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Once de la noche del 15 de septiembre en el atrio de la catedral poblana. En el cielo truenan todos los cohetes posibles en el presupuesto estatal que nunca será puesto en la mesa de un auditor independiente. Sin embargo, el estruendo de luces arrebata. Nuestra capacidad de fuego abruma. Todo el ruido de la pólvora condensa años enteros de noticias de balaceras y asesinatos. La patria está viva, y quién le importa en este instante los muertos.

O los presos políticos como Adán y Paúl Xicale, ahora mismo encerrados en el penal de Cholula con otros trece reos en un cuarto de tres por cuatro, apagada la luz, escuchando el coheterío de la libertad distante. Por la mañana en el patio en el que pasa el día me ha dado la clave de su sobrevivencia: “En los pequeños detalles que traemos de casa Paúl y yo sostenemos la mentalidad de los hombres libres: construimos todos los días nuestro hogar, con la jerga limpia que utilizamos de mantel, con los platos y las cucharas que lavamos, en la azucarera y las servilletas, con el orden y el aseo. En ese comportamiento está nuestra identidad, así luchamos contra el uniforme, el número y la inconciencia en la que se convierten los reos.”

Cuánto México estalla ahora, y aquí está, sin embargo, figurado en la voz de Adán Xicale contra ese cielo negro en esta noche de grito. Aquí estamos, creo escuchar a Adán, felices, luminosos, intactos.

 

Jueves 10 de septiembre en una tarde tormenta. El tiempo se distrae contra el gris intenso que se desploma sobre el jardín, y los ojos se entretienen con los árboles que reniegan del viento. Y la vida que corre con sus ilusiones y sus desvaríos por un instante deja de tener importancia.

He pasado la mañana en el penal de San Pedro Cholula, en conversación con Adán y Paúl Xicale. Su vida, y la de muchos más que ahí pasan los días, se ha detenido por una acción criminal del Estado en su contra. Su existencia se ha cortado por una tormenta justiciera del gobernante en turno, decidido a hacerles pagar la osadía de enfrentar con la movilización social la imposición de un proyecto contrario a la historia y la cultura de los pueblos cholultecas. Uno y otro amparo que ganan es replicado por el juez que mantiene la consigna de mantenerlos presos. Esa es la ley sometida por el gobernador en Puebla.

La lluvia y el viento han parado justo en el ratito que me llevó escribir el párrafo con el que recuerdo a los señores Xicale en el patio romería en el que los presos pasan el día. Ahora mismo ya están todos en sus celdas. Un espacio de tres por cuatro metros en el que se hacinan las noches de quince reos en la llamada zona de Estancia, en la que viven quienes están bajo proceso y esperan sentencia.

"El sistema judicial está podrido --me dice Adan Xicale Huitle--. Es sistemática la violación de los derechos humanos de los procesados, hayan cometido un delito o no. No hay autoridad alguna que tenga el sentido mínimo de la justicia. No hay un juez que tenga vocación verdadera por la justicia."

Ahora la tarde ha recuperado la placidez del paisaje después de la tormenta. En las celdas los presos repasarán su día. Y yo le doy vueltas al sinsentido del periodismo que baja los ojos y le da la vuelta al sufrimiento provocado por un Estado que tiene como fundamento de su podredumbre la violación de la ley.



La primera puerta. Foto tomada de El Sol de Puebla

 

Jueves 10 de septiembre,  a las 11 de la mañana en punto estoy a la entrada de la cárcel, un edificio de piedra y ladrillo más los ajustes y añadidos realizados en poco más de cien años, desde su inicio como hospital, según me costa por la placa que recuerda su inauguración porfiriana. Y con la cerca que se eleva cuatro metros a lo largo del perímetro de la manzana a tres cuadras del zócalo de San Pedro Cholula. Y que de esa manera indica que se trata de un penal en el que se hacinan más de 700 presos.

 

Primera puerta, la de la calle.  A la espera un grupo de mujeres,  a esta hora no más de cuatro, todas con su bolsas y topers con la comida que llevan a sus maridos, sus hijos, sus hermanos. No soy el único hombre que espera ingreso, pues ya que estoy en la primera sala y cuando entrego mi identificación están atrás de mí otros dos. Una poli recibe a las mujeres, un poli a los hombres. Soy el único que ignora el procedimiento, pero comprendo que he elegido bien mi atuendo pues no ponen reparo alguno a mi mezclilla azul descolorida y mi camiseta amarilla mírame a huevo. A todos nos estampan un sello ininteligible en la muñeca y nos dan un gafete con barras de lectura electrónica.

La segunda puerta,corrediza, la manipula al otro lado una joven policía que sonríe a mi paso; un par de escritorios grises y roídos, un archivero y un ventanal enrejado con vidrios negros; cada quien mete en un cajoncito el gafete para su identificación electrónica y el tránsito es rápido a un cuarto estrecho con dos cubículos; a las 11.05 ya estoy cacheado y a la espera de que revisen a los que me siguen; las mujeres pasan primero, no sé si por estar más habituadas con sus bolsas y bastimentos para sus maridos; a una la regresan pues llevó el pepino sin pelar, pero no se queja, explica que siempre lo trae así, pero sí, ni modo, como ustedes digan; pasan con nosotros dos muchachos con batas de médico, no averiguo quienes sean.

