• Emma Yanes y Sergio Mastretta
  • 21 Septiembre 2015
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¿Podemos hablas de parteaguas en la vida de una nación? Tal vez, y  por lo menos, tres en el México contemporáneo: el 2 de Octubre de 1968, la derrota del PRI en el año 2000 y, en medio de esos dos momentos, el terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la ciudad de México.

La tragedia que dejó miles, incontables, muertos, provocó, sin embargo, la mayor movilización civil como respuesta a unas instituciones de Estado paralizadas por su histórica condición antidemocrática. No es sencillo comprender lo que esta conmoción supuso para la construcción de un país distinto, más allá del PRI y su régimen autoritario. Un país que debe tener como fundamento principal la acción de la sociedad civil organizada. La que vimos nacer en ese 19 de septiembre apocalíptico en la ciudad de México.

El libro Con el sudor de tu crisis (BUAP, 1989), de la historiadora Emma Yanes y el periodista Sergio Mastretta, contiene veinticinco historias de la vida en México en los años ochenta. Los testimonios, recogidos entre 1983 y 1987, en tres momentos de la vida de las personas, son un retrato fiel de lo sufrido por los mexicanos cuando la palabra crisis se convirtió en la realidad cotidiana del país. La quiebra económica, política y social, sin embargo, encontró en la catástrofe por el terremoto del 18 de septiembre en la ciudad de México su dimensión más brutal. Millones de personas quedaron marcadas para siempre.

Este testimonio de una trabajadora de la industria de la confección, da cuenta de ello.

(La foto de portadilla es del fotógrafo mexicano Pedro Valtierra)

 

Abril  de 1983

 

Un martes a las ocho de la noche Lupe Gómez nos recibe en su vecindad. Su vivienda es un solo cuarto: la cama y la televisión ocupan todo. No hay lugar para sillas y nos sentamos en la cama. Y como tampoco hay luz, Lupe enciende la televisión para iluminar el cuarto. Tiene 56 años, es viuda, trabaja doce horas en Juvenila (cinco trabajadores sin sindicato), un taller de ropa para niño; gana el salario mínimo, más de 120 pesos semanales. La imagen de Silvia Pinal en el canal 2 acompaña nuestra conversación.

“Antes éramos seis en mi trabajo y sacábamos unas 250 piezas diarias, pero el dueño decidió bajar la producción y disminuir el porcentaje sobre cada prenda. En lo particular, el patrón no me quiere fijar un sueldo de acuerdo con el trabajo que desarrollo: coser y vigilar la producción; hechura de moldes, medida de las prendas, mantenimiento de la calidad. ¡Hago tanto por el mismo salario! El aumento de febrero no nos dieron hasta junio, y eso porque fuimos a reclamar al Congreso del Trabajo. ¿Los dos trabajadores que despidieron? Uno fue porque se le uso al brinco al dueño, y a la otra por problemas conmigo: cuando me incapacitaron (por una operación), ella se encargó de mi trabajo; cuando regresé, la muy chicha ya me quería mandar. No me dejé y se tuvo que ir.

“Desde que enviudé, sólo tengo la obligación de mantenerme a mí misma (mi hija ya se casó), y ayudarle con algo a mi mamá. Hago milagros con el dinero: estoy depositando la renta y con lo que ahorro guardo para mis chambritas. En el país, pues yo no creo que las cosas cambien.  El pobre siempre será pobre; hay que luchar porque no nos aprieten demasiado el cinturón. Pienso seguir trabajando (al patrón no le conviene correrme), exigir que me paguen lo que merezco y seguir con el pleito de la casa. Y primero Dios, hasta casarme.”

Fotografía de PedroValtierra.

 

Abril de 1984

 

Parece que el tiempo no ha pasado por la vecindad donde vive la señora Lupe Gómez. Sigue en pie la misma puerta de madera vieja que sostiene el letrero: “Se hacen costuras.” El tendedero divide todavía en dos a la vecindad, de uno a otro extremo de los barandales. El pasillo estrecho  y oscuro que da acceso a su casa nos lleva otra vez a su cuarto; con la televisión encendida, la figura de Ana Martín en la telenovela La pasión de Isabela acompaña la plática.

