• Adam Hochschild/Revista Sin permiso
  • 07 Agosto 2014
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En estos días se cumplen los cien años del inicio de la Gran Guerra en Europa. La Primera Guerra Mundial, como la conocemos, y que no fue sino el arranque de la más brutal de las guerras en la historia de la humanidad que acabó en 1945 con el colapso del Eje. En Mundo Nuestro seguimos esa memoria de la catástrofe, ahora con un texto del escritor norteamericano Adam Hochschild (Nueva York, 1942) publicado por la revista Sin permiso el pasado 3 de agosto.

Adam Hochschild (1942), escritor e historiador. Entre sus obras El fantasma del Rey Leopoldo (Península, Barcelona, 2002) sobre las atrocidades belgas en el Congo y Enterrad las cadenas, sobre el movimiento antiesclavista en el Imperio Británico. Estudió en Harvard, colaboró con el activismo anti-apartheid sudafricano, el movimiento pro-derechos civiles norteamericano de los años 60 y la oposición a la guerra de Vietnam, e intervino en distinguidas publicaciones radicales de la época como Ramparts y Mother Jones, de la que fue cofundador. Sobre la Primera Guerra Mundial ha publicado Para acabar con todas las guerras (Península, Barcelona, 2014).

 

Si todavía bautizáramos las guerras con nombres tan coloridos como los que solíamos utilizar – la Guerra de Sucesión Española, la Guerra de la oreja de Jenkins– a la que empezó hace cien años deberíamos llamarla la Guerra de Consecuencias No Intencionadas.

 

Nadie tenía la intención de crear, desde luego, lo que Winston Churchill llamaría después una "mundo dañado, destruido". Austria-Hungría, que declaró la guerra el 28 de julio de 1914, quería únicamente desmembrar Serbia, desde donde los irredentistas agitaban a la población de etnia serbia en territorio austriaco.

 

Rusia, que respaldaba a Serbia, quería acudir en ayuda de sus correligionarios eslavos ortodoxos del Este y anular la radical humillación de haber perdido una guerra con Japón una década antes. Una vez que el fatal enredo de alianzas atrapó a otros países en el conflicto, cada uno de ellos afirmó que no hacía sino defenderse contra una conspiración de sus enemigos. Se da por hecho que latía por debajo un ansia territorial: Francia soñaba con recobrar la perdida Alsacia-Lorena, por ejemplo, y Alemania con establecer su primacía sobre el tambaleante imperio zarista de Europa Oriental, pero estas ambiciones también eran limitadas, no revolucionarias. 

 

Pero véase lo que forjó la guerra. Más de nueve millones de soldados resultaron muertos y, dependiendo del recuento que se haga, hasta diez millones de civiles. En Turquía, Rusia, los Balcanes y otros lugares, millones de personas, en número sin precedentes, se convirtieron en refugiados sin hogar. Unos 21 millones de personas resultaron heridas. En Gran Bretaña a 41.000 hombres les amputaron uno o más miembros; en Francia hubo tantos que resultaron con la cara destrozada que formaron una Unión Nacional de Hombres Desfigurados. El precio resultó especialmente horripilante entre los jóvenes. De cada 20 británicos entre 18 y 32 años en 1914, tres resultaron muertos y seis heridos. Seguro que muchas familias compartieron los sentimientos de la pareja desesperada que hizo grabar en la tumba de su hijo en Galipoli: "¿Qué daño te hizo, Oh Señor?"

(Seguir leyendo en la revista Sin permiso

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=7159

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