• Sergio Mastretta
  • 07 Febrero 2013
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Por: Sergio Mastretta

 

Mi abuelo Carlo Manstretta, italiano llegado a México en 1901, encabezó como ingeniero la construcción para El Mayorazgo el sistema hidráulico para la generación de energía eléctrica con las presas La Carmela y la Carmelita, entre 1906 y 1909. Él trabajaría por más de treinta años para la familia Rivero Quijano, propietaria de la fábrica desde los años sesenta del XIX. El terreno en donde vivo lo heredó mi padre del abuelo en el año 1950. Aquí vivimos desde 1980. Hemos sido vecinos de una fábrica ya para entonces muy vieja, y metida en una huelga provocada por los patrones en 1988, y a la que se dejó morir en 1993. Por más de tres años los vecinos de Mayorazgo vimos a los obreros resistir un paro larguísimo con el bote en las manos, solicitando en las esquinas la solidaridad de los automovilistas. Fue una huelga nacional. El propietario de la fábrica de Mayorazgo, Roberto Real de la Mora, era presidente de la Cámara Textil en México. Su planta, como todas en el país, había sufrido la decisión del gobierno de abrir las fronteras a los productos textiles. Las consecuencias para una industria protegida como la textil mexicana fueron brutales: en 1980 había más de 50 mil obreros en la industria textil poblana; para 1993 no quedaban más de 14 mil. Entre ellos se fueron los de El Mayorazgo, del grupo Atoyac Textil. La empresa llevó la huelga hasta el extremo del cierre. En 1995 tronó la economía mexicana, y la suerte de la fábrica quedó echada. Un larguísimo conflicto laboral terminó en el vacío: la fábrica cerrada; el patrón en el paraíso; ; los líderes sindicales vaporizados;  la maquinaria rematada al mejor postor; los trabajadores en el olvido.

Y el casco industrial intacto y con su caldera y su silbato vivos para llamar al día  Mayorazgo todos los días a las seis de la mañana.

 

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Treinta años he vivido junto a la fábrica El Mayorazgo. Cada quien tiene su memoria. Esto recuerda mi hija Alicia de sus expediciones por la planta en 1998:

“Las ruinas de la Fábrica de Mayorazgo las tengo en recuerdos de mi infancia y adolescencia. Había dos pisos, en algunas partes tres. Había un pasillo largo en medio de la planta baja, estrecho. Con bocas oscuras que abrían a galeras oscuras en el ala de la izquierda, caminando del río hacia la 11 sur, con bocas de luz del otro lado, donde el techo había colapsado o era los restos de una serie de tragaluces. El piso estaba empolvado pero era piso. En cambio, en una sección del otro lado crecía una pequeña selva, tal vez fue un patio interior. Al final de la galera iluminada había unas escaleras a una oficina, había papeles, algunos quemados. El cuartito tenía una ventana larga, como para poder percibir todo movimiento en la galera iluminada. La galera oscura tenía máquinas y carretillos de madera de más de un metro de largo. 
            “La planta baja no la visité mucho de niña, le temía a las jaurías de perros o a encontrar otras personas. A veces las escuchaba desde arriba. Ese piso era en parte el techo de la galera iluminada, en parte pequeños cuartos enverdecidos con enredaderas y en parte un pasillo al aire libre que terminaba en un tobogán de cemento pulido. Fuerza de gravedad aplicada a transportar algo hacia un cuarto ya muy cerca del Atoyac. En este cuarto, de nuevo en la planta baja, era común encontrar una silla de plástico rota que servía de avalancha (yo no era la única visitante). Muy cerca había una serie de compuertas y canales que al final daban al río. El agua entraba por aquí y por allá.

“En el otro extremo, del lado de la 11 Sur, estaba la entrada. Un portón grande daba a una explanada, del otro lado un jardín con cipreses y buganvilias que dejados a su suerte crecieron como no he visto en ningún otro lado. Había otra serie de pequeñas oficinas. Incluso una máquina de escribir y papeles. La luz se terminaba donde empezaba la boca del pasillo estrecho, cerca había una escalera de caracol. Subía hasta la chimenea de ladrillo naranja. Destacaba porque todo lo demás era blanco, las paredes, las columnas y los techos se sentían blancos a pesar de la humedad y los años. Se sentían blancos porque eran blancos, y la fábrica se sentía como una fábrica porque no era cualquier edificio abandonado.”

 

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Esa fábrica está destruida. A la vista de todos. De la mía, que soy su vecino. De la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, cuyo pomposo Complejo Cultural Universitario queda a quinientos metros. De los gobiernos estatal y municipal que no han hecho absolutamente nada por impedirlo. Y del Instituto Nacional de Antropología e Historia y CONALCULTA, las instituciones federales a cargo del patrimonio histórico de México.

Ahí están las imágenes para confrontar cualquier vergüenza.

 

(*) María Teresa Ventura Rodríguez, “Colonia el Mayorazgo, algunos aspectos sociales y culturales, Congreso Internacional 1810-2010: 200 años de Iberoamérica”, en 200 años de Iberoamérica (1810-2010): Congreso Internacional : Actas del XIV Encuentro de Lationoamericanistas Españoles, Santiago de Compostela, 15-18 de setiembre de 2010 / coord. por Eduardo Rey TristánPatricia Calvo González, 2010, ISBN 978-84-9887-290-3, págs. 713-730.


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