• Julio Glockner
  • 13 Noviembre 2014
".$creditoFoto."

Este texto fue presentado por su autor en el foro Cátedra Latinoamericana Ignacio Ellacuría de Análisis de la Realidad Política y Social, llevado a cabo la semana pasada en la Ibero Puebla.

 

El territorio que hoy conocemos como México nació dos veces: su primer nacimiento ocurrió con la conquista y colonización española, que dio lugar a un prolongado mestizaje genético y cultural en el que se fusionaron las tradiciones mesoamericanas con las europeas; el segundo nacimiento fue político y comenzó con el triunfo de la independencia de España, que dio origen a lo que hoy conocemos como nación mexicana.

En ambos casos, por distintos motivos y esgrimiendo las más diversas razones, los pueblos originarios y sus descendientes han sido, y continúan siendo, considerados como una especie de anomalía que se debe extirpar radicalmente, o extinguir pacientemente, o, al menos, ocultar y disimular. Veamos algunos momentos, significativos en la historia de nuestro país, de este rechazo a la otredad.

Durante los primeros años de la conquista, los españoles se preguntaron insistentemente si los indios tenían alma, lo que justificaría su absoluto sometimiento en caso de que las especulaciones teológicas concluyeran que carecían de ella. La duda sobre la racionalidad de los indios fue analizada por la Real Audiencia y después por el Real Consejo de Indias. Fue hasta que el papa Pablo III dictó la bula Sublimis Deus, en 1537, que se comenzó a reconocer oficialmente la racionalidad de los indios. Digo oficialmente, no socialmente, pues hasta los tiempos modernos llegan las huellas de la subestimación que la racionalidad occidental ha tenido con otras formas de concebir y vivir el mundo.

El reconocimiento de su igualdad racional tenía como propósito fundamental que fueran admitidos como cristianos, es decir, se trataba de reconocer una cualidad espiritual en el Otro que lo convirtiera en un ser susceptible de ser redimido, pues vivía inmerso en las tinieblas mentales y los engaños del Demonio. De este modo, se procedió a bautizar multitudes de nativos  a partir de que la bula papal se dio a conocer en la Nueva España, en 1538.

Al año siguiente, el obispo fray Juan de Zumárraga convocaría a un concilio eclesiástico para ratificarla. Fue Zumárraga mismo quien encabezó la quema de cientos, o quizá miles de códices que contenían información histórica y mitológica, conocimientos astronómicos y abundante información sobre la cosmovisión de los pueblos nahuas. Todo en nombre de La Única Verdad: la verdad cristiana. El indio sólo podía ser admitido como vasallo del rey, como trabajador sometido a un encomendero, y como cristiano bautizado sometido a la iglesia católica. El indio sólo podía ser admitido si se transformaba en algo distinto de lo que hasta entonces había sido.

Si damos un salto de 300 años y nos ubicamos en el siglo XIX, vemos que el panorama no ha cambiado sustancialmente. Han cambiado los argumentos pero no la idea de fondo: el indio, para integrarse, ya no a la comunidad cristiana, sino a la nación recién nacida, debe dejar de ser quien es para convertirse en otra cosa, en un sujeto en el que el Estado pueda reconocer un ciudadano, según los criterios liberales provenientes tanto de la revolución francesa como de la constitución de los Estados Unidos de América, que sirvió de inspiración y modelo para nuestras constituciones de los siglos XIX y XX.  

Desde su nacimiento en los albores del siglo XIX el Estado mexicano ha hecho un esfuerzo perseverante por consolidar una nación. Esta gigantesca tarea se ha llevado a cabo partiendo de un principio liberal que hasta la fecha ha sido inamovible (a pesar de las reformas constitucionales que reconocen la diversidad cultural del país), ese principio establece que La unidad nacional se construye a través de la unidad cultural.

Este principio alcanzó su expresión más acabada en el Nacionalismo Revolucionario que inició con las instituciones y proyectos implementados en el terreno de la educación y la cultura por José Vasconcelos, encontró momentos de una entrega entusiasta con las misiones culturales y la educación socialista durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, para después convertirse, gradualmente, en un ejercicio demagógico e inútil debido a que el afán por construir una sociedad culturalmente uniforme ha mostrado ser un rotundo fracaso.

