• Sergio Mastretta
  • 20 Marzo 2014
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El 23 de marzo de 1994 un balazo le reventó la cabeza al candidato del PRI a la presidencia de la república Luis Donaldo Colosio. Ahí, en medio de la masa que lo arrastraba a la muerte, al ritmo de la culebra versión Banda Machos, todavía se sentía “el portador de futuro” para un país encadenado entonces por el Estado del PRI.

 

            Dos semanas antes había dicho: "Veo un México con hambre y con sed de justicia. Un México de gente agraviada por las distorsiones que imponen a la ley quienes deberían de servirla. De mujeres y hombres afligidos por abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales.”

 

            No estuvo Colosio para ver que ese futuro nunca fue, como dice la portada de un libro que se presenta en México este fin de semana. Mundo Nuestro recupera tres crónicas escritas por Sergio Mastretta en el arranque de los años noventa. Los personajes que brotan de ellas, y el tema, la modernización de una estructura política imaginada y desarrollada durante medio siglo como el monolito de control de un Estado corporativo extraordinariamente eficiente para regular los traspasos del poder concentrado y autoritario, hoy rebotan contra la figura de un hombre cuyo asesinato nos dejó con un interrogante extremo: ¿Qué reforma política hubiera impulsado? ¿La que arrojó al país desde el salinismo hacia los gobiernos panistas? ¿La que imaginaron desde el cardenismo los fundadores de la alternativa perredista? No lo sabremos nunca. Pero la memoria nunca sobra.

 

 

            Martes 21 de agosto de 1990

 

            “Háganos justicia, licenciado”

 

            Cordura, madurez y paciencia, pidió el dirigente nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Luis Donaldo Colosio, a habitantes del poblado mixteco de Tehuitzingo que exigen que se reconozca el triunfo electoral y no se les negocie en esta capital. Y advierten: “podría suceder lo de Jolalpan”.

            Increpado por los dirigentes María Cecilia Hernández y Melitón Peñarrieta cuando se dirigía a presidir la reunión sobre modernización y programa de acción,  mientras en las afueras del hotel mil priístas con pancartas gritaban que no los vendieran y “muera el PRD”, Colosio Murrieta insistió en su llamado a la cordura y a “no caer en acciones que nos lleven a lamentar la pérdida de vidas, que manifiesten la falta de visión e inmadurez de nuestros adversarios”.

            El diálogo fue tenso, en tres ocasiones el senador priísta se había negado a contestar las preguntas de los reporteros locales que pedían su opinión sobre los hechos de Jolalpan, donde murieron en un enfrentamiento armado cinco campesinos priístas el jueves pasado. Ante los representantes de Tehuitzingo se detuvo y dialogó para pedir al gobernador Mariano Piña Olaya, que le acompañaba, “que se respete la ley en el Estado y los derechos  de los priístas”.

 

            Tehuitzingo es una población cercana a Jolalpan, y desde noviembre pasado hay una disputa por el triunfo entre el PRD y el PRI; el congreso de Estado decidió nombrar una tercera opción y dividir las seis regidurías en forma equitativa, pero en la última semana los perredistas demandan la destitución de la alcaldesa designada, María Cecilia Hernández.

            El dirigente escuchó demandas de reconocimiento de su triunfo, “no queremos que pase lo de Jolalpan”, insistieron, y responsabilizaron a la dirigencia estatal del PRI de no apoyarlos. ”Nos sentimos decepcionados”, le repitieron. Al final acordaron entablar relaciones con una comisión del Congreso que se aboque a la solución definitiva del conflicto.

           

            Antes, en las mesas de trabajo el presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI afirmó que “todo puede cambiar menos los principios de la Revolución, quese mantendrán incólumes.” Indicó que de la asamblea saldrán definiciones ante las nuevas realidades nacionales e internacionales que enfrenta el país.

 

           

            A mediodía, en un verano que da de sí en la temperatura política, un grupo de priístas mostró lo que puede significar la modernización de su partido en el sur campesino.