“A los 60 años uno piensa que no puede morirse, que algún día va a morirse y que nunca ha dicho nada.  Mi madre murió hace como cuatro meses. Por suerte mi hermana tuvo dinero para la caja.  Yo no estaba trabajando y no tenía un quinto.  Una ya no puede ni morirse. Aquí en la vecindad van varias viejas que se mueren y la familia las tiene que velar hasta tres días o más, hasta que puedan juntar para el entierro.  Por eso desde jóvenes hay que atreverse a reclamar, a exigir lo que uno merece. No se vale morirse así nomás.

En Semana Santa le reclamé al patrón, le dije que según la Ley Federal del Trabajo después de seis años de trabajo me correspondían doce días de vacaciones. Me dijo entonces que las leyes no servían para nada, que eran pura tontería. Nada más me le quede mirando y seguí la chamba. Yo trabajo para la máquina recta, que es la sencilla, armo la ropa en el taller; además, he capacitado a otros trabajadores. Pero al patrón eso no le importa. Además no quería darnos el aumento que se dio por decreto presidencial. Con lo del las vacaciones terminé enojándome, me dijo que no me las iba a dar, me acusó de loca y neurótica y quién sabe qué tanto, hasta llegó a decirme que si quería irme que me fuera.  Y me fui: tardé una semana pero me fui.  Antes le echaba ganas al trabajo, trataba de que la pasáramos bien entre todas, pero nunca recibíamos un quinto más dele sueldo, aunque sacáramos más piezas. Pero eso sí, las camisetas, las batas, todo lo que nosotros hacemos, el patrón lo aumentó de precio en un 50%. Y nunca ha sido para regalarnos algo. Nos vendía la misma ropa que nosotros hacíamos. La semana que seguí trabajando, ya hasta me dolía el estómago de pensar en entrar en el taller. Entonces me decidí y metí una demanda contra el patrón exigiendo mi liquidación. Nomás que me hicieron transa y tuve que regresar a trabajar.  No importa, ya el trabajo lo hago sin ganas, me vale que quede  todo malhechote.  Y además pienso meter otra demanda contra el patrón exigiendo el reparto de utilidades, que no se nos ha dado desde hace seis años, y la jornada laboral de ocho horas, en lugar de nueve y media que en realidad trabajamos.  O el patrón cede o me corre, y por fin se me quitará ese dolor de estómago que siento al entrar al taller.”

Fotografía de Luis Carbayo/Cuarto Obscuro

 

Diciembre de 1986

 

Dos pilotes de madera detienen la vieja fachada colonial de la vecindad del a señora Guadalupe Gómez. Atrás de la puerta lo que antes eran viviendas ahora es un lote baldío. No hay más. Sólo el viejo letrero de “Se hacen costuras” clavado en la puerta colonial recuerda otros tiempos.

“Virgen Santa, sentí que era el fin del mundo, que nos moríamos todos, y casi. Yo estaba en Michoacán, en casa de mis hijas, cuando sentimos que las paredes se nos venían encima. Pasó. Allá estuvo duro pero no tanto.  Se cayó el DF. Ya no hay ciudad de México, decían los periódicos de provincia. A nosotros nos fue mal, decían, pero a los chilangos les fue peor. Y como el chilango es muy alzado y por allá no los quieren, no faltaron los chistes, las bromas. Yo me la pasé llorando los dos primeros días porque mi hija no me dejaba regresar.  “¿A qué vas para allá si ya no tienes casa? ¿No me quieres a mí?” Yo ya vivo aquí en Michoacán y yo soy lo único que tienes, ¿o no?, no tenemos más familia en el DF.”

Tenía razón, pero yo no podía soportar la idea de quedarme sin nada de un día para otro. Al tercer día tome mi camioncito.  Llegando a México tome taxi, no me atreví a darle mi dirección. Anduve por ahí y por allá sin saber a dónde ir, nada más viendo que era lo que no se había caído, casi no me fijaba en los edificios derrumbados, me fijaba en que todavía había muchos de pie: me fijaba en las esperanzas y no en las desgracias.  El chofer ya estaba todo mareado hasta que me dijo: “¿exactamente a dónde va, señora?, ¿busca a algún pariente?” Entonces me solté a llorar: no señor, los míos están bien, lo que busco es mi casa. Le di la dirección. Ya íbamos a llegar pero le pedí que me dejara en la esquina., no me atreví  a seguir adelante. “Aquí déjeme” le pedí. Ni me cobró el pasaje, estuve ahí dos horas llore y llore sin parar y sin atreverme a mirar hacia mi casa. Hasta que pasó un chamaquito con comida; me dio café y una torta, y ya me llevaba al albergue cuando le pedí que fuera a ver si todavía estaba mi vecindad. Regresó corriendo: “ya no llore, señora, su vecindad no se cayó”. Me hinqué a media calle a darle gracias a Dios. El señor no me abandonó. Mi casa estaba igualita; más amolado el pasillo, un poco caído el techo, las paredes, como que ya no se querían sostener, pero la vecindad estaba de pie. Mi vivienda también estaba igualita: no se cayó ni un traste. Me recosté un rato para sentir que de verdad eso no se caía. Me quedé dormida hasta el día siguiente.

