• Por: Sergio Mastretta
  • 12 Junio 2014
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Bajar a la selva un lunes de junio en un viaje de doce horas a trote de turbinas y ruedas, que inicia a las seis de la mañana en un atasco de pasajeros en el aeropuerto de la ciudad de México y termina en una cena de estrépitos silvestres que remontan el sueño de un pueblo campesino junto al río.

En la mañana la voz de la funcionaria de Interjet arrea desvelados hacia todos los destinos posibles en un país laboral que se mueve en los aviones de los empresarios protegidos del régimen. Las colas no están nerviosas pues para la mayoría de los pasajeros este abordaje es tan cotidiano como atropellarse en un Metro que no lleva a la estación Observatorio sino que vuela a Ciudad del Carmen, Tijuana, Monterrey, Mérida, Guadalajara y varios etcéteras más que terminan en Tuxtla Gutiérrez, a donde me dirijo yo.

En la noche los grillos son por el momento los únicos desvelados. Ha terminado hace un rato el encono de los sapos y los saltos de las ranas. También las chicharras duermen. De repente despierta una cuija y la descubro sonriente y nerviosa colgada de la pared, y un ladrido me recuerda que este pueblo ha sido construido por humanos en una colonización de la selva que no tiene freno y madruga incansable para seguir con los desmontes en cuadros de arrase que poco a poco, temporada tras temporada, cosen en retazos yermos esta milenaria tierra de la fundación del agua.

Mañana y noche en dos mundos atados en un día más que ha transcurrido sin agravios mayores.

Por allá los aviones matinales con los obreros petroleros a sus barcos y sus plataformas marinas, y con los ejecutivos que abren juntas a las 9 de la mañana en salones financieros regiomontanos, y con los funcionarios que se remontan en escritorios de colegas tapatíos muy bien cargados de oficios que aseguran harán cumplir sobre el honor de sus firmas. Todos vuelan apretujados en sus asientos aeronáuticos alumbrados por un café americano insípido como el sueño que perdieron en la madrugada de la ciudad de México rumbo a sus labores “en la provincia”.

Por acá las sombras que cruzan los potreros y los acahuales rumbo a los manchones de selva. Los machetes que cumplen la función de los portafolios oficinistas: se cargan con displicencia y sabiduría, se esgrimen altaneros y precisos contra el palo de turno, y se camina con la certidumbre de que todo puede ser cortado, todo merece ser chapeado. El vaquero lo enfunda en la silla; el peón lo empuña, lo soba, lo afila. El hierro cumple su oficio severo. Y corta.

A filo de machete el corte riguroso del tiempo

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El camino a la selva apuntala con una competencia de carteles un sistema de justicia que no ronda mucho por estas barrancas. Mil pesos de multa al que circule con exceso de velocidad y se salte los topes, y no habrá clemencia si además vienes borracho, y 500 pesos si tiras basura. Luego veré que a todo lo largo de estas carreteras tropicales las comunidades plantan instrucciones severas y multas por todo tipo de delitos cívicos alrededor de la velocidad y la basura. Y hasta los solares sin cortar por más de un mes en tiempo de aguaceros ameritan cien pesos de multa y el llamado de atención de los médicos que desde los centros de salud aperciben a las autoridades a perseguir a los morosos so pena de ser invadidos por turbas de mosquitos.

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Chiapas es un sube y baja de sierras y cañadas definidas por incontables ríos. La carretera desde el aeropuerto de Tuxtla trepa a los Altos en San Cristóbal y se desliza por los llanos de Comitán para asomarse a la Lacandonia en el vértice central de la frontera con Guatemala. Bajamos desde los lagos de Montebello a los 1,600 metros sobre el nivel del mar hasta los 150 en Marqués de Comillas en una ruta de curvas que deja atrás los pinos y los encinos y baja por las quebradas del bosque mesófilo que reconozco por los liquidámbares y los helechos hasta alcanzar los ríos turbulentos que desde Guatemala arrojan sus aguas a la cuenca del Usumacinta. Cruzamos tres ríos: el Jabalí, que sale de México para territorio guatemalteco y vuelve a entrar como si se arrepintiera y regresara sobre sus pasos mexicanos; el Ixcán, ese sí con toda la carga de agua que baja desde los Cuchumatanes en el Quiché, y el Chajul, la frontera que marca el inicio del territorio de Marqués de Comillas, con su selva asaltada por la colonización campesinas a partir de 1971, la selva campesina que hoy es el motivo de mi viaje.

