• Sergio Mastretta/Emprendedores del barrio de Los Sapos
  • 18 Junio 2015
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Detener el tiempo en los barrios. Buscar en ellos las ciudades a las que han dado vida a lo largo de la historia de Puebla. Cuántas ciudades se contienen en ella. Sé que lograr verlas no deja de ser un sueño, me digo cuando contemplo las fachadas de las casonas o me asomo a los patios entre las sombras claras de la tarde. Qué poco quedó escrito. Qué poco sabemos de nosotros mismos.

Inicio en Mundo Nuestro con esta primera semblanza de un mediodía en el barrio de Los Sapos una serie de historias de vida que tal vez me ayuden a entender lo que ha sido este centro nuestro en los últimos cincuenta años. Yo tenía diez en 1965. Nací y viví en el barro de Santiago hasta los 18. Alguna vez escuché de niño la referencia a esta plaza con su fuente y su rana, y sus mariachis y sus cantinas. Eran pláticas de adulto que no entendía. Hoy vengo en busca de personas que fueron niños entonces, o ya eran hombres hechos y derechos y se ganaban la vida en una ciudad desconocida para mí.

Y con ellos intentaré detener el tiempo.

   

Recuperar la ciudad desde los barrios, detener el tiempo.

“¡Tienes cara de gazapo… ya ni de sapo!”, le dice un hombre a otro, sentados los dos en la jardinera que guarda el laurel alzado como gendarme en el barrio de Los Sapos.

Gazapo. La suelta un hombre que bien puede ser un plomero o un maestro albañil. La palabra en la voz del trabajador que espera a una patrona imaginaria para un arreglo casero se revela antigua, sabia. La dice el hombre en este territorio de anticuarios: hombres taimados, astutos, sagaces. Fieles a sí mismos. Los anticuarios.

Pero ahí están los hombres que entran en las casas por las ventanas y los roperos, por los baños y las cañerías, por las goteras y las paredes descarapeladas. Porque desde las casas que se construyen, desde las casas que se arruinan, desde las casas de todos los días y de todos los rumbos resisten en Los Sapos estos hombres de los oficios caseros; son los operarios a la espera de que les caiga la chamba, y están ahí desde siempre, tal vez desde las ocho de la mañana. Todo lo miran simple: alguien llegará a buscarlos, para qué afanarse más. Y mientras, todo lo escuchan a la chita callando, con un ojo al gato, siempre a la sombra del árbol ruleta de la contratación. Son diez, doce personajes, todos con sus maletines cumpliendo un rito que ya no miramos desde el barrio que fue: centro de contratación laboral de decenas y decenas de operarios de todos los órdenes: cargadores, albañiles, plomeros, jardineros, electricistas, carpinteros, pintores, herreros, ebanistas y lo que guste. Eran los tiempos de las cantinas y los diablitos cargados de sacos y suertes de todo tipo. La Bella Helena cerró su barra hace tiempo. Se acabaron también las vecindades del barrio obrero. Un tiempo no muy remoto fue barrio de muebles, talleres y carpinteros. Algo quedó de los rústicos. Barrio turístico, estudiantil también. Barrio de fondas. En un tiempo cercano, barrio de antros y música y chelas y ruido y polis y broncas. Ya no. Barrio de anticuarios sí.

Pero igual esperan a la sombra del laurel asomados a la 5 Poniente. Justo frente a La Pasita.

 

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Recuperar el barrio. Todo el centro es un barrio, cada esquina guarda la memoria de todas las ciudades que han sido ésta que ahora observo desde la sombra en una jardinera

Estoy en Los Sapos. La fuente con su rana fresca al mediodía. El charco que escurre. El médico que cruza la plaza sin fijarse en el juego de los niños. Los tres hombres bajo la sombrilla que observan la vitrina con las monedas y las navajas y los relojes y los prendedores y las guitarritas. Los anticuarios a la sombra del pasado que venden en mil artilugios, en mordidas severas a la pieza que valoran, al bronce que aquilatan. Tampoco miran a los niños.

Recuperar el barrio en un juego de niños. El balón, las  mochilas, la portería. La vida es un regateo antes de comer, a la salida de la escuela. Yo, ahora, sí los miro.

Juegan los niños la cáscara futbolera, con el sol empedrado y entrometido con la fuente como centro de la cancha milenaria. Apenas salieron de la primaria de La Fragua. Se escurren a sus casas en Analco, al otro lado de la avenida del río. Pero antes corren en este plano breve de piedra poblana. Patean, corren, ruedan. Ríen. El tiempo se detiene.

  

Las mochilas, la portería…

  

Penalty…

 

Carrera detenida…

  

Pásala, güey…

 

Quiebre al gol…

  

El barrio tiene futuro…

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Javier Nava domina la plaza sentado afuera de su tienda de antigüedades “San Francisco”. Lleva más de treinta años en el oficio. Su mirada también detiene el tiempo.

  

En los diez minutos en los que observo su rutina han pasado por su cata monedas de varias que motivan desprecio o cavilación, pero no compra ninguna; alguien le ofrece una casulla bordada que por no ser colonial dejará ir sin recato alguno; pero se queda por veinte pesos una pequeña engrapadora estilo art nouveau tal vez de los años treinta y que funciona a la perfección. Transacciones suyas de todos los días. Una mujer de su gremio anticuario busca una cómoda estilo Luis XV que le ha ofrecido a un cliente en diez mil pesos. Pero como no la tiene la busca entre sus colegas. Javier Nava le dice que mire adentro. Treinta segundos después ella está de regreso. Sigo por un minuto su diálogo:

“30 mil pesos”, le dice el hombre.

“¿30 mil?, ¿pues qué habla de noche y adorna de día…? Déjamelo en diez.”

“Qué bonito collar tienes”, responde el anticuario.

“Ándale, déjamelo en diez, no seas así.”

“No, me pega mi mamá”, se escurre el hombre.

“El secreto no está en a cómo vendes –me dirá después Javier Nava--, sino a cómo compras.”

 

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Identifico ocho relojes, cinco espadas de Toledo, una decena de broches y prendedores, cinco o seis pulseras, varias cajitas metálicas con grabados de santos, de soles, de héroes, un encendedor, tres dedales que me parecen serlo. Una pulsera con piedras azules

Y arriba monedas, relojes, navajas, marfiles, prendedores, gargantillas, pitillos…

Cuerpos. Haberes. Ilusiones. Historias escondidas en cada objeto. Identifico un reloj. Por un instante me encuentro en un patio ferrocarrilero, en el amanecer. Vapores que diseminan olores de aceites y tierras rancias. Ruidos. Sombras en los andenes. Un hombre atisba las vías. No ve venir a su tren. Una y otra vez realiza el gesto gastado hacia el reloj, la cubierta que se destapa, la hora que no llega, que ya ha pasado…

 

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Apenas abrió La Pasita. No hay tiempo para hablar con don Emilio. Ya lo encontraré con él. Por ahora, una clásica, con el queso y la pasita de adorno y sabor final.

¿O una Sangre de brujas?

 

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