En la colonia, entre los mismos de aquí hicieron misiones para ayudar a los más amolados. Y los chamacos, tanto vago que ve una, ahora no paraban de trabajar, haga cuenta que todos éramos la misma familia. Unos que en las reconstrucción, otros en las pláticas con la delegación, las mujeres hicimos comedores colectivos. En esas andábamos cuando le pedimos al gobierno que nos ayudara, que también llegara al os pobres la ayuda internacional. Las casas estaban caídas, pero el ánimo no. Entonces se organizó una manifestación, primero en el zócalo y luego en los Pinos, pidiendo ayuda. Pero el presidente no nos recibió. Nosotros íbamos cansados y seguros de que el gobierno ayudaría, pero nos dijeron que el presidente no estaba. ¡Cómo no iba a estar si habíamos avisado con una semana de anticipación! La gente se enojó mucho, más de uno propuso apedrear Los Pinos, agarrarse a madrazos con los guardias. Los organizadores pidieron calma y poco a poco se disolvió la manifestación. Pero volvimos a ir hasta que se recibió a la comisión. Ya así hasta el bendito día de la expropiación de predios. La colonia se puso de fiesta: hubo chicarrón y carnitas en la Plaza de Los Angeles. Una abrazaba a quien se encontrara en la calle. Recobramos la fe en el gobierno pero no por ello dejamos de organizarnos. Los de la Unión de Vecinos, que ya estaban aquí desde antes, lo dijeron: “el gobierno no nos va a arreglar las cosas, de nosotros depende que se cumpla el decreto presidencial.

Mi vecindad no se cayó, pero quedó dañada. Hicieron peritaje y dijeron que se iba a caer en un soplido, que la iban a tirar para hacer otra nueva. Las señoras de la vecindad contentas pedíamos ventanas por aquí y por allá. Hasta que llegó Antropología y dijo que la vecindad era monumento histórico, que no la tiraran. ¿Monumento esas ruinas?, sabrá Dios. Total que en el estira y afloja tiraron todo menos la fachada. Ahora falta que construyan atrás respetando la puerta, ¿qué no pueden tirar primero, construir después y agregarle al nuevo edificio la puerta colonial? Quién sabe. La vecindad tenía siete viviendas – dos de ellas desocupadas- ya ahora quieren hacer sólo cinco departamentos y en los demás áreas verdes. El campo es para los de provincia, para los pastores, los campesinos, no para nosotros, los que necesitamos esas casas, más para los hijos y los hijos de nuestros hijos. Cuando queremos verde nos vamos a Chapultepec o a nuestros pueblos. Lo que necesitamos es grandes parques, no un pedacito verde que no nos sirve ni para tener cochinos, ni para sembrar, ni para bailar, ni para colgar la ropa, porque para eso lo mejor son los patios, los patios grandes como los de las vecindades viejas. Yo no me quise ir al albergue, están como enjaulados. No les importa porque a ellos sí se les cayó la casa. Se los querían llevar a quién sabe a dónde, como ganado, pero no se dejaron y se quedaron aferrados en la colonia. Yo conseguí cambiarme a este cuartito; es más pequeño que mi casa, pero tiene agua y luz. Aquí voy a estar hasta que construyan. ¿Se imagina la cara del maldito dueño cando expropiaron? Por fin voy a tener una casa, un terruño.

Dios es amigo de los pobres. Antes de que tumbaran la vecindad organizamos una misa en el patio. Ese mismo día saqué de mi vivienda las camas, la vitrina, la televisión y la estufa, era todo lo que tenía. Después de la misa vino la fiesta: ya tronó ésta pero vendrán mejores tiempos. Hubo ponche y música hasta la madrugada. Que nos va a costar la nueva vivienda, sí, pero no se sabe cuándo ni cuánto. Quién quita y la podemos pagar vendiendo la puerta ésa, que es que es muy valiosa.

