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Del absurdo cotidiano/Revista Nexos

 

14. dic. 2014

Ahí viene Catalina y con ella no se juega, me dice mi conciencia al despertar. La infancia es un tatuaje y yo hice con la navidad tal escándalo a lo largo de su vida, que mis hijos la disfrutan tanto como yo cuando eran niños. Llegando el trece de diciembre y una vez pasada la ensoñación Guadalupana, para nosotros empezaban las fiestas. Ya desde hace más de cincuenta años estaba prohibido cortarles las puntas a los árboles de la montaña para venderlos en la ciudad, pero en mi casa, tan fascinada siempre con la naturaleza, nadie se daba cuenta de que en hacerlo había algún daño. Así que nuestras madres recibían a Cristobalito en la media luz de la cochera y ahí elegían cada una el suyo. Cristobalito era una campesino puntual que año con año despuntaba varios árboles y los bajaba cargando desde la Malinche. Quince pesos costó nuestro árbol una vez. No recuerdo cuál vez. Pero quizás tendría yo once años. Hace muchísimo. He dicho ya que “las mamás” eran tres hermanas con veinte hijos entre todas. Pero estamos ahora en la mía que era perfecta y como tal se organizaba para elegir el que también a nosotros nos parecía el mejor. Dedicaba tal paciencia y encanto a iluminar la casa que lo mínimo que pudo suceder es que nos heredara la certeza de que en todo ese juego hay alegría. Así que como toda buena herencia, yo me he hecho cargo de cuidarla y es ésa la razón por la cual con Catalina no se juega. Como viene para el 24, hay que poner un árbol con luces y esferas aunque nuestro país ande achicopalado. No estaba mejor hace 20 años y pusimos siempre uno. Era divertido ir a buscarlo con Don Lino, dar de vueltas en torno a varios y por fin elegir el más parejito. Ya entonces los traían de Canadá en donde los cultivan, para eso, en territorios eternos. Así que la culpa y la clandestinidad dejaron de serlo, pero la fiesta era la misma. De cualquier modo, llevaba yo un tiempo huyendo de la tala, incluso la moderada, y librándome de la polvareda y el cansancio que es poner y quitar un árbol pero, al tiempo, perdiéndome de la diversión de ir a buscarlo. Así que ahora, cuando me detuve en el camellón presidido por doña Julia y su familia, me bajé del coche y metí el cuerpo entre la fila de arbolitos que ella elogiaba sin cesar mientras iba y venía enseñándolos, sentí el vuelco de un deleite olvidado. Ella le quitó una ramita a cualquiera y la desbarató frente a mi nariz poniéndome luego entre las manos las briznas con olor a presente perfecto. Julia es una mujer como de cincuenta años. No pierde el tiempo, mientras le da por su lado a una clienta que quiere árbol grande, no quita el ojo de una familia que ha llegado en busca de uno mediano. Como si los hubieran dibujado para entrar en la acción de mi película animada, llegan un niño, una niña, su papá, su mamá y un perrito. Con un ademán Julia me pide que no me vaya y camina con ellos. El papá no está de acuerdo con el precio. Les enseña uno más chico, dicen que también está caro. Se van. A mí me ha aparecido una lágrima salida de no sé dónde. “De esa tamaño estaban mis hijos hace un ratito”, le digo a Julia como si hablara yo con una larga amiga. Ella ha vuelto a acercarse para saber en qué va mi deliberación. Tiene los restos de una rama enredados en la cabeza. “Así es”, me contesta, “en cuanto que crecen los niños y se van”. “Los míos aquí están”, le digo. “¡Ah, entonces me despreocupo”, contesta como si hubiera estado dispuesta a acompañarme en una pena. “Yo creo que el que le queda a su casa es éste de aquí en medio.” Le he contado que mi casa tiene techos muy altos y espacios no muy anchos; y ella se la ha imaginado a placer. Nunca había yo confiado en una vendedora con tanta claridad. “Éste de la punta larga, que total si está muy larga se la corta usted allá. Éste, si le ocupa mucho espacio abajo, le achica las orilla de las últimas ramas. Yo creo que éste le queda a usté”. Mientras habla da vueltas señalando a una lado y otro. Contenta con su pequeño bosque en mitad de la calle. “Tiene usted toda la razón Julita, total es cosa nada más de cada año”. “Sí. Y en cuanto que se pasa el año, para el siguiente ni se le ocurra eso que dice usté de ir a Jamaica, aquí la espero. ¿Dónde está su camioneta? Tengo buenos cartones para que no se le raye su techo. Muchachos, éste se lleva la señora ¿y qué más?” Le cuento que he recorrido las tiendas de auto servicio y que no encuentro unos focos de leds. Ella me jala hasta otro lado de su mercado y me enseña que ahí los tiene. Acordamos que es una barbaridad esto de que en las tiendas grandes la Navidad empiece en octubre. “No, cuándo iba usted a estar pensando en focos desde entonces, usted tiene su trabajo, yo porque éste es el mío. Yo sí todo el año ando buscando de esto. ¡Mire mis piñatas! Todo el año las vamos haciendo. Hasta me traigo un muchacho de su pueblo para que me ayude, pero ahorita ya se fue ya no le puedo hacer nada nuevo, sólo esto es lo que hay. ¿Pero piñatas moradas, marchanta? Moradas nos las piden. Para el otro año yo le encargo una plateada. “órale pues, plateada que se le hagan”. “Voy a probar los focos y si quedan bien vengo por otros”, le digo mientras ella acaba de dirigir la maniobra de que sus muchachos suban el árbol a la camioneta. “Está bien marchanta, la veo por aquí, se está usted llevando un arbolazo”.

Le pago con un gusto que hace mucho no pongo en pago alguno. “¡Un arbolazo!”, digo al llegar a mi casa. A ver ahora qué saco para poder meterlo. Por lo pronto, lo que ya cupo dentro es la sonrisa con que Julia vende sus árboles como si los regalara.

Fotografías de Benjamin Blonder: Oyamel (Abies religiosa) en la Malinche.