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He tenido la suerte de ser amiga del Dr. Jaime Bárcena Villegas desde el momento en que lo conocí hace 33 años. Muchas cosas pasaron desde entonces que nos hubieran podido distanciar, pero no,  nunca perdimos la amistad, lo cual hubiera sido una desgracia, porque perder la amistad de alguien como Jaime hubiera sido no solo perder el gusto de su presencia, sino de todo lo que emana de su persona sabia y generosa. Ayer cumplió 87 años. Jaime se recibió de médico cirujano y  gastroenterólogo cuando yo aún no había nacido, pero ese manojo  de años que nos distancian hace aún  más interesante  su amistad, porque entre otros dones, Jaime tiene el de la memoria inteligente , así que entre todo lo que recuerda , narra historias de la generación anterior  a la mía con lujo de detalles curiosos y  divertidos, además de recordar a la perfección eventos que vivimos durante la larga convivencia que compartimos mientras estuvo casado con una  entrañable amiga mía. Jaime ha sido buen marido y mejor ex-marido, así que en el reparto de las amistades que suelen dejar las guerras del divorcio, en el caso de Jaime, y gracias a su inteligencia emocional, no hubo bajas hacia ninguno de los dos lados y todos seguimos siendo amigos.

 

 Jaime ejerció la medicina 55 años. Se levantó diariamente a las cinco y media de la mañana para llegar a las siete en punto a ejercer la medicina en los hospitales públicos en los que trabajó  cotidianamente en los quirófanos  llenos de estrés y trajín. Por las tardes atendía su consulta privada. Muchas veces supe que ya cambiándose de ropa para abandonar el hospital, veía entrar pacientes con cuadros complicados, muchas veces niños; cuando él sabía que serían atendidos por doctores novatos o sin la capacidad técnica para el caso, se regresaba, se volvía a poner la ropa de cirujano e intervenía o guiaba la operación sin cobrar horas extras. Como maestro de otros médicos dejó una huella honda de conocimientos, ética y sencillez.  Cobraba lo justo a sus pacientes,  pero siempre de menos o nada a quien él notaba que no podía pagar.

 

A la mitad de su vida perdió a su único hijo hombre, un joven de 19 años víctima de un acto violento e injusto que jamás fue esclarecido. Sé que algo así deja cicatrices imborrables, pero Jaime supo sobreponerse a su pena y llevar las cosas con la generosidad necesaria para sacar adelante al resto de su familia. Tristeza sí vi en él, pero amargura y resentimiento nunca.

 

El sábado Jaime y su esposa Vicky nos invitaron a comer a dos parejas para celebrar su cumpleaños. Además de ser un conocedor de música, historia y literatura, después de cumplir los cuarenta años  empezó a interesarse por los vinos y toda la ciencia, la técnica,  el arte y la historia alrededor de su cultivo y producción. Es uno de los grandes conocedores de vinos del país y desde luego, de Puebla.  No es un enólogo, experto en hacer y ayudar a conducir el proceso de hacer vinos,  es un enófilo,  alguien a quien le gusta tanto el vino que su sana pasión por este lo lleva  a convertirse en un conocedor extremo  y un degustador excelente. Desde que se retiró de la medicina hace unos pocos años, se ha dedicado a dar cursos de historia del vino acompañados de catas de vinos accesibles, pero a veces también rarísimos. Su extraordinaria memoria y su amena forma de explicar, hacen de él un maestro extraordinario.

 

Uno de los invitados del sábado, Enrique, es un hombre que le tiene aversión a la realidad y sus vilezas. Aunque puede hacerlo,  prefiere evitar el manejo de la frustración innecesaria derivada de hablar de lo que no podemos resolver. Prefiere no oír hablar de nada que perturbe su equilibrio emocional, así que enfáticamente nos pidió que no habláramos de tragedias, accidentes, asaltos, enfermedades y mucho menos de política y clero. Para que entiendan su carácter hay que contar que a su mamá la sacaron del colegio siendo muy niña porque no soportaba el olor a lápiz. Hecho el acuerdo, la conversación giraría sobre recuerdos y  anécdotas agradables y las tres botellas de vino que nos tomaríamos en la comida. Sabio acuerdo. No hubo una sola voz estridente que alterara la paz de la mesa.

 

 Los tres vinos que tomamos fueron del Valle de Napa, en California. El primero fue un vino blanco -La uva- nos dijo Jaime- es una transportadora de los aromas de la tierra, y ya en la barrica, transporta también los olores de la madera. ¡Qué frase tan bonita! Yo quisiera haber sido uva y haber transportado cosas tan profundas, pero solo fui dotada medianamente con el don de la conversación y en los momentos de tomar tan rico vino mis temas estaban acotados al extremo por las reglas de la conversación que puso Enrique y que todos, afortunadamente, aceptamos.

 

El segundo vino fue tinto, un Chateu MONTELENA 2008,  hecho de uva Cabernet Sauvignon. La historia de la casa que produce ese vino data de 1882, según decía la etiqueta, fecha en que una familia americana empezó a hacer sus primeros esfuerzos en un pequeño viñedo. Sus vinos iban mejorando poco a poco  y durante 40 años, hasta que en 1922  se decretó la Ley  Volstead de la prohibición del consumo y producción de alcohol en Estados Unidos. La casa cerró y quebró. Sus descendientes retomarían el viñedo en los años cincuenta del siglo XX y sacarían un vino de alta calidad hasta 1970, el Chateu MONTELENA  que estábamos tomando. Noventa años perdidos. Así nos va a pasar con la mariguana Golden de Acapulco. Algún día se venderá en sofisticadas boutiques con una etiqueta de las montañas de Guerrero  que diga: "Casa establecida en 1901". Este comentario estuvo prohibido en la mesa, pero lo puedo hacer ahorita. Casi todas las prohibiciones traen desgracias y solo funciona lo que se hace por convicción.

 

El tercer vino y el último, fue un vino hecho  también con uva blanca, un vino que lleva el hermoso nombre de VINO DE HIELO, Einstein en alemán. Se llama así porque está hecho de uvas que se dejan helar intencionalmente en el campo. El primer vino de hielo  se produjo en Alemania y se debió a un infortunio del clima que acabó convirtiéndose en fortaleza. Al helarse, la uva pierde el agua y a la hora de prensarse solo queda la esencia. El resultado de ese accidente fue un sabor dulce y concentrado  de especies y pétalos de rosa. ¿No quisiera uno oler a eso? Yo sí.  Otros países copiarían magistralmente el vino de hielo, entre ellos España y Estados Unidos. No es lo mismo tomar una copa de este vino conociendo su origen y narrado por una voz conocedora que tomárselo bañados de ignorancia. Toda la percepción cambia.  El don de la elocuencia es lo que crea a un buen catador y a un buen conversador. Es la forma de hablar del vino o de narrar las memorias de lo que hemos vivido lo que hace entrañable un momento. Requiere de un acto de imaginación de la mente y la memoria, más  el don de lenguas, la palabra exacta y el gesto y tono precisos para describir las impresiones o conocimientos de manera que sean fáciles de entender y disfrutar. Un buen conversador siempre estará tocando sutilmente el arte de la buena actuación.

 

Así, en el dulce hacer nada de beber, catar y conversar , pasamos una tarde memorable celebrando a un ser excepcional y sin edad, Jaime Bárcena, un hombre con la curiosidad de un niño, el ímpetu y la energía de un joven y la sabiduría y sencillez de los hombres que merecen  llamarse en todo el sentido de la palabra, buenos. Salud Jaime, es un honor tenerte como amigo.