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Voy volando sobre el Atlántico. Cuando llegue a la Ciudad de México será 16 de abril. A Araceli Pérez Darias la mataron ese día de 1979, en León, Nicaragua. Dos meses después León fue el primer territorio liberado por las fuerzas sandinistas de las que Araceli formó parte y 35 años después es que vivo en la tierra de donde salió su familia y dónde aún quedan Darias a quienes contarles lo que fue de su pariente mexicana.



Desde hace algunos meses que termino de escribir mi tesis en el IIsland Ecology and Evolution Research Group del CSIC, que está en las Islas Canarias. No estaba pensando en Araceli mientras empacaba, mucho menos recordé que su familia es de las Islas Canarias y que ella, de nacionalidad mexicana, en realidad nació ahí. Y sin embargo, de entre todos los libros que dejé en una caja, tuve el impulso de tomar el de Araceli, Nicaragua 1976-79: La libertad de vivir, y llevarlo conmigo a Tenerife.



Araceli, Nicaragua 1976-79: La libertad de vivir, es un libro escrito por Emma Yanes Rizo, mi madre, y publicado por Itaca como parte de una colección de historia de movimientos de izquierda en Latinoamérica. El libro es una serie de testimonios sobre la vida de Araceli desde poco antes que decidiera unirse al Frente Sandinista de Liberación Nacional hasta su muerte tres años después. No puedo repetir aquí la historia del movimiento social que el libro documenta. Tampoco puedo duplicar la sensibilidad con la que sus entrevistas logran aterrizar los datos históricos en lo que significaron para la vida y decisiones de personas como Araceli. 

Para eso está el libro y se los recomiendo, pero he de cualquier modo de intentar un resumen:

 

Araceli era hija de un matrimonio español emigrado a México sin problema económico alguno, de arraigada educación católica y cuyo padre había servido, orgulloso, a Franco durante la Guerra Civil Española. Araceli había estudiado psicología en la Ibero y tenía 30 años cuando decidió incorporarse a la guerrilla nicaragüense. A su madre le dijo que se iba a Madrid, a algunos de sus hermanos y  a su padre, el franquista, la verdad. A mi madre, que para entonces tenía 15 años y era su vecina, le encargó que cuidara a su gato. Los tres años siguientes los pasó un tanto en la montaña, un tanto en comunidades rurales y otro tanto haciendo de contacto en otros países de Centro América. Aprendió a sobrevivir en la selva, a hacer de enfermera y a disparar. Enseñó a leer, dio clases de política y economía, fue parte del sistema de logística y estrategia del movimiento, y mató como se mató durante los muchos enfrentamientos contra el ejército somocista. Su nombre real se quedó en México y vivió bajo tres pseudónimos: Argentina, Tere y Pilar. Se llamaba Pilar y estaba en una reunión en la ciudad de León cuando la guardia somocista los descubrió. A los hombres les dispararon ahí mismo, a las mujeres se las llevaron, las torturaron y asesinaron después. Su silencio permitió que no se desmantelara la insurrección en la zona occidental de Nicaragua. Dos meses después León fue la primera ciudad en ser liberada y se capturó una tanqueta, que fuera regalo del dictador cubano Fulgencio Batista al dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Los guerrilleros bautizaron la tanqueta como Araceli  y se la llevaron, unos montados, otros corriendo al lado, a Managua, para festejar el triunfo del movimiento el 19 de julio de 1979. Hoy la tanqueta está en León  --durante muchos años permaneció en las Instalaciones del Estado Mayor del Ejército de Nicaragua en Managua--, Araceli en el panteón de León y la sociedad nicaragüense aún construyendo los hilos de su futuro.

 

En noviembre me puse a releer el libro y me di cuenta de que lo había llevado a la tierra de la madre de Araceli y donde ella nació. Se lo conté a la autora y decidimos que el libro debía llegar a manos de sus parientes. Pocos días después tenía yo la dirección de correo electrónico de Carolina Darias San Sebastián, prima en algún grado. Quería dárselo el 30 de noviembre, para conmemorar el natalicio de Araceli, pero Carolina vive en Gran Canaria y yo en Tenerife y no logramos conjuntar agendas a tiempo. Luego descubrí, en esos letreros que se ponen fuera de las oficinas de la gente, que una compañera de trabajo se apellida López Darias. Y sin mayor explicación, o más bien con una muy pobre y atrabancada, fue que un día llegué al cubículo de Marta López Darias y le dí el libro. Le pedí que si le parecía bien lo leyera y me lo devolviera, pues no sabía si lo de Darias sería más bien una coincidencia y ya se lo tenía prometido a Carolina.