Pongamos por un momento nuestra atención en una de las fuentes del siglo XIX que alentaron la idea, durante todo el siglo XX, de que era posible, como una condición indispensable para el desarrollo, asimilar culturalmente a la población indígena disolviendo sus formas de vida arcaica en las de una modernidad que se presentaba como La Única Solución a nuestros problemas de atraso y pobreza respecto a las demás naciones. Escuchemos al doctor José María Luís Mora, uno de los liberales más connotados del siglo pasado:

“Una de las cosas que impiden e impedirán los progresos de los indígenas en todas las líneas, es la tenacidad con que aprenden los objetos y la absoluta imposibilidad de hacerlos variar de opinión: esta terquedad que por una parte es el efecto de su falta de cultura, es, por otra, el origen de sus atrasos y la fuente inagotable de sus errores”.

La Terquedad y la “falta de cultura” como elementos explicativos del atraso atribuido a los indios, sustituyen en este discurso decimonónico al Engaño por parte del Diablo y a la ausencia de la Verdadera Religión, que fueron los argumentos que utilizaron los evangelizadores del periodo virreinal para justificar la urgente tarea de transformar el  alma de los indios y convertirlos en auténticos cristianos. 

La terquedad de los indios es, sin duda, uno de los mitos etnocentristas que desde el mundo urbano se ha forjado en torno a ellos y su cultura. Es muy significativo lo que dice José María Luís Mora respecto a que la terquedad de los indios es el resultado de su “falta de cultura”, pues esto revela la creencia, que llega hasta nuestros días, de que “La cultura” y “La civilización” la poseen únicamente los habitantes de las ciudades.

Son estos, indudablemente, los criterios que aparecen expuestos en el Proyecto de las 7 culturas que el gobierno del estado y los ayuntamientos de san Pedro y san Andrés han mostrado hasta ahora. 

No es de extrañar entonces que una de las conclusiones del doctor Mora fuese la siguiente:

“La agricultura mexicana –decía- hará considerables progresos luego que acabe de salir de las manos del indio nativo y pase a las manos del europeo”.

Parafraseando al doctor Mora hoy se dice que Cholula hará considerables progresos cuando acabe de salir de las manos de sus rústicos pobladores y pase a las manos de la modernidad urbana.

 

Las ideas de los liberales, durante el porfiriato, estimularon la política estatal de atraer inmigrantes extranjeros y ubicarlos en asentamientos a lo largo y ancho del país. Esta sigue siendo la política que ha propiciado el abandono del campo, el abandono de la agricultura campesina que hoy expulsa a millones de jóvenes mixtecos, nahuas y mestizos a los Estados Unidos. Estas son las ideas y esta es la política que pretende abrir nuestra agricultura a la siembra de maíz transgénico proveniente de Estados Unidos, que de continuar pondrá en un serio riesgo las variedades de maíz que existen en México como país de origen, en cuyo territorio se comenzó a cultivar hace aproximadamente ocho mil años.

Una cultura es experiencia histórica acumulada –decía Guillermo Bonfil-  se forja cotidianamente en la solución de los problemas grandes o pequeños que afronta una sociedad. En el caso de los pueblos tradicionales esa experiencia histórica ha sido ignorada, subestimada, bloqueada, cancelando sus probables vías de desarrollo, y en consecuencia, frustrando toda posibilidad de construcción de un futuro propio. La cultura dominante en México ha manejado, irresponsable y torpemente, un proyecto que tiende a empobrecer la realidad pluricultural del país.

Las prácticas y conocimientos ancestrales de los pueblos indios y campesinos sobre sus campos de cultivo y su entorno ecológico han sido despreciados y combatidos como si se tratara de errores. Se ha desdeñado la medicina tradicional y los importantes conocimientos de herbolaria como si fuesen simples autoengaños. La Enciclopedia mexicana, por ejemplo, define al curandero como aquél que “hace de médico sin serlo”, ignorando por completo la filiación cultural de algunas enfermedades y el hecho de que desde hace muchos años la medicina tradicional debía figurar ya entre los principales programas de salud pública del país. La riqueza mitológica y ritual de las cosmovisiones indígenas sólo se aprecian en algunos ámbitos académicos; la inmensa variedad expresiva de sus lenguas y tradiciones orales sólo se conocen en pequeños círculos, desde luego que es importante y vital que esto suceda, pero de ninguna manera es suficiente.

