• Ramón Meza Rosales
  • 03 Abril 2014
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Cuarta parte

Evasiones de colores

 

Estaba Diego recargado en uno de los bancos que hay en el portal —la Portada, como le llaman— de la plaza del pueblo, justo bajo la columna adornada con un tigre-viejito. Le apeteció caminar y estiró las piernas antes de ponerse en movimiento.

Al costado poniente, donde estuvo antes la fuente, había una especie de prolongación de la plaza. A mano derecha se levantaba un edificio enorme, igual a los del zócalo de su ciudad: tenía su fachada de madera completamente ennegrecida, como si hubiera sido víctima de un incendio hace muchos años.

Al costado del joven pasaron unos extraños personajes, con disfraces —porque tenían que ser disfraces— realizados con excelente detalle: uno de ellos era un hombre de madera que recordaba a Pinocho, pero en versión adulta. Su cuerpo se veía muy deteriorado y por alguna razón pensó Diego que habitaba el extraño edificio. De algún lugar sacó una botella, también de madera, y le dio un largo trago.

Llegando a la esquina, donde se suponía estaba la carretera, dobló a la derecha sólo para encontrarse con un paisaje más extraño aun: edificios de dos plantas, pintados de colores chillones, y con el aspecto de haber sido terminados por un pastelero; algunos no eran sino un amontonamiento de piedras con un hueco por puerta, luciendo el conjunto tonos verde limón, anaranjado o azul eléctrico. Otros terminaban en una torre parecida a un cono de helado invertido; ningún edificio tenía semejanza con los de junto.

Seguía el desfile de los personajes disfrazados y extravagantes. Uno de ellos, con uniforme y charreteras de general, pero rostro de payaso cara-blanca, llamó a Diego y a otros transeúntes al interior de una construcción. Subieron por las escaleras contemplando una decoración entre barroco y art-decó, bastante ruinosa. En el piso de arriba tocaba una orquesta de cámara y cantaba un coro, ataviados con trajes tipo Luis XIV, con peluca incluida. Alguien a su lado hizo un comentario pedante y sumamente fresa sobre lo mal que lo hacían. Bueno, pensó él, quizá están ensayando.

Diego dejó al grupo despedazando a los músicos con sus comentarios filosos y siguió explorando las habitaciones, las cuales parecían organizadas por alguien con cierto grado de demencia. Llegó a donde terminaba otra escalera y vio subir con gran prisa a una avispa (un personaje disfrazado de avispa) que iba siendo perseguido por un perro, ambos color rosa fosforescente.

Optó por descender la escalera y salió por otra puerta, sólo para encontrarse al general-payaso que le exigía pagara su boleto para salir. Cuando se están acalorando por la discusión, Diego se despierta; faltan unas dos horas para amanecer. Piensa en las chalupas de doña Teo, escurriendo manteca y con una salsa increíble, con toda seguridad culpables de su sueño alucinógeno.

 

 

*          *          *

 

 

Pocas son las entretenciones que hay. Parece que a los que distribuyen los roles en esta sociedad poblana escasamente les interesa el esparcimiento que no deja dinero; de Tlaxca se requieren manos para cultivar, levantar edificios o limpiar residencias, y no cerebros que piensen o espíritus en busca de medios de recreación.

Diego se pregunta si aquí hubiera funcionado la Estrellita de Puebla, vistoso elefante blanco y circular que se ve brillar por las noches. Cobrando precios al alcance, claro.

Para chicos y grandes, hay televisión, de cable cuando se puede. Es la entretención primordial. Teatro o espectáculos públicos, muy de vez en largo. Los patrocina la estación de radio comuntaria y los realiza en la plaza (la real, no la del sueño).

Las evasiones de los grandes han ido cambiando, aunque la principal sigue siendo el alcohol. Hay una tiendita por calle y un refri con caguamas por tienda: por las tardes y sobre todo los fines de semana es común ver a muchachos y gente mayor echando la chela, si bien en general en plan tranquilo, en otras hasta verle el fondo a varios frascos. Los establecimientos más lujosos son los llamados botaneros; otros simplemente abren un espacio adjunto a la tienda, ponen sillas y mesas, bardean con una malla metálica y ¡a chupar se ha dicho!

Si hemos de creer a las estadísticas, la ingestión de bebidas se inicia rondando los años de secundaria. El estado, y en particular el valle de Puebla, tienen una de las tasas de fuerte consumo y de alcoholismo más altas en el país.

La raza es por general enemiga de pleitos, pero no falta quien se exalte y llegue a los insultos o a los manotazos, por piques que vienen de antes: en una fiesta de barrio se forma remolino de gente, cuyo centro son dos jóvenes, chamaquitos casi, prendidos mutuamente de las greñas: los amigos los separan y se van lanzándose repetidas amenazas y recuerdos a la madre. “Y eso no es nada, habías de ver en San Antonio (Cacalotepec, el pueblo vecino), que el lunes por la mañana no hay quien se levante”, le comentan.

 

 

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Otra de las evasiones crecientes es la droga. No falta noche en que Diego pase por entre una bolita, antes de llegar a su cuarto y sienta el hornazo a yerba quemada de quienes ahí le atizan a la marihuana. Y donde hay mota, hay narcomenudistas. Y donde se distribuye al menudeo, hay quien brinda protección.

“Pues aquí ando, pastoreando mis borreguitos” le dicen que dice uno de los que labora entre las milpas, distribuyendo polvo y yerba entre jóvenes sembradores.

Dicen los que le dijeron que también hay casas donde los que ya saben, se surten; que ahorita está tranquilo, porque con la autoridad hay un acuerdo. Que no es nada, comparado con otros ámbitos del municipio, sobre todo donde se encuentran los antros; que es insignificante si se revisan los datos de las ciudades grandes, pero Diego, prófugo de la violencia, no está tan seguro.

Y es que esta película ya la vio antes. Como la de El infierno, así mismito, pero versión nopalera.

Tal vez por ahí se empieza. Y se sigue.

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