De salud no he estado muy bien y perdí el trabajo, pero vivo feliz y no me falta de comer. Hace año y medio iba rumbo al taller, cuando salí del metro y sentí que me querían arrebatar la bolsa. Me defendí y en una de ésas me tropecé. Salvé la bolsa pero me disloqué el brazo. Me tuvieron que operar, luego salí a tender la ropa a la azotea y me volví a caer. Después de subirme a un camión también me caí. Así a cada rato. Estoy toda rota y descosida como muñeca de trapo. La primera vez me incapacitaron en el trabajo pero las demás ya no. Me echaron por la edad y me dieron una pequeña jubilación de trece mil pesos mensuales. Lo único que lamento es que fue antes del terremoto. El taller queda por Naucalpan y ahí no pasó nada, pero a raíz del temblor empezaron a organizarse las costureras. Yo fui a una asamblea, ahí en la calle frente a la Secretaría del Trabajo, donde eligieron a un representante. También fui a muchas comisiones de aquí de la colonia para ayudarlas. Ellas lo único que querían era a sus muertos y a sus máquinas. No les importaron sus trabajadoras. Ellas también querían a las máquinas, una se encariña con lo que trabaja, pero no las querían sin sus compañeras. Las querían para seguir trabajando y no para que el patrón las metiera en una bodega, por eso se oponían a que saliera primero la maquinaria y después las trabajadoras. Ellas no querían estar con el patrón pero las circunstancias las obligaron. Nosotros las ayudamos hasta donde pudimos; con comida, con vivienda. Hasta que ganaron. Yo ya veo difícil que le patrón pueda volver a correr a una trabajadora así no más como me sucedió a mí. Es más, ya fui al Sindicato 19 de Septiembre y van a tramitar que se me pague por mi antigüedad.

Vivo de trece mil pesos mensuales. No pago renta. Mi yerno se fue de mojado al norte; le manda dólares a mi hija y ella me convida un poco de lo suyo. No puedo coser desde que me disloqué el brazo. Vendí mi máquina. Por eso dejé el letrero aquel en la puerta de la vecindad, es un recuerdo y me gusta verlo cuando paso por ahí. Desde que no trabajo he aprendido a no despilfarrar. Trabajar cuesta: el trasporte, el almuerzo, y lo que va uno botando con antojitos y porquerías en la calle. Ahora que no salgo de mi casa gasto mucho menos. No me falta comer: alitas de pollo un día, rabadilla otro, retazo con hueso, arroz, frijol, tostadas, 50 pesos de verdurita. Todos los días invento algo, como sabroso, no me quejo. A veces hasta me sobran algunas moneditas y le compro juguetes a mis nietos.

¿El país?, no sé de nosotros depende que no se vaya a pique. El próximo año voy a votar por el PRI si el gobierno sigue ayudando al pueblo. Pero el gobierno no ayuda al pueblo más que cuando el pueblo quiere. El señor presidente no nos regaló las viviendas. Nos vio enojados y por eso expropiaron. Mejor para él y para nosotros. Si el gobierno ayuda el pueblo responde. Si no ayuda también responde, pero contra el gobierno. ¿N ole digo que muchas ya querían apedrear Los Pinos, por no decir que hasta quemarlo? Estábamos indignados.

Si reconstruyen la vecindad, si de verdad nos dan una vivienda digna, entonces sí voy a recuperar la fe en el gobierno. A lo mejor voto por el PRI, pero yo no soy borrega de la delegación. Y aunque Habitación Popular nos está ayudando, no asisto a los mítines ni a los actos a los que nos invitan. Nos invitan porque quieren pararse el cuello. Yo sólo soy oveja del Señor, que él disponga de mí. Y le voy a dejar la casa a mi hija, a la memoria de su padre que era chilango, aunque ella diga que es mejor vivir en Michoacán, de donde es su marido. Ya un día de éstos le voy a rendir cuentas al Señor. No importa. Estoy lista para eso. Y más ahora que ya le puedo dejar algo a los míos: el humilde cuarto donde viví con mi difunto esposo.”

Fotografía de Cuarto Obscuro.





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