Paralelamente a este proceso de desprecio por la cultura popular indígena ha existido un proceso de impostura, más o menos acentuada, con la que el Estado Nacional ha construido la imagen de una indianidad aceptable, es decir, presentable como atracción turística o utilizable en eventos oficiales. Una indianidad postiza en la que políticos y  funcionarios públicos puedan mostrar,  junto con su dentadura reluciente, la burda simulación de su aprecio al pueblo y sus tradiciones. 

El mundo de la cosmovisión y la ritualidad indígena y campesina es el núcleo que organiza y da sustento a las actividades más relevantes de estas culturas: el culto a las imágenes religiosas, los ritos de fertilidad, de propiciación de las lluvias y las fiestas patronales han sido literalmente invadidas por una lógica que les es ajena. Una lógica de promoción política personal externa a la naturaleza del evento, o bien una lógica mercantil que beneficia exclusivamente a los comerciantes locales. 

El problema no es que acudan turistas a estas festividades, pues en los pueblos siempre son bienvenidos los fuereños en estas ocasiones, el problema es que pierda autenticidad el evento ante la imposición de criterios ajenos, mercantiles o políticos,  que pretenden “mejorarlo”: el problema es que se tomen decisiones que no provienen directamente de los protagonistas de estas festividades. Las fiestas de carnaval adquieren cada vez más la forma de un desfile; los voladores de Papantla, fuera de su contexto ritual, se han convertido en un acto de acrobacia; las ofrendas a los muertos han sido inscritas en la lógica de la competencia y el premio; la fiesta de Cuetzalan se ha convertido en un concurso de belleza; la de la Guadalupana sigue siendo conducida por Televisa; la Guelaguetza o el Atlixcáyotl, de por sí festividades artificiales de reciente creación, son foros públicos donde los gobernadores hace acto de presencia buscando el aplauso de la gente, aunque a veces lo que encuentran son abucheos, como le sucedió a esa preciosidad que tuvimos de gobernador. 

En todos estos casos y en muchos más, la intervención indebida de las autoridades, que no pueden acudir como simples ciudadanos, sino que condicionan su apoyo a cambio de ser ellos los protagonistas, desvirtúan el sentido original de la festividad que consiste en un acto de fe, en la búsqueda de un contacto ritual con el santo patrón, con las fuerzas de la naturaleza o con los espíritus de los muertos.

El conflicto generado en san Andrés y san Pedro Cholula a partir de la presentación en internet del llamado “Proyecto de las 7 culturas” es una confrontación más entre tradición y modernidad, confrontación que se ha producido reiteradamente en nuestro país a lo largo de su historia y que encuentra hoy nuevas formas de incomprensión, entre una modernidad urbana que se abre paso violentando las formas de vida tradicionales, y una tradición que ha ido construyendo su propia modernidad, sin agredirse a sí misma y buscando colocar las costumbres ancestrales de manera que puedan perdurar en un ambiente que las hostiliza y pretende su desaparición en nombre del progreso.

Si bien es cierto que toda tradición se sustenta en la preservación de las prácticas y valores del pasado y que la modernidad es una permanente propuesta de futuro, el conflicto entre tradición y modernidad no es un conflicto entre gente aferrada a un pasado que quiere inamovible y gente que se propone mejorar el presente, como astutamente dicen los políticos interesados en presentarse como eternos benefactores invocando la modernidad.

El conflicto entre tradición y modernidad es, más bien, una contradicción entre dos presentes, cada uno con su propia y singular actualidad. La modernidad tiene su propia tradición, que Octavio Paz calificó como la tradición de la ruptura: una permanente ruptura con el pasado. La tradición, por su parte, tiene su propia modernidad, que ha consistido en la búsqueda de continuidad para adaptarse a una cambiante actualidad, es decir, para construir un futuro propio, que le pertenezca realmente y no que le sea impuesto.

Click HERE is best bookmaker in the world.
Offers Bet365 best odds.
All CMS Templates