 

Marta trabaja con mamíferos y reptiles en temas de ecología de islas. Es una científica brillante y una canaria de las que acentúan cada frase con el chachi léxico de las islas. No sé qué habrá pensando ni qué estaría esperando encontrarse en las páginas del libro. Cuando hace poco le pedí su opinión me dijo que aún no lo había podido terminar. No la culpo, Araceli, una tanqueta no es una novela ligera sino la crónica de la guerrilla nicaragüense contada a pedazos por quienes conocieron a una de sus participantes. El libro incluye un glosario y una cronología, pero Marta se ha dado a la tarea de leer el libro buscando más información sobre cada acontecimiento, lugar y grupo. “Es una historia que no nos enseñaron” me dijo mientras removía en un vaso un tercio de leche condensada con dos los tercios de café (costumbre canaria). “Aquí aprendimos de los griegos y las guerras del Imperio Romano, hace unos meses el nombre de Sandino me hubiera sonado a Latinoamérica, pero no hubiera podido ubicar nada más específico”. Y eso que Canarias no se siente, al menos no para mí, como Europa, sino como un pedazo de Latinoamérica alejado en el mar. Prácticamente todas las familias están partidas entre el archipiélago y Venezuela o Cuba, y la comida, la forma de hablar y las cicatrices del colonialismo recuerdan más a la cultura hispana al oeste del Atlántico que a “La Península”.

 

Luego me puse a reflexionar. La verdad es que creo que en México tampoco nos enseñan como tal la historia reciente de Latinoamérica. La Revolución Cubana sí, también recuerdo que La noche de Tlatelolco fue lectura obligada y algo nos habrán dicho de Perón, Pinochet y los refugiados políticos en México. Pero no mucho más. Lo digo de memoria y tal vez el plan de estudios no merezca mis reproches, pero no creo que la guerrilla de Nicaragua, ni la de Guatemala con quién compartimos frontera, por no decir los movimientos que surgieron en el propio México, estén en los libros de texto, o cuando menos no con el detalle que creo se necesita para entender de dónde venimos. No es un pasado inconexo ni una memoria histórica, son procesos que siguen y que a mi parecer explican mucho de lo que las sociedades latinoamericanas somos hoy, igual que mucho de Europa sigue palpitando sobre las cicatrices de la segunda guerra mundial. 

Fotografía del funeral de Araceli y sus compañeros en la ciudad de León, en abril de 1979. Tomada del portal memoriasdelaluchasandinista.org

 

 

Hay otra reflexión, la primera, más bien. En una carta a su hermano Araceli dijo: “¿Qué es lo que se arriesga en la lucha?: morir. Pero si no estás te quedas con una vida insatisfecha ¿Qué es lo que se puede ganar?: todo. Recuperar el mundo y en el último de los casos saberse dueño de uno mismo, el haber decidido la vida de uno mismo y dejar de sentirla como algo extraño, como algo que nos angustia, que nos es ajeno, que no sabemos qué hacer con ella.”



 

Toma del comando somocista en León con la tanqueta Araceli, 1979.

 

Marta y yo hablábamos de ello. “Morir sí, pero matar no”, me dijo hablando de sus propios límites. Sí, no sólo a quienes llamamos tiranos matan a otros seres humanos, también los héroes, también los soldados y los guerrilleros. ¿De dónde sacó una estudiante de psicología de la ciudad de México el convencimiento para irse a apoyar un movimiento armado a Nicaragua? ¿Qué pensó la primera vez que una bala disparada por ella atravesó el cráneo de otra persona? ¿A eso lleva hartarse de atestiguar el abuso del poder, la injusticia y la pobreza? ¿Llega siempre el punto en el que la sociedad se rompe y los argumentos se arreglan apilando cadáveres? ¿Cómo ponernos de acuerdo sin llegar a ese quiebre? Yo soy bióloga, lo que más me asombra es la evolución de la biodiversidad, mi curiosidad científica va después a la astrofísica y el origen del universo. Pero a quiénes más respeto es a los científicos sociales, porque son los únicos con valentía suficiente para enfrentar esa pregunta, el más complejo problema y para el que no sé si la solución existe.

 

Como la de Araceli hay muchas historias en Latinoamérica. Algunas famosas, otras que llegan como notas del pasado de alguien que no nos lo hubiéramos imaginado jamás, y unas más, las recientes y parte cotidiana de México, vinculadas a la lucha civil contra la violencia del narcotráfico. A Araceli la admiro con sentimientos encontrados y la lloro como si hubiera sido una amiga con quién debería poder seguir escribiéndome. No sé porqué siento esta cercanía. Tal vez porque de niña, mucho antes de la publicación del libro, reconstruí su historia a partir de conversaciones aisladas e imaginaba que en vez de amiga de mi madre ella había sido amiga mía, o que era yo era yo quién se iba. La historia de Araceli volvió a mí en un momento de mi adolescencia en que creía que los problemas sociales podrían solucionarse rápido. Pensé en Nicaragua y en cómo después de todo movimiento armado, se le sobreviva o no, viene el reto enorme de recuperar a una sociedad fragmentada por la violencia y de construir, saber cómo, un largo plazo que funcione. 

Por lo pronto, la memoria no sobra. El 16 de abril de 1979 la guardia somocista torturó y asesinó en la ciudad de León, Nicaragua, a Óscar Pérez Cassar, Carlos Manuel Jarquín, Idania Fernández, Edgar Lang Sacasa, Roger Deshon y Araceli Pérez Darias. El 17 de julio el dictador Somoza abandonó el país, tres días después la Junta de Gobierno de Reconstitución Nacional arribó al otrora Palacio de Somoza. La revolución había triunfado tras cincuenta mil muertos, cien mil heridos, cuarenta y cinco mil huérfanos, una economía destrozada y una sociedad que necesitó reinventarse. 

La tanqueta Araceli en la entrada triunfal de los sandinistas a Managua, en 1979.