mundo entero que se mueve afuera, a la velocidad del carro del pollero.

Soltar una historia en la medianoche de otro que sueña. ¿O acaso soy yo ese muchacho tirado en la nada? ¿Son mías las imágenes que  lo contienen? ¿De verdad puedo entrometerme en sus sueños? ¿Soñar por él? ¿Y si no soñara nada? ¿Y si yo fuera su sueño? O todo está en negro y no vemos nada, y no hay tal la sucesión de imágenes, y las que se han soltado antes de convertirlas en frases de verdad no pasaron de ser un sueño.

Despierto. Contemplo la realidad que se sostiene por mi mirada. Hace tiempo que Martín ha dejado el hotel, ha cruzado la línea, ha seguido su vida sostenida en los pasos de su carrera propia: ya no está tirado en el suelo, ya no es un vuelco en el andamio, ya no es una luz en la noche, un faro que no refleja, un cuerpo apretado en una cajuela. Se ha ido.

Contigo al norte, Guadalupe

Otoño del 2004, un viaje al norte en una nación en crisis perpetua. En los siguientes dos meses iremos de la línea de la carretera y la carrera guadalupana a donde lleve un camino vecinal, a una comunidad, a un barrio, igual en las montañas del sur que en los suburbios de las metrópolis norteamericanas. Persigo la realidad de un pueblo en el éxodo en la vida de Martín y Rosa, una joven pareja de migrantes indocumentados en Estados Unidos, nuestra histórica válvula de escape. A Rosa la encontraremos más tarde, en Nueva York. A Martín lo vemos correr por primera vez en la película en alguna mañana soleada del mes de octubre en la Montaña de Guerrero. Moreno, cabello chino y bigotito, de buena estatura, con un short azul y la playera de Tepeyac, la organización civil que desde Nueva York organiza la Carrera Antorcha Guadalupana; corre derecho hacia nosotros para convertirse en el personaje principal de lo que en un principio es un mero reportaje de un evento que apenas sale en los noticiarios mexicanos, y que terminará por ser un largometraje documental bautizado como Contigo al norte Guadalupe.

 Martín sube al camión que transporta a los corredores del tramo Chilapa-Tlapa. Toma aire y se ahoga para decir que así es como se tiene que sufrir para cumplir los retos que se impone uno. Se presenta como capitán de la antorcha;  su trabajo consiste en coordinar a los grupos que de pueblo en pueblo, y desde la Basílica de Guadalupe en la ciudad de México, son los portadores de las imágenes de la Lupita y Juan Diego y de la antorcha, y en relevos cortos a lo largo de la carretera, le dan la vuelta al país desde los estados del sur, Morelos, Guerrero, Puebla, Oaxaca, en una suma de pueblos que toman el rumbo del norte por la costa veracruzana hasta la frontera de Matamoros, y desde ahí, por toda la costa del Golfo y la costa Este de Estados Unidos, hasta la catedral de San Patricio, la iglesia católica que desplanta sus torres góticas contra el Rockefeller Center de la 5ta Avenida en Nueva York.

Martín tiene dieciocho años cuando cruza por primera vez la frontera. Salió de Atlixco una mañana a fines de 1998 como el menor de una familia a cargo de una mujer que ha tenido que enfrentar el abandono del marido. Es un hombre joven, pero ya le sigue en la ida al norte una muchacha que recién ha parido una niña, su hija, que se queda en México con la abuela. Ya en Nueva York la pareja fracasa y cada quien toma su rumbo: ella se embarca en una nueva relación, un nuevo embarazo y un futuro en el que Martín sólo será el padre de su primera hija; él se encuentra consigo mismo en una urbe que lo acoge y le hace sentir importante –es un trabajador indocumentado que en pocos años alcanza oficio y lugar como obrero especializado en la instalación y reparación de aire acondicionado, tarea sin la que no se explica la persistencia de la vida en Manhattan--. Cinco años después, Martín es un hombre que se desplaza por Nueva York como en casa, y ha encontrado una nueva compañera, Rosa, la verdadera ilusión de su vida. Ella tiene su propia historia, nacida en Chila de la Sal, en el sur de Puebla, ha pasado su vida en el Distrito Federal; ha seguido a su padre a Estados Unidos, y le ha visto morir ahí, de un infarto en una calle cualquiera; le ha llevado a enterrar a México y ha vuelto a cruzar la frontera. Ahora ambos construyen su destino como ciudadanos mexicanos convencidos que pasarán la vida como migrantes. Y tienen un símbolo, la Guadalupe, expresión del México profundo, que da sentido a sus vidas. Están en la ruta de la salvación nacional, la organización civil: militan en la Asociación Tepeyac, un grupo que encabeza la resistencia de los migrantes en Nueva York. Pero al participar en la organización de una carrera entre la Basílica de Guadalupe y la catedral de San Patricio con la antorcha guadalupana llevan ilusión, la de dos jóvenes que reconstruyen su vida y dan cuenta de una nación en su sobrevivencia. Enfrentan así la realidad de su país y el propio drama del abandono de su familia y su tierra.

Martín y Rosa. Una pareja mexicana que justifica en la soledad de su sobrevivencia como migrantes el propósito del documental Contigo al norte, Guadalupe: la acción civil organizada de un grupo de mexicanos –muchos de ellos de Puebla, como Martín y Rosa, un estado que en veinte años ha expulsado al norte a más de medio millón de personas--, que con el  símbolo guadalupano en una carrera internacional entre la ciudad de México y Nueva York, expresa la acción colectiva para exigir la legalización del estatus migratorio de millones de personas, con la condición de residencia permanente y el respeto de sus derechos humanos. Como los árboles ahuehuetes milenarios, hombres y mujeres de los pueblos del sur encuentran en sus raíces históricas y culturales la razón profunda de su existencia. El documental refleja ese acontecimiento histórico en la ruta del nuevo siglo: que en el éxodo de sus campesinos a Estados Unidos, la nación mexicana se reconstruye a sí misma.

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