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Quinta y última parte

 

 

La información que presentan los medios de comunicación masivos está sobrevalorada. Dan demasiada importancia a lo que los políticos, empresarios y otras figuras de poder dicen; en pocas ocasiones son presentadas en sus páginas, emisiones y pantallas voces que contrasten esa versión de las cosas.

De igual modo, esos mismos medios prestan poca atención a la vida cotidiana, a lo que la gente siente y experimenta “a ras de suelo”.  La infravaloración de esas situaciones tiene que ver con la propuesta de vida (consumista) y el estilo de vida (glamoroso y tecnológico) manifiesto en los dichos medios masivos, las cuales están muy por encima de las posibilidades de la gente del sueldo quincenal —o la raya semanal—, pero que les sirve como distractor permanente de sus duras circunstancias.

En este conjunto de entregas se han desdibujado la realidad y la ficción, para hacer más digerible la primera y para dejar en el limbo algunos elementos que ahí deben quedarse para “cuidar a las fuentes”, como se dice en el argot periodístico. A fin de cuentas se trata de un texto sobre el pueblo de Tlaxcalancingo, atrapado (literalmente) entre las vías de un progreso al que difícilmente se está incorporando, y una tradición y riqueza culturales que, aparte de darle una identidad singular, le han permitido subsistir desde tiempos remotos. La pregunta sobre su futuro, como la de muchas partes de nuestro país, todavía está por resolverse.

RMR

 

 

 

Víctima de la codicia por las tierras, que en aras de un progreso abstracto expropió a varias comunidades de las dos Cholulas y  Cuautlancingo en 1992 y liquidó al ejido traxcalancinguense para imponer, en las décadas siguientes, ese extraño modelo de desarrollo que alza edificios en medio de campos de labor, el pueblo sigue siendo presionado para liquidar las pocas superficies agrícolas que le quedan.

            O por lo menos eso es lo que Diego saca en limpio después de hablar con los campesinos, un día que se dedica a pasear entre las milpas. Se los topa en la pizca del maíz.




Le refieren de los supuestos planes del gobierno de abrir una carretera que conecte la vía Atlixcayotl con la federal a Atlixco. “Pasaría justo por aquí”, le refiere Fulgencio, trazando una raya con el brazo por el canalito de agua junto al que crece un enorme fresno. Luego sería cosa de expropiar, de abrir cancha a nuevas urbanizaciones; en fin, una historia ya vista.

            Y es que la expropiación forzada del año 92 obligó a los labradores a aceptar de dos a cinco pesos por metro cuadrado. Estos predios se revaloraron y cotizaron en cientos de dólares al poco tiempo: rapacidad comercial y estatal unidas. Luego los viejos campesinos murieron de tristeza, y los no tan viejos se organizaron para exigir un precio más justo, que rozara por lo menos los cien pesos metro.

            Remigio, hombre de sombrero que ofrece un vaso de refresco, habla también de dineros: ahora a algunos les ofrecen, por separado, cantidades apatecibles por sus parcelas. Porque el cuento del progreso ya no es creíble, después del despojo, cuando prometieron escuelas, hospitales y centros comerciales y fraccionamientos: nunca les dijeron que serían de alto costo y hasta de lujo; inaccesibles para la mayoría. Entonces, ahora, tratar de convencerlos uno a uno.

            No obstante, esta vez hay la convicción de que no se va a permitir. Hay preocupación, pero no tristeza. “Es que el pueblo ya se dio cuenta: si vendemos otra vez, ¿que le vamos a dejar a nuestros hijos? Por lo menos aquí tienen un cacho de tierra dónde trabajar, de lo contrario se tendrían que ir”, remacha Fulgencio.



En qué va a parar todo este asunto, se pregunta Diego. Mira hacia las casitas del La Vista, observables desde aquí. Contempla las torres gemelas, en sus estacionamientos de a 15 pesos la hora, pensando en el guardia uniformado que —le han dicho— tiene por único trabajo pedir a los visitantes caminen sobre la banqueta y no en el asfalto. La situación le recuerda las viejas fotos de Sudáfrica, cuando regía el Apartheid. O las favelas de Rio de Janeiro, a escasa distancia de los condominos de lujo. Vuelve a preguntarse en qué va a parar todo este asunto.

            Una brisa dulce agita el follaje de los árboles y despeina las milpas secas.



*          *          *

 

            La vida comunitaria tiene su carga de aflicciones, pero también hay lugar para la alegría, sin la cual sería imposible prosperar. Y eso es uno de los saberes que Diego se lleva de su estancia en Tlaxca.

            Además de las fiestas parroquiales de cada barrio, de la bajada de la Virgen de Los Remedios y de la fiesta patronal que abarca al pueblo entero, cada semana por lo menos un baile se organiza. Comunidad fiestera que siempre tiene motivos para celebrar. Diego asiste a un festejo por los tres años de Jaimito, hijo de unos señores que conocen al primo de un amigo del señor, como dijera Chava Flores.

Se come, se bebe, se baila, como en todas las pachangas mexicanas. En las cazuelas hierven guajolotes en mole, o trozos de cerdo en salsa de tomate verde. Y la ensalada imprescindible: nopales, siempre nopales.

            A los cholultecas les gustan las fiestas: no de balde son una parte integral de su cultura, piensa Diego, quien saluda a sus conocidos, sentados en mesas cercanas. Les encanta el baile y los pasteles: por eso abundan en esta región los sonideros y las pastelerías. Los de Tlaxcalancingo conservan un ritual de etiqueta muy elaborado, sobre quién recibe cazuela (en este caso tóper) con el mole “para el recalentado” y quién invita a comer a quién a su casa, antes y después de la celebración principal, entre padrinos, festejantes y familiares. Remanente de un pueblo que ama la educación y las buenas maneras, al modo de los pueblos indios, en este caso nahuas.

            Por supuesto se baila el guajolote, aunque ahora en la mayoría de los casos es con música grabada y no con banda de viento. Anfitriones e invitados se turnan para levantar una jarra de mole, o un pavo entero, o una pierna de marrano; en las bodas es usual ahora bailar con el refri, la lavadora y otros obsequios para los recién casados. Baile que empieza en bamboleo, pero deviene cada vez más rápido, y exige destreza para no caer, tirar o derramar lo que se lleva. Felicidad sencilla, brincadora.

            —¿Otra copita?— pregunta uno de los anfitriones.

            —No, mejor ya no— contesta el estudiante, que ya lleva unas cuantas cervezas.

            —Ándele, para que luego no diga que no lo atendimos bien— le dice aquél, casi arrebatando el vaso de plástico y virtiendo dentro un buen pegue de tequila.

            —…Bueno, pero nomás pa que no digan que me hago el remolón— finaliza Diego. Y brindan. Y en seguida lo invitan a cargar uno de los obsequios, en una de las canastas, y pasar a la pista al baile ancestral.

 

*          *          *

 

            La tarde caía, calurosa, sobre la ciudad gris. Diego había finalmente regresado a su lugar de origen, después de casi un año, su temporada en ese mundo rural que va dejando de serlo.

Entre autos, camiones, avenidas y prisa le quedaba poco tiempo para pensar. Y cuando lo había, se lo comían las ocupaciones: lo que tendrá que hacer mañana, o pasado, o el lunes siguiente.

            Pero de vez en cuando se despertaba de madrugada, extrañando el canto de los gallos, el olor de la leña recién encendida. Otras veces, por la tarde, nostalgiaba los gritos de los pregoneros ofreciendo elotes, pan de dulce, fruta, tamales, o bien el perifoneo convocando a una asamblea pública.

            Es el México rural, real, profundo. El que no muere, infiltrándose en sus arterias. Ahora su querencia se ha dividido. Permea la enseñanza de que hay un “allá” que sigue “aquí”, interpuesto, yuxtapuesto, a la vida citadina, fragmentante, apresurada.      

            Desde su ciudad gris, a Diego le quedó el recuerdo, la reflexión, y quizá un poco más, eso que no está, pero todavía espera para verse claro.

 

FIN