La tercera puerta da a una habitación pequeña en la que algunos dejan en unos ganchos colgadas en la pared las llaves que no pudieron evitar traer –gorras, chamarras, bolsos y muchos etcéteras quedan afuera, a veces en los changarritos cercanos en la misma calle Hidalgo que por diez pesos te guardan tus pertenencias--. Yo nada llevo, ni pluma ni libreta.

La cuarta puerta, resguardada con un candado que otro poli abre desde un primer patio al que accedemos los visitantes; mesas y toldos de comedor a la izquierda; los jóvenes de bata se dirigen a una ya ocupada por alguien que será su colega, entiendo que ahí almuerza el personal de ayuda que no están vestidos de custodios. A la derecha una puerta que da acceso a la crujía de las mujeres. Ninguno de los que cruzamos toma ese camino. Todos vamos al patio principal de la prisión, con sus 39 celdas en las que se hacinan cerca de seiscientas personas. Sobre la puerta un letrero grueso en blanco y negro:

Afuera queda el delito. Aquí entra el ser humano

La quinta puerta da un pasillo de tres metros de fondo guardado propiamente por una reja de cuerpo entera, y tras ella, arracimados, una decena de reos que esculcan con la mirada a quién llegan. El custodio cumple y revisa las muñecas de cada visitante, asiente y abre paso a la sexta puerta.

“¿A quién visita”, me dicen a tres voces en este segundo patio antesala de la cancha de básquet que funge de patrio principal. Respondo a una: “Adán Xicale”. Ah, ya lo esperan en el patio del fondo, me dicen un reo chaparrito. Y de inmediato me acompañan dos presos en este patio que ya avisa que me introduzco a una romería: tendrá cinco metros de ancho, y sobre la pared a la derecha, una hilera de quince o veinte teléfonos, todos ocupados en ese momento por reos ensimismados en las bocinas. Atrás adivino un comedor no muy ocupado a esta hora, pero ya paso de largo por entre un tendido de puestos comerciales, las tiendas concesionadas a algunos reclusos con influencias y que ya han dado de qué hablar sobre los negocios de la directora de este penal en San Pedro Cholula.

El patio de lo que a todas luces es una romería a esta media mañana de día de visitas es una cancha de básquet rodeada por una línea de mesas y toldos repegadas a la pared. No hay una libre. El sol pega y los uniformes beige de los presos le dan un tono uniforme contra los paredones amarillo pálido que forman el cuadrilátero. La música llega de todos los extremos, y sólo se pierde cuando una voz femenina en un distorsionado altavoz me recuerda que la próxima hora de salida de los visitantes es a las 12.30. Camino al fondo, pero alcanzo a mirar arriba a mi izquierda la hilera de ventanas y rejas apenas libres de ropa tendida al sol poniente y dos ventanitas verticales que guardan la regadera y el retrete. Ya sabré por Adán que ahí no hay más de dos a la hora de bañarse: casi siempre agua fría, y muy eventualmente, agua caliente, y solo caliente, que te quema.

 

Martes 15 de septiembre, regresé de mi segunda visita al penal hace un ratito. Dejé a Adán y a Paúl Xicale rumbo a un festejo por los 25 años de este joven valiente. Sus familiares le llevarán pastel de chocolate. Había llegado el abuelo Alejandro con su mujer Elvira, que me contaron de su trabajo común en el hospital psiquiátrico en el que se conocieron hace más de cuarenta años. La conversación no pudo ser larga pues instalaron un sonido en el patio de reos patrioteros dispuestos a quedarse sordos. Adán me habló de su vida cotidiana en el penal y lo que él y su hijo han hecho para resguardar su intimidad y su identidad. En medio de esa romería en la que la visita familiar convierte la mañana en ese encierro, aquí y allá se descubren los rostros de la uniforme incertidumbre vestida en beige y soledad. 

Ya en el auto, a la vista del paredón trasero del penal, escribo en mi libreta: “Adán es un hombre recio y ecuánime. Y he podido constatar el respeto que le guardan los presos. "Simplemente no deberían estar aquí", me ha dicho uno de ellos.

Quedé de realizar una tercera visita el próximo martes; entrevistaré a su papa en su casa lo más pronto posible. Alejandro Xicale, un hombre de ochenta años cumplidos, recuerda una toma de la presidencia de San Andrés en los años setenta que terminó en represión con soldados; el pueblo se levantó contra el cacicazgo obrero priista. “Todo se lo robaban”, alcanzó a decirme antes de que el ruido de las cumbias en el sonido que arrebató las conversaciones de visitantes y reos. Adán su hijo fue testigo de la madriza a sus once o doce años. El recuerdo lo hará llorar cuando me lo cuente: vio cómo garroteaban a su abuelita y a todo el que encontraron en ese parque al que todavía no le talaban sus fresnos centenarios. Su historia no empezó el año pasado.

 

16 de septiembre por la mañana. Extraigo de la librera los vapores de las chalupas que desde los comales atajan la pólvora a la hora del grito del poder que a mí no me importa oír. Aquí lo que grita es la comida. No hay un asiento libre en las plazas de un país que a esta hora sabe muy bien contra quien mentar madres.

Yo termino estas notas para presentar a Adán y Paúl Xicale desde la cárcel.

En algún lado de mi memoria el tronadero de México permanece.

(Continuará: Adán y Paúl Xicale y la justicia podrida en Puebla)