• Ramón Meza Rosales
  • 27 Marzo 2014
".$creditoFoto."

Tercera parte

 

            Han pasado unos tres meses y Diego se adapta a su condición de recién llegado; se sigue adaptando todavía, para decirlo mejor.

            No se baña dentro de su casa, porque no tiene baño: ésta es un área común que utilizan todos los inquilinos. Tiene construido, como otras casas del pueblo, un temazcal junto a la regadera, al cual ahí llaman torito. Y el agua es de pozo, porque en Tlaxca no hay —por lo menos donde él vive— red de agua potable. ¡Atención SOAPAP, con tus alzas de tarifas y tu privatización en ciernes: por mí te puedes ir al carajo! Le dedica este cariñoso pensamiento a la empresa paraestatal y sus cobros desmedidos.

            Pero el bóiler comunitario es de leña, lo que acarrea un problema, pues Diego a veces no tiene un peso extra después de gastos de comida, renta, transporte y fotocopias, en ese orden de importancia. Así que para bañarse con agua caliente cuenta de vez en largo con la buena voluntad de los vecinos.

            Un día que no tiene clases decide irse a leñar a un bosquecito vecino. Le han dicho que no hay problema y que los dueños de los predios no se molestan con esa actividad; así que pide prestado un machete y acompaña a un par de señoras, vecinas suyas, calle abajo hasta donde se acaba el pueblo. Atraviesan las milpas y las nopaleras, hasta llegar a los pequeños manchones de árboles. Es a finales de octubre y en las orillas del camino las mujeres y sus hijos pequeños —dos casi bebés y dos mayorcitos— se detienen cada veinte pasos para atrapar chapulines. Un poco para no desesperarse, Diego saca una bolsa de plástico y hace lo propio.

            Las señoras no pueden ser más diferentes: Ana es alta, de huesos grandes y con una sonrisa siempre pronta a brotar de los labios; Lucina es más bien bajita y taciturna, excepto cuando Ana hace un chiste y estalla en carcajadas. Mientras se internan en el bosquecillo se la pasan haciendo bromas: cuando son con él, en español; cuando son sobre él, en náhuatl de la sierra.

            Llegan a la orilla de un canalito de riego, que alguna vez contuvo aguas claras. A la orilla crecen altos álamos y uno que otro fresno, muchos de ellos plagados de vegetación parásita. Cuando Diego comienza a recoger varas del suelo, las mujeres escogen cada una su árbol, tronco ya a las claras bien muerto, y lo atacan a machete limpio, sin furia, con paciencia campesina.

            Diego, admirado porque los árboles miden sus buenos seis o siete metros; las mujeres continúan tirando los troncos toda la mañana mientras los chamacos corretean en un alfalfar cercano, ajenos a las abejas y otros insectos. Sólo le piden ayuda cuando hay que jalar el árbol con una reata para tumbarlo.

            Brota el sudor desde todos los poros; las ampollas salen de las manos inexpertas (las de él). Al final de la jornada hay cuatro troncos derribados, convertidos en trozos de leña, que es necesario transportar en diablito. Los caminos están lodosos por las lluvias del otoño. Resultado: después de las primeras horas de la tarde, de más ampollas, sudor y mugre escurriendo de la ropa, de turnarse para jalar o empujar el diablo, la carga llega a su destino.  Todo esto bajo la atenta mirada de los cíclopes de concreto, del mundo “desarrollado” a la manera en que se ve desde las alturas del poder.

            Ah, y sendas bolsas de chapulines, que serán convenientemente preparados para servir de alimento.

            Y todavía hay quien las llame sexo ¿débil? Piensa Diego, frotándose las manos doloridas, viendo trajinar y bromear a sus vecinas como si nada.

*          *          *

 

            Historias que va apuntando en un cuaderno de asuntos varios, no sabe si le servirán para alguna clase; lo que la gente le cuenta, por diversos motivos y de distintos modos:

            Teófilo Océlotl, obrero y albañil. 66 años y en vías de pensionarse: un calvario de trámites en el Seguro Social, las afores, Hacienda, el registro civil: sus papeles lo apellidaban “Ocelo” y hubo que rehacer varios documentos desde el comienzo. Comenzó como chalán de obra, allá por el año 68. Junto con su cuadrilla levantó Infonavits, aplanó carreteras, ensambló lavadoras, en fin, una vida de chamba. Podría decirse que no hay obra moderna en la ciudad en donde no esté la huella de sus manos chuecas por tanto trabajo, ¡y sigue chambeando! En el Seguro le reconocen solamente 25 años de antigüedad y no los cuarenta y cinco que acumula. Ah, pero eso sí, con sueldo mínimo, siempre. Muchos patrones lo engañaron y no lo dieron de alta. ¿Cómo quiénes? También le falla la memoria, ahí reside parte de esa broncota.

