• Por Sergio Guzmán López
  • 03 Enero 2013
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Por Sergio Guzmán López

Detente Instante…

Dr Fausto. W. Goethe

 

Y siendo esto así, cuanto ha existido en el pasado existirá también en el porvenir, y cuanto será ya ha sido. Y siendo esto así, nada nace y nada perece de una manera absoluta. Las cosas, simplemente, cambian de lugar.

Terra Nostra, Carlos Fuentes

 

En La Lagunilla cada puesto es un museo de historia. Y es imposible no pensar en que la vida de uno terminará así, en una foto anónima, en un candelabro deslustrado, en un armario repleto de silencio.

A pocos sorprende ascender de una estación cualquiera del metro de la ciudad de México y encontrarse en un mar de tenderetes y puestuchos con lonas colgantes, abarrotados de personas cabizbajas a paso lento, mirando la mercancía que vende un ejército de sub empleados que mantiene su economía doméstica con piratería, ropa, comida, maquillaje, chucherías para pachecos, y hasta ajuares militares.

En las esquina del paseo de la Reforma y Mosqueta, sin embargo hoy me encontré con una cara distinta de este tercer mundista  comercio. Me adentré en los pasajes del mercado de antigüedades de la Lagunilla y me encontró con la vida de todos nosotros guardada en sus puestos.

Vagos recuerdo de mi niñez me dicen que no es la primera vez que estoy aquí. Y esa es precisamente mi primera reflexión.

Si la mayor parte de los artículos que se exhiben son de los sesentas, cincuentas  y  para atrás, entonces cuando vine siendo niño en los sesentas, la mercancía en venta sería obviamente más antigua.  ¿Desde cuándo guardan la vida así los anticuarios? Una de las leyes inmutables del universo acerca de la materia cobra vida en la forma del fetiche del cachivache, del candelabro roto o de la colección de discos LP de alguien en apuros financieros. Estos tesoros sólo se transforman, cobran vida en manos de otros propietarios.

Los olores de las coladeras son igual de nauseabundos que en cualquier otro punto cercano al centro histórico, y los marchantes tienen la misma apariencia de paisano desvelado.

Me detuve en un puesto a escuchar una conversación. Un personaje maduro y chimuelo, sentado con su caguama hojeaban un libro a cerca de la olimpiada del 68 con el joven rasta del puesto de al lado:

“Caldér fuel el valedor que diseñó todo el rollo gráfico de la olimpiada”,  sostenía uno

“Nel, fuel el arqui Ramírez Vázquez.”

En el suelo había ceniceros, libros, postales, anteojos, adornos, radios viejos y un tambache de fotos. Fotos normales de familias posando, en bodas, de oficinistas en blanco y negro con ropa de los cuarentas, bebés muchos bebés.

“Y esto?”

“Son fotos, mi buen.”

“Si, pero de dulce de chile y de manteca… ¿a poco hay quién las compre?”

“Pss claro. Es más búscate güero a lo mejor tú o algún pariente tuyo están ahí.”

“No más no vayas a descubrirlos en situaciones indecorosas mi buen”, terció el rasta riendo.

Búscate güero. La vida de cualquiera guardada así en un puesto.

Tomé unas cuantas. Una familia posando orgullosa al lado de su flamante auto. La insignia cromada del extremo del cofre podría estar exhibida y lustrada en el puesto de al lado o a unos cuantos metros. En otra un grupo de oficinistas brindando por lo que seguramente fue una navidad en blanco y negro a mediados de los cincuenta. El teléfono enorme que aparecía  en primer plano podría ser el objeto de algún regateo cerca de ese mismo puesto… o el abre cartas, la engrapadora o el enorme sillón ejecutivo del fondo.

Levanté la vista y de repente los miles de objetos presentes reclamaron un sitio en las múltiples historias familiares. Cuántas palabras se escribieron sobre ese escritorio y cuantos guisos se sirvieron en aquella mesa. Ese dedal con aplicaciones de pedrería podría haber bordado y desbordado historias de amor hasta secar le retina por agotamiento o por llanto.

“¿Cuánto por la mesa marchanta?”

“Siete mil. Puro encino, ire nomás, con aplicaciones de marquetería fina. La trajo una persona que emigró de Austria, ¿o de Australia?”, se cuestionó una anticuaria, brutal mascadora de chicle, quien fácilmente podría transmutar en quesadillera durante la noche. Ni el delantal manchado de mole tendría que mudarse.

Una familia judía huyendo de la invasión nazi en el treinta y ocho. O una familia nazi huyendo de su historia, arribando a Tampico junto con españoles republicanos y uno que otro judío.

Visto de esa manera cada puesto es un museo de historia. Me llamó la atención un afiche decolorado con motivos patrios. En él se mostraba al cura Hidalgo, y abajo, uno al lado del otro, Porfirio Díaz y Benito Juárez. Los tres personajes fundamentales del México del XIX. Seguramente unos pocos años después cambiarían a Don Porfirio por Carranza y luego por Obregón, y luego por Calles… y luego… ¿y luego? Un escalofrío ominoso me vino al imaginar un rostro jovial, lozano y bien peinado en un poster dentro de cien años. EPN 2012 -2018.