            “¡Muerte al PRD!”, escuchó Luis Donaldo Colosio al salir a la explanada del Hotel del Alba. Ahí estaba el plantón de priístas de Tehuitzingo que cerraba el paso a la camioneta de Mariano Piña Olaya en la que el dirigente nacional del PRI abandonaría el acto. Eran las dos de la tarde, y al calor del sol los de Tehuitzingo sumaban el hervor de su sangre contra los dirigentes estatales de su partido.

            Colosio avanzó decidido y nuevamente escucho el grito de muerte contra los perredistas. El líder buscó a sus asesores, casi del brazo de mariano Piña, que lo siguió hasta la calle.

            “¿Ya les dijeron lo que acordamos allá arriba con sus dirigentes?, preguntó el líder. “Claro que sí, licenciado, ya están enterados. Por supuesto que lo hicieron: fue el propio Jesús López Tinoco el que bajo con la gente. Pero la gente quiso decírselo de viva voz, licenciado.”

 

             Y qué le dijeron a gritos y en pancartas: “Qué no nos venda nuestro partido, licenciado...” “Háganos justicia, licenciado” “desalojen la presidencia, licenciado”.

            Y una más certera, que el dirigente nacional no tuvo tiempo de anotar en su libretita: “Justicia, licenciado, que no pase lo de Jolalpan...”

           

            Porque para esa hora era la quinta vez que Luis Donaldo Colosio escuchaba la palabrita Jolalpan, con ese ritmo cantarino del nombre, con esa invitación al jolgorio que tiene el nombre de un pueblo en el que la semana pasada se mataron entre sí sus campesinos –una prueba de que a pesar de lo que piense nuestra razón urbana, hace mucho tiempo que en esos pueblos se libran sordas, cotidianas guerras civiles.

           

            Se lo preguntamos tres veces los reporteros, una por cada salida de las mesas de trabajo con los delegados de su partido a la Asamblea Nacional. Las tres veces negó la voz el gallo.

            La cuarta oportunidad vino con los priístas de Tehuitzingo. Cinco de ellos lo toparon al entrar a la última de las mesas, la de “Modernización y Programa de Acción”, en el tercer piso del hotel. Le contaron todo el caso, y Colosio escuchó paciente, siempre con el gobernador al lado. Y al final le soltaron: “Intervenga, para que no pase lo de Jolalpan, licenciado”. Y el dirigente pidió cordura, paciencia, tolerancia. Y los otros insistieron. Y él nuevamente les pidió cordura, paciencia, tolerancia. Y le pasó el balón al gobernador: “Yo le pido delante de ustedes que se respete la ley y los derechos de los priístas”.

            Y se fue a la mesa de la modernización el licenciado.

 

Viernes 31 de agosto de 1990

 

            Fin de la política

 

            México, DF. Horas aciagas, revolcón priísta de fin de semana: el destino del país en manos de ocho mil delegados en la era de la “consulta a la base”. Por un instante la imaginación deja todo de lado: sólo se escucha el aullar de palmadas en un tablero de ajedrez que permite la mecanización simple: ocho por una ocho, ocho entre dos cuatro, cuatro por cuatro dieciséis, dieciséis por cuatro sesenta y cuatro mil abrazos, ciento veintiocho mil palmas abiertas golpeteando espaldas como una carga de granizo de verano, solidario y modernizador. No importa qué pase, si cambian o no sus principios, si disfrazan o no sus estatutos, si filtran su programa de acción, si se deciden a dejar de ser el partido de Estado, si le dan las gracias históricas a los sectores, si le rompen el corazón a los caciques, si dejan sin banderas al PAN, si juegan como un partido más en el proceso electoral. Eso es lo de menos.

            Ante todo, los priístas en las primeras horas del sábado serán un abrazo entero en el Palacio de los Deportes. En el resto del país escucharemos las palmadas como un tropel de caballos desbocados en busca de un abrevadero en el llano.