Uno de los lagos en Montebello en la frontera. Al fondo, una comunidad guatemalteca.

Desde Montebello hasta la planicie de Comillas el paisaje es el del contraste brutal entre los manchones de monte cerrado de foresta y los claros  inmensos cortados a rape por la economía ganadera, en un tumba, rosa, quema que da paso primero al maíz y con el cansancio a los pastos y con el cansancio a la tierra yerma. Lo que fueron cañadas de bosque de niebla y selva se convirtieron en territorios campesinos con hombres y mujeres que llegaron desde los más diversos rincones del país y las religiones. Aquí muchos pueblos tienen como nombre de pila el “nuevo”, igual Chihuahua que Orizaba, igual Jerusalén que Betania.

Todo es “nuevo” en la lacandona.

La carretera la guardan los militares en cuatro retenes desde Comitán, el último ya para entrar en el primer ejido que nos recibe en Marqués, Boca de Chajul, y es el único en el que nos bajan para registrar con lupa la unidad; lo hace un soldado hosco con cara de sargento, al que observar como hielos desde el parapeto de sus chalecos blindados, sus botas de mil amarres y sus mosquetes antinarcos. Arriba, en Ixcán, el pelotón que hace la ronda difícilmente pasa de los veinte años, incluidos su sargentos. Son los soldados de un país en guerra en la más remota de sus fronteras.

Bajo a mirar este paisaje de cuarenta años de colonización de la selva.

 

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El martes 10 mi bautizo de selva. Un coatí avecindado en la familia de los mapaches. Simpático y cabrón. Su mordida es certera al paso del incauto en un sendero a la orilla del Lacantún; su colmillo es un filo que traspasa el pantalón y rasga el chamorro a la velocidad de la luz en una tajada de tres centímetros. No es una sombra lo que ves, es una estocada como un murmullo húmedo sobre la  breña lo que pasa como un rayo que solo escuchas y percibes cuando la sangre ya ha mojado el calcetín y baja por el tobillo hasta tu planta.

Atacado por el coatí termino en el dispensario médico de Chajul. Ahí me encuentro con otro herido: un muchacho que terminó una jugada futbolera con la barbilla tallada en el patio de la secundaria. Su madre bromea con las costuras y los infortunados que las sufriremos a manos de un diligente enfermero que desde Veracruz se decidió contra ninguna otra candidatura por venir a la selva hace dieciocho años. Ella viene de Petatlán, en la Costa grande de Guerrero, en una migración familiar que inició en Coalcomán Michoacán en los años sesenta y que fue remontando persecuciones y tragedias por la sierra guerrerense hasta la costa. De eso me entero a toda la velocidad de la risa por una mujer con todas las luces de las criollas de esa tierra calentana, listas y precoces que allá van a dar donde las lleven sus maridos. Y que hoy comerán cerdo, y que al marido se lo mataron hace unos años, y que los hijos por eso aprendieron que la vida es dura y tienen que trabajar si quieren comprar pañales, y que las siembras de maíz en las vegas de los arroyos que descargan al Lacantún se malograron apenas hace una semana de tanta agua desbordada que trajeron las tormentas y que río grande desdeña, cargado como viene desde las cañadas que los surten en decenas de ríos desde Ococingo y Las Margaritas.

 

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Concluido el asunto coatí recorro los campos ribereños del Lacantún por una carretera construída por ICA en los años noventa, una más de las consecuencias que trajo el alzamiento zapatista en los pueblos indígenas que tomaron la selva en palmos durante los últimos cincuenta años. Pueblos que todavía califican de aldeas, bien cuadriculados en sus calles y solares, electrificados y delimitados por las escuelas federales que los han puesto en el mapa. Y entre ellos manchones de selva con sus ceibas, plumillos y cedros, por el momento los únicos árboles que reconozco. Y los potreros con la tierra a rape. Y la esperanza campesina más reciente, la palma africana productora del aceite que desde alguna refinadora de Guadalajara irá a parar a las turbinas de los jets con el que el desvelo laboral del DF surcarán a todos los rincones mexicanos un lunes cualquiera por la mañana.

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A las tres de la mañana pregunto si alguien puede dormir en estos humedales. Los techos de zinc revientan una cascada metálica con la que se ha roto el cielo nocturno. Todos los techos arremeten en concierto, pero yo sólo escucho en que estalla sobre la habitación en la que me resguardo del tormentón en Chajul. El agua fundadora me da la bienvenida junto con el traicionero coatí. Mañana será otro día.

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