No existe una sección señalada para tal o cuál giro o actividades, pero en aquel  puesto en particular, el dueño --un anciano con lentes de fondo de botella e impecablemente vestido- -ordenó por tipo de artículo y dimensiones su mercancía. De atrás hacia adelante y con ostensible delicadeza los colocó en orden cronológico. Cámaras fotográficas, plumas, bayonetas y sables. Un estuche de viaje con artículos de tocador masculinos llamo mi atención. ¿De dónde vendrá? ¿Habrá sido en Amberes o en Liverpool su último puerto de embarque? Lo más probable es que nunca saliera de la colonia San Rafael y el sitio más exótico del que estuviera cerca algún día sería el kiosco morisco.

¿Y desde cuándo este viejo ha atendido su puesto? ¿Cuántas historias familieares, cuántas soledades han pasado por sus manos? Se acomodó las gafas, intentó enfocar sus ojillos y me sonrió:

“Desde toda la vida mi jovenazo.”

Asi que guarda toda la vida de La Lagunilla. Ah, entonces sabrá desde cuándo se instala este mercado?

“Újule!... pus desde siempre… creo…”

Desde siempre…  El viejo ha detenido de súbito lo continuo del universo. Fotos y cachivaches, una casa que se cierra, un baúl que cambia de manos, el engranaje de los romances y las guerras que se frena y se barre, la topografía íntima de una nación arrojada en mil puestos dispuestos a revivir a los muertos.

De niño me encantaba ver la maqueta del mercado mexica de Tlatelólco. Creo que estaba en el museo de antropología, pero después la trasladaron a la estación de metro Zócalo. Desconectado de mi propio tiempo, por un instante yo soy una de esas figuritas humanas color barro, con tameme y vestido con taparrabo comprando las antigüedades que mercaban los antiguos mexica. Tacubos, tenochcas, y tlatelolcas podrían haber admirado las baratijas de civilizaciones aún más antiguas, los recuerdos de sus abuelos chichimecas, un arreglo de plumas de los artistas olmecas, una piedra mágica rescatada en Teotihuacán. Una vieja ciudad como esta siempre ha encontrado a sus anticuarios.

Sí, en cada puesto hay una memoria, la vida de los otros tendida como piedras sueltas que perdieron la corriente de su rio.

“Oiga Don, ¿me permite tomarle una foto a su puesto?”, le digo a otro comerciante.

“De ninguna manera.”

“Ándele, es sin afán de lucro y quien quita le traigo clientela.”

“Nel, la última vez que dejé que fotografiaran mis cosas un pasado de lanza las publico en E-Bay y defraudó a no sé qué tanta gente.”

El puesto en cuestión tiene como pieza principal un carruaje del siglo XIX en condiciones impecables; también tiene un fonógrafo y un visor estereoscópico, entre otras piezas, literalmente de museo. Le hice ver que era notorio su puesto. A ver si con la lisonja me dejaba tomar una foto y por respuesta me explicó que realmente había pocos buenos anticuarios y que él era el único que exhibía sus piezas valiosas. Que había un mercado “underground” de coleccionistas asiduos. ¿Qué maravillas podrán encontrarse? ¿Qué clase de clientes “asiduos” acuden a dicha vendimia? ¿Habrá una especie de escuadrón de buscadores de tesoros hurgando entre los baúles y armarios de familias comunes y corrientes?

Están de moda los programas de tele que narran pesquisas de estos buscadores. Confieso que me gustan. Hago un recuento de mis tesoros: la bombonera veneciana de mis abuelos, el oleo del Cristo que mi suegro nos legó, el reloj de mi bisabuelo, etc. Estos objetos inanimados y quizá valiosos son depositarios no sólo de un recuerdo o un testimonio, sino de una lejana pero posible esperanzas de convertirse en auténticos tesoros. Encuentran vida propia y narran una historia. ¿Cuándo terminarán aquí mis antigüedades?

Porque aquí están expuestas las historias de muchos, a la venta en incontables puestos y a precio de la voluntad del anticuario.

También historias criminales, como las que exhibe otro puesto dedicado en exclusiva a la parafernalia nazi llamó mi atención por razones obvias. Quepís, cascos, suásticas, medallas, galones, balas, águilas imperiales, figuritas de oficilaes de la SS, sellos, y por supuesto, Mi Lucha, un ejemplar  impreso en México en los años cincuenta. El dueño sí me dejó tomar fotos pero solo a las cosas, no a él.

“Pa qué me busco problemas, luego van a venir a molestar…. Ya me ha pasado. La gente no entiende que los judíos…”.

Y se arrancó con una retórica antisemita que no merece más comentario.

“Pero si te interesa este quepí original de la SS, te lo dejo en veinticinco mil pesos… anímate, recibo cheques.”

“Y tarjeta de débito”, terció el del puesto de al lado con el acento típico, a veces chocante y a veces íntimo de nosotros lo chilangos, y que al parecer se originó en la más chilanga de las comarcas de la ciudad: La Lagunilla.

La ciudad que se fue guardada en sus puestos.

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