            Mientras los ciudadanos viven, trabajan, conversan, se pelean, se toman unos tragos, se matan, sobreviven, ajenos a la política, y a la desazón nacional. Yo tengo a la vista dos escenas cotidianas, ambas del otro lado del precipicio de la política.

            La primera: Camión urbano, ruta Mayorazgo-Paseo Bravo. Dos agentes de ventas (saco y corbata el joven, chamarra y corbata el maduro, los dos con portafolios lustrosos) se acomodan para los veinte minutos de viaje.

            -Se lo dije al ingeniero –dice el mayor-, no puede ser que me dé esa ruta...

            -Y qué te dijo –dice el joven.

            -Que le hiciera como quisiera.

            -Te lo dije, así son.

            -Yo lo sabía, pero que me quitaba. Le dije, señor, a mí me interesan los negocios en grande, en esa región estoy fuera de circulación. No me importa, dijo, a muchos les interesa hacer lo que usted hace, nuestra compañía es líder, usted ya es viejo, no le conviene crear problemas, movilícese y venda. Muy bien, digo yo, pero porque me quita mis clientes, ingeniero. Ese es nuestro problema.

            -Te lo dije viejo, te la van a hacer, van a buscar que te  canses.

            -Si mano, pero todavía tengo tres chavos abajo de los quince, tú sabes cómo están las inscripciones en las escuelas, nada más con eso, los útiles y los uniformes hay que dar un ramalazo de millón y medio de pesos.

            La segunda: Dos hombres se encuentran en una calle de San Pablo Actipan. Magdaleno Sánchez es un cantante callejero: guitarra en mano complace las preferencias de los clientes de las pulquerías. Elías Rosas Filomeno, campesino de 45 años, gusta del néctar y ha estado buena parte del día libando y no tiene empacho de pedir unas selecciones al cantor. Tienen algo en común: una mujer mancornadora, Catalina, a quien los testigos describen como una dama otoñal. Los dos la quieren, los dos lo saben, los dos se odian. El cantor enfurece: de mí no te burlas. El briago responde: te voy a enseñar a ver si te sigues metiendo con mi vieja. Inician los golpes, se hace una pequeña bola. Borracho y cantor poco daño se hacen hasta que aparece la mancornadora. Catalina sorprende al que pedía canciones al rival, lo agarra por la espalda. El cantor aprovecha, saca un puñal y lo entierra dos veces en el estómago enemigo. Un hedor de pulque baña el ambiente cuando el cuerpo de Elías se retuerce en el suelo. El criminal huye. La mujer intenta escapar, pero los espectadores la detienen.

            Cuatro horas después el campesino yace con las tripas abiertas, sobre la plancha de un hospital de Molcaxac. La ambulancia primero lo llevó a una clínica de Tepeaca, donde se negaron a atenderlo. Cuando llegó a Molcaxac murió. Se llevó a su silencio la imagen sorprendente de los brazos férreos de la mancornadora.

            Las dos escenas terminan. No hay respuestas. El fin de semana se precipita con toda la fuerza de la maquinaria de la política sobre la vida simple de los ciudadanos. Y sin embargo, cuánto pesa este fin de semana.

Martes 4 de septiembre de 1990

 

            “¡Moción, señor sistema!”

 

            México, D.F. Dos inercias en el lunes del parto de los montes.

            Primera, la del reventón de la democracia priísta en la madrugada poblana (“Aquí lo que pasó fue que por fin un triste priísta se atrevió a gritarle al jerarca en el presidium. Entonces el poderoso no supo qué hacer”). Al carretón del aparato del partido en el Palacio de los Deportes: caos vial en el Oriente capitalino, acarreo de ambulantes y colonos a cargo del PRI-DDF, el régimen y sus funcionarios, seis larguísimos discursos, tambora, cantos a la solidaridad, porras, apretujones y organización de Estado Mayor.

            Segunda: del viejo Blas Chumacero, obstinado, recio a sumarse a la victoria de los modernizadores, a la histeria de los delegados de la mesa de Estatutos en el Auditorio de la Reforma a la 1:30 de la mañana, el eterno Fidel Velázquez entretenido en la ola que le demanda la tribuna –la hizo ahí, el último de los cinco Lobitos, con el rostro impenetrable y las manos alzadas como un cachorrito-, cinco minutos antes de que llegue el presidente, el hombre que echó a andar la ola verdadera,  la marejada que amenaza con arrasar la estructura cetemista.

2:10 de la tarde. Colosio baja de la tribuna para esperar a Salinas fuera del Palacio. Los que están en luneta, legisladores del PRI, funcionarios de estado, gobernadores y secretarios, por fin dan la espalda al presidium, por fin miran a la masa priísta de los delegados en la tribuna. Unos esperan al presidente, otros inician el jolgorio.

            Gayola siempre vulgarizará al pueblo. Y gayola en el Palacio es un griterío que no piensa en conceptos. Imagino que los organizadores metieron la idea de la ola, porque en estos momentos algo habrá que dejarles a los organizadores: “Afuera se escucha el regocijo de los priístas –se oye en los altavoces-, ellos, el pueblo que espera al presidente, muestran la alegría de participar en el cambio en los destinos de la patria...” Pero aquí la masa no piensa en los afuera, y probablemente tampoco en el destino. Por un instante recupera poder perdido contra el presidium: un alarido de consignas y chiflidos se despeña sobre los de luneta al ritmo de la ola, ir y venir de brazos levantados que se estrellan contra el escenario del aparato.

            Y luego la orden precisa, repetida, la masa que impone a los jefes disciplina:

            “¡Los de abajo, los de abajo!”

            Y los de abajo como que no quieren, pero cuando lo piensan ya levantan las manos ante ese imperativo exhalado de manos que forman la ola. Y ellos, diputados, ejecutivos, damas de sociedad que no han tenido que ver con tres días de desvelos, maltratos, malcomeres (en Puebla decenas de delegados de Guerrero y Michoacán terminaron en galerones de Bomberos y Policía), sienten el chispazo divino de sentirse pueblo de esa ola en la que se entretiene la democracia priísta.

            Pero la orden no se detiene, ahora agarra contra la mesa.

            “¡Sí la mesa, la mesa!”

            Y la mesa se comporta como los jerarcas impuestos para sacar adelante las mesas de trabajo en Puebla. (El aturdimiento de Elba Esther, la desazón momentánea de Jesús Salazar Toledano, ambos azorados ante esa asamblea susceptible, explosiva, del sábado por la noche en el Auditorio de la Reforma: tres mil encabronados y hambrientos delegados arrebatados por el instrumento simple, estudiantil, del grito venturoso, el arma secreta, desvanecida siglos enteros por los magos del autoritarismo). En ese momento todos los ojos buscan al Fidel, gayola y luneta sólo se interesan por el viejo líder. “¡La mesa, la mesa!” es el memorándum terminante.

            Y Fidel, siempre Fidel, demuestra que no lo ha modificado el humor. Poco a poco levanta los brazos, las manos nunca rebasan la altura del pecho. La ola modernizadora le revienta.

            Aparece el presidente.

           

 

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            Una hora y media antes, Alberto Pérez Blas, del movimiento Democrático para el Cambio, del grupo de Julio Hernández, plantea la discusión de fondo:

            -¿Ya la hicieron? –es la pregunta.

            -No, apenas es una batalla, pero no es suficiente. Es cierto que con los acuerdos de la mesa de Estatutos se abren los espacios para que la democracia se cuele. Los sectores pierden mecanismos de negociación cupular, ahora van a competir. Y existirá el que tenga verdadera base social.

           

            A las 12:30 habla Socorro Díaz, de la mesa de Querétaro. Los reporteros circulan una información: que a Adolfo Vergara de la Paz, delegado campesino de Morelos, le impidieron hablar; el hombre se puso una tela adhesiva en la boca en son de protesta; se dice que fue secuestrado poco después. Le sigue Carreño Carlón, responsable de la mesa de Oaxtepec. Su discurso no levanta ámpula. Tampoco cuando Fausto Alzati, quien subió al barco del repudiado Abraham Talavera en Tlaxcala, afirma que el PRI mantendrá los principios de la revolución mexicana. Eso no le importa mucho a la mesa en la tribuna.

            Otra cosa fue con Jesús Salazar Toledano. Ahí los priístas dan idea de lo que les interesa: la democratización en los mecanismos de elección de candidatos y dirigentes. “Reestructurar el CEN contra el burocratismo y el centralismo”, dice Salazar que acordaron en Puebla, y dice más: poner en su lugar a los poderosos delegados estatales y terminar con la excesiva discrecionalidad de los delegados e imponer como sistema el voto personal, directo y secreto por escrutinio abierto y público para elegir candidatos. De todos, menos presidente de la república –de algo valió el receso el domingo en Puebla. Entonces se ve que funciona el aparato: porque primero brincan de sus asientos los gobernadores, a unos cuantos metros de Jesús Salazar. Luego viene el alarido de los delegados: sí, efectivamente, no los trampearon, lo que acordaron en Puebla está ahí, en esa relatoría que hace uno de los jerarcas, que cuando termina va a saludar de mano a Colosio.

            Misión cumplida, licenciado, diría alguno.

            Luego vendrá la cruda hermano.



Sábado 10 de agosto de 1991

 

            Portadores del futuro

 

 

            “Que no se nos olvide --les dice Luis Donaldo Colosio a sus candidatos, que lo ven desde sus sillas en el presidium como sólo se pueden observar certezas presentes, como los resultados del 18 de julio en las manos o el probado y llano sentimiento de carecer de dudas--: somos un partido portador de un proyecto de futuro”.

 

            Y los candidatos se miran al espejo de la masa, sus bases, “la razón de su existencia”, la masa que hoy han traído los organizadores, exacta para llenar las butacas y no más --¿será un síntoma de modernidad, por fin, un mitin austero para recibir al senador Colosio?--, la masa que deja caer un aplauso poco a poco, como en cascada, como si no se le facilitara descifrar bien a bien el rostro de lo que viene y que ahora le llaman “proyecto de futuro”, y sólo tuviera este presente de porras y realidades del comité de base de colonia proletaria y desayunos en páramos suburbanizados.

 

            “Proyecto de futuro”, meditan los candidatos. Claro que no lo olvidan, tienen uno ahora, singular, el de siempre: abrirse paso al término del acto en la estela que deja el líder nacional priísta, subir las escalinatas del auditorio, formar parte de un cuerpo que sale porque tiene su existencia política asegurada, treparse en autos importados y en suburbans de campaña tras el Pasta del gobernador en el que escapa Colosio, ir tras los jefes hacia el helipuerto improvisado, darle el abrazo, por lo menos decirle adiós,  y sí los dioses lo quieren subirse, ser uno de los pares , ver la tierra abajo, separarse, ser, simplemente, proyecto de futuro.

 

            “Proyecto de futuro” meditan, y se asumen candidatos semillitas fecundas de porvenir, nombrados uno a uno por Colosio. Ahí están, ahora ellos son el presente: juniors multicolores, hijos de caciques, hijos de papá, hijos del líder, hijos de patrón, hijos de campesino, hijos entenados, hijos de su propia suerte.

            La del futuro aquí y ahora.

            Hablemos de futuro entonces.

            El reportero aprovecha el retraso del dirigente y realiza una fugaz encuesta. Dos preguntas:

            Una: ¿se imaginan un PRI alicaído y derrotado, vamos, que simplemente pierde y acepta que otro partido se haga del poder y gabinete?

            Dos: muy bien, siguen gobernando, ¿qué hacer para erradicar a fondo la pobreza en México?

            Y algunos de los portadores del futuro responden.  

 

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            No, ninguno de los candidatos priístas entrevistados por el reportero se imaginan un PRI derrotado, ni siquiera en una situación de alternancia en el poder. Todos, en una cargada alucinante, se cuelgan del trabajo del presidente Salinas, de estos 3 años cabalísticos para la resurrección del partido, y arman un muy extremo desprestigio del PRI en Puebla un programa de partido.

 

            Uno por uno, igual el maestro ex disidente Jesús Saravia, que el empresario novato Jaime Olivares, o el hijo del hombre fuerte del estado Alberto Jiménez Arroyo. Pero lo hará también Eleazar Camarillo, con su facha entera de cacique regional, de traje negro y lente oscuro, atrás fuera del campo de la foto, sencillo y tradicional.

 

            Veamos qué dice Jesús Saravia, el profesor que en un tiempo encabezara al magisterio poblano en contra del SNTE, pero que rápidamente reculara hacia el sindicalismo oficial, y que recién ha declarado que Carlos Salinas es patrimonio de los priístas.

            “No, definitivamente no, la obra del presidente ha producido cambios fundamentales, la apertura democrática, la pluralidad ideológica. La alternancia es parte de un proceso, pero a mi juicio todavía no estamos en el tiempo”.

 

            Jaime Olivares, el empresario que tiene en Teziutlán un buen problema, dada la abierta oposición que le jugará el priísta ganadero Carlos Veraza, todavía encabritado por no haber sido nombrado “candidato de unidad”, se agarra del lenguaje de la ilusión:

 

            “El PRI es un partido grande y fuerte, tan grande que se moderniza y va a la vanguardia con el presidente Salinas. Jamás imagino un PRI en la derrota porque el PRI es el partido de Carlos Salinas de Gortari. Y para salir de la pobreza hay que hablarle al pueblo con la verdad porque el pueblo ya no quiere mentiras”.

            “¿Pero que hay que hacer en concreto para empezar a salir de la pobreza?”, intentamos aterrizarlo:

            “En primer lugar, que el pueblo me haga diputado... Después, apoyar decidida y forzosamente el programa de Solidaridad. Yo soy producto de una nueva cultura política, la que habla con la verdad y hace las cosas como se deben hacer y no como se venían haciendo, debemos acabar con la miopía. En concreto propondré en la cámara que se establezcan sistemas de compensación para los campesinos, por región, por producto y por productor”.

            Al menos un objetivo concreto para el futuro diputado de Teziutlán.

 

            La pregunta para Alberto Jiménez Arroyo es más específica: en Huauchinango no debe uno preguntar por la posibilidad de un distrito gobernado por la oposición, sino por un distrito sin los Jiménez Morales. Y sí se lo imagina el nieto de Alberto Jiménez, origen de la dinastía:

            “¿Un Huauchinango sin los Jiménez Morales? Bueno, tendrá que ser por los mismos tiempos normales de la vida, no más de diez o quince años, por cuestiones biológicas, la generación tendrá que renovarse”.

            Todo lo demás que comenta el joven Jiménez entra en lo previsible: el Estado en México se transforma, y el gobierno del estado en Puebla está haciendo ese cambio, por eso el programa de Solidaridad ha llegado a todas las comunidades. Y claro, en los próximos tres años habrá que acelerar el paso, sobre todo en escuelas y agua potable. Y remata: “No es nuevo que un candidato diga esto, sólo que habían pasado 20, 25 años sin que llegara una obra a las comunidades. Por eso, debemos legislar a favor de la consolidación de los cambios en el estado”.

            Si, como todos los demás candidatos, esta tercera generación de fuertes en Huauchinango se agarra de la obra presidencial para armar un programa político.

 

            Y don Eleazar lo mismo:

            “No, no me imagino un PRI derrotado, porque el cambio lo ha emprendido el presidente Salinas, y todos estamos obligados a ese cambio”.

            “Es decir –se anima el reportero-, ¿podemos imaginar una región de Atlixco sin el cacique?

            Don Eleazar me mira. Calla. Lo que se mira venir es un Atlixco de fábricas textiles quebradas y con líderes sindicales sin obreros. Y ahí seguirá el cacique.

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