            “Una vez trabajaba yo en una asfaltadora, era el velador y además hacía reparaciones a los carros. El patrón me dio un perro y unos pollos y me decía que no me saliera, que los pollitos se iban a morir y el perro se podía perder; ¿quién los iba a cuidar si no estaba yo? Y así me quedaba hasta los domingos, no salía ni a mi casa”.

            Por problemas con su esposa se separó hace unos años (eso no cambia, piensa el Diego, solo que ahora es menos drama y más feis-buck: menos ruido y más balcón, o algo así). Cuando la señora se fue, los cuñados le reclamaron. “Me acusaron de que la había matado y luego la había tirado a un pozo; eso hacen muchos por aquí. Hay gentes muy cabronas”, dice riendo. La señora apareció después, pero ya no volvió a vivir con él.

            Teófilo trabaja en las obras donde se precisa su experiencia y cada mes le pasa un dinero a un abogado coyote que le arregla el pago de cuotas con el IMSS. Y todavía le faltan como treinta semanas para tener derecho a una pensión.

            Susana Mixcóatl. Cincuenta y pocos años. Hoy es una empresaria en pequeño. Comenzó construyendo cuartos para rentar, cuando nadie se imaginaba el auge de los rascacielos ni toda la gente que vendría a las obras; ahora está por inaugurar una pollería. El trabajo, dice, es la base de todo. No admite inquilinos borrachos, pendencieros o sin oficio. El estudiante reconoce su sentido común y su franqueza: “Si, tuve una infancia muy dura. Mi padre tomaba y se la pasaba golpeando a mi madre; en una ocasión la dejó tirada y a nosotras, una hermana mayor y yo, en la milpa, llorando. Luego me casé, pero mi esposo ya vivía con otra; me separé y fueron años de pleito porque quería quitarme a mi hija. Un día le contaré mi vida completa”.

            Gisela Celestino. Veintidós años. Estudiante de antropología. Activista. Danzante. “Antes había más cercanía, más sentido de comunidad; todos iban a la misma tortillería, todos se bañaban juntos —hombres, mujeres, niños y niñas— en el temazcal público. Las calles eran de terracería y los niños no corrían peligro de que los atropellaran.

            “El tener más servicios modificó la situación, hizo a la gente más individualista. También el hecho de que cuando construyeron el bachillerato comenzaron a llegar jóvenes de otros lados; hasta la secundaria todos eran de Tlaxca.

            “Sin embargo el pueblo sigue siendo, tiene una identidad por las tradiciones y costumbres tan arraigadas. Todavía se siembran las tierras en familia —y eso que el ejido se aniquiló con la expropiación de terrenos—; las fiestas se siguen realizando; los cargos de los mayordomos, fiscales, topiles, tiaxcas siguen cumpliendo su función”

            Gisela le comenta que la elección del presidente auxiliar se realiza de acuerdo a usos y costumbres: lo de las bardas con los nombres en los colores de los partidos es para “Taparle el ojo al macho”. Aquí, siguen existiendo grupos de resistencia, emergentes. Cuando se intentó ocupar un predio para el metrobús, cuando se intentó privatizar para hacer un deportivo*; cuando se creó una radio comunitaria, dicho sea de paso, una de las pocas que transmiten en frecuencia abierta en este estado de la república: “la comunidad se une”, afirma sin pestañear.

            Noé García. Cuatro añitos. Sus padres, Servando y Lucina, emigraron de la Sierra Norte en busca de mejores condiciones. Es el niño sándwich entre dos hermanos. Por ahora no va a la escuela. Por ahora su oficio es jugar de la mañana a la noche: con la tierra, con los perros, con el agua de la pileta y con las revistas o los folletos publicitarios de las tiendas de muebles que de vez en cuando caen en sus inquietas manos.  “Métete a la casa o te chingo”, le dice la mamá cuando comete alguna travesura.

            Su universo lingüístico, según análisis dieguesco, se reparte entre el náhuatl que se habla entre las amigas de su madre, los parientes y la casa, y el español que escucha puertas afuera, en la escuela, la calle y el ancho mundo ajeno. ¿En cuál idioma soñará?

            Yennifer. Un mes de nacida: hija de madre soltera, adolescente. Su historia está todavía por contarse.

 

            * Ver notas en La Jornada de Oriente, años 2011-2013

Click HERE is best bookmaker in the world.
Offers Bet365 best odds.
All CMS Templates