• Ramón Meza Rosales
  • 13 Marzo 2014
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La información que presentan los medios de comunicación masivos está sobrevalorada. Dan demasiada importancia a lo que los políticos, empresarios y otras figuras de poder dicen; en pocas ocasiones son presentadas en sus páginas, emisiones y pantallas voces que contrasten esa versión de las cosas.

De igual modo, esos mismos medios prestan poca atención a la vida cotidiana, a lo que la gente siente y experimenta “a ras de suelo”.  La infravaloración de esas situaciones tiene que ver con la propuesta de vida (consumista) y el estilo de vida (glamoroso y tecnológico) manifiesto en los dichos medios masivos, que están muy por encima de las posibilidades de la gente del sueldo quincenal —o la raya semanal—, pero que les sirve como distractor permanente de sus duras circunstancias.

En este conjunto de entregas se han desdibujado la realidad y la ficción, para hacer más digerible la primera y para dejar en el limbo algunos elementos que ahí deben quedarse para “cuidar a las fuentes”, como se dice en el argot periodístico. A fin de cuentas se trata de un texto sobre el pueblo de Tlaxcalancingo, atrapado (literalmente) entre las vías de un progreso al que difícilmente se está incorporando, y una tradición y riqueza culturales que, aparte de darle una identidad singular, le han permitido subsistir desde tiempos remotos. La pregunta sobre su futuro, como la de muchas partes de nuestro país, todavía está por resolverse. RMR

 

Primera parte

Crónicas desde “Yotechingo”

 

 

Lo que más le impresiona son los edificios. A una distancia de dos kilómetros más o menos, se yerguen tres o cuatro enormes torres de concreto y cristal, dominando el paisaje. Prepotentes, de duros ángulos y formas caprichosas, dominan el sur del valle poblano.

            En la noche sus luces de seguridad lo desvelan con su parpadeo. Cíclopes de ojos rojos, azules o verdes que parecen decir: “te vemos, todo el tiempo estamos viéndote, no te nos escapas, por más lejos que vayas”. En el día sucede de cuando en cuando que un helicóptero se pose encima de una de las torres, brillante mosca sobre un altísimo pastel. Su chillido insignificante avisa si ese puntito metálico llega o se va, con su cargamento de importantes humanitos.      Pareciera que las moles controlaran el clima: en las tardes de tormenta llaman a los rayos, se cubren con el chubasco y en las mañanas de neblina sus cumbres sobresalen, indiferentes al ajetreo de los vehículos en la vía rápida que pasa allá abajo.

            No es que le sorprendan las construcciones de por sí; en su ciudad natal las hay más grandes, amontonadas en las zonas financieras o residenciales, pujando enmedio del calor de la tarde. Le admira que estén ahí, como fuera de sitio, en el sur del valle, a dos km. de las milpas y las casas de tabique. A dos kilómetros de los gallineros improvisados y las nopaleras. 



De la vida rural que subsiste, para decirlo rápido.

            Le sorprende quizá porque no las vio crecer (algunas sí, continúan irguiéndose un poco más lejos): ya estaban aquí cuando llegó a vivir a este lugar. Representan el contraste visible entre dos méxicos: el ancestral y profundo, arraigado a las costumbres del campo y el México imaginario del desarrollo —¿del desarrollo imaginario?— y la modernidad a toda costa. Recuerda la cita de Guillermo Bonfil Batalla, apuntada para una clase:

Una sociedad así es necesariamente compleja y heterogénea desde el punto de vista cultural. Pero estas desigualdades y diferencias tienen, en el caso de México, un trasfondo mucho más profundo (…) La oposición de fondo que determina la estructura y la dinámica cultural de la sociedad mexicana es el enfrentamiento de dos civilizaciones: la mesoamericana india y la occidental y cristiana (…) Porque lo que aquí llamamos avanzado, moderno y urbano, no es la punta de lanza de un desarrollo propio, interno, sino la resultante de la implantación de la civilización occidental desde arriba; y lo que llamamos atrasado, tradicional y rural, no es el punto de partida de aquella avanzada, sino el sustrato indio de civilización  mesoamericana. La relación entre ambos polos no fue nunca armónica ni lo es ahora: por lo contrario, es una oposición hasta hoy irreconciliable, porque descansa en laimposición de la civilización occidental y la consecuente subyugación de la civilización india. *

Oposición que aquí, en este preciso punto de contacto presenta una grieta, fractura más bien, de la cual nadie excepto un fuereño como él, parece darse cuenta.

 

*          *          *

 

Esta historia del chico universitario, estudiante de lingüística y literatura, a quien le toca vivir en este singular punto, migrante, aislado hasta cierto punto de sus lazos familiares y su “querencia” se explica por algo que ya es cotidiano, normal y corriente en la nación mexicana nuestra: la irremediable violencia.

            Hasta hace no mucho residía en una urbe deforme y gris, cuyos habitantes se afanaban entre el trabajo y la fiesta. Justo cuando iba a entrar a la universidad el crimen tocó la puerta.

            Comenzó la escalada de secuestros: a varios de sus amigos los “levantaron” para cobrar rescate; muchos regresaron en shock; pasaban al negocio de sus padres a cobrarel “piso”; en un altercado sin importancia, en plena calle,un morrillo lo amenazó de muerte, mostrándole una pistola que portaba bajo la camisa.

            Fue entonces cuando la familia lo envió a estudiar en la Universidad Autónoma de Puebla —la pública— donde parecía broma la palabra “benemérita” intercalada al nombre. Le hacía pensar en Benito Juárez y las clases de civismo.

            Se había instalado en uno de los fraccionamientos alrededor de la ciudad y llevaba pocas semanas de tratar a sus nuevos vecinos —gente incolora de la clase media o empleados que por haber obtenido un puesto en el ramo automotriz sentían que ya tocaban el cielo— cuando recibió otra noticia funesta: los ingresos de la familia mermaban, por lo que tendría que buscarse un domicilio más barato.

            Preguntando y pateando calles llegó a ese pueblo orillero, vecino a la capital, y apalabró un “cuarto”, que en realidad eran un par de habitaciones desde donde todos los días, lo primero que aparecía ante su vista, era aquel curioso panorama…

            Tantos nombres raros, tan diferentes de aquellos de por sus rumbos: Tehuitzingo, Xilotzingo, Jicotzingo, Tlaxcalancingo… Después de encontrar cuarto, durante una llamada telefónica con sus padres, olvida el lugar preciso. “¿que dónde estoy viviendo? No me acuerdo bien, creo que se llama ‘Yotechingo’ o algo por el estilo… Les llamo cuando pase algo interesante”

*Guillermo Bonfil Batalla: México Profundo. Una civilización negada. 1994.

 

(Continuará con